Uno. En el número de enero de 2012 de la revista Ojos de Papel, dos amigos y yo nos damos un festín televisivo. Hace unas semanas, aprovechando la actualidad de The Walking Dead, convertíamos a los zombis –esos seres que comen sin parar– en
interlocutores vivientes. Prácticamente nos devorábamos: tales fueron el tenor y el calor de la discusión. Ahora, aprovechando el gusto que nos dan otras series, algunas ya muertas, ya concluidas, repetimos.
Volvemos a la revista que dirige Rogelio López Blanco. Nos las hemos zampado (las series), pero a la vez aún las estamos digiriendo. Sus historias no caducan. Es más: repiten. Repiten con gracia y reciclan con guasa argumentos universales.
David Montesinos habla de un volumen que examina las últimas producciones televisivas: Teleshakespeare se titula. El autor es Jorge Carrión.
Alejandro Lillo habla de muertos, de cadáveres, de ataúdes, todo visto desde la superficie: A dos metros bajo tierra.
Dos. ¿Y yo...? Pues yo hablo de Los Soprano. Si hemos de creer al autor de Teleshakespeare, dicha producción es la mejor serie
de mafiosos que se ha hecho jamás. Jorge Carrión sabe lo que dice, pero… no sé si convendría con este juicio. O es obvio, o está errado. Los Soprano no es exactamente una serie de mafiosos: a pesar de los italonorteamericanos del crimen organizado que aparecen. Es una gran serie sobre la angustia humana, sobre la fiera humana, algo muy distinto. Hay un hombre demediado, triste: Tony Soprano.
Es un varón frustrado. Un tipo agresivo, muy agresivo (como me recuerda en un aparte Rogelio López Blanco): un individuo que hace de la violencia su nutriente. Todo eso es cierto. Pero, a la vez, Tony es patético y hasta grotesco: igual que cualquiera de nosotros en condiciones lamentables. Vive suspicaz, amenazando, consumido por la codicia y permanentemente excitado. Padece una compulsión: la de la repetición.
Tres. ¿Quien es Tony Soprano? Dejaré para un quinto punto el asunto de la violencia que inteligentemente me plantean Jorge Carrión y Rogelio López Blanco. Y dejaré para después la identificación étnica de los Soprano. Ambos asuntos los abordo en la reseña, pero no me importa extenderme. Ahora no. De momento reponderé inocentemente a la pregunta formulada. ¿Quién es Tony? Vayamos a la caracterización sociológica.
Es un marido, un padre de familia que vuelve a casa. Es un tipo serio, formal, fiable, respetuoso de los códigos en los que ha sido educado y, por supuesto, un hombre lleno de dudas, en ocasiones paralizado por la incertidumbre, por la muda vertiginosa de los cambios. El mundo está irreconocible.
Ha desempeñado su trabajo a lo largo del día. Ha estado organizando negocios en la trastienda de Satriale’s en compañía de sus subordinados. Ha acudido al Bada Bing!, el club de chicas que regenta. Pero al final del día, como el americano corriente, como el ejecutivo medio, retorna al hogar. Es una residencia de la que se siente orgulloso, el lugar en el que cobijar a su familia, el fortín en el que proteger a la esposa y los hijos. El mundo es un sitio violento, un lugar en el que reina la desconfianza. Tony espera hallar seguridad y sobre todo compensación moral y material. Su llegada al comienzo de cada capítulo nos advierte ya de la naturaleza de la historia: es una epopeya familiar con ritos que se repiten y con decepciones que no pueden evitarse.
Cuatro. ¿Recuerdan Los Picapiedra (1960-1966? No quiero trivializar. Los saco a colación porque esta serie primitiva universalizó dicho motivo: el del marido americano que regresa. La tele repite. Repite ahora lo que ya es la epopeya del hombre corriente, la del americano que cuida de su familia y que regresa tras una jornada de duro trabajo. Ya que estamos de repeticiones, reiteraré lo dicho meses atrás:
«…Su casa está en Rocadura: una zona residencial, una inmensa urbanización de bungalows, es decir, de viviendas unifamiliares. Wilma y Pedro Picapiedra disfrutan de una comodidad material evidente. Pedro trabaja en una pedrera o cantera, pelando la montaña a lomos de un dinosaurio gigantesco. Wilma, si no recuerdo mal, ejerce sólo de ama de casa. Atiende a su maridito cuando éste regresa. Como todo el mundo sabe, el esposo es algo bruto y, por eso, suele gritar de alegría (Yabba-dabba-doo) o suele dar órdenes terminantes a su mujer: ¡Wilma, ábreme la puerta!
Son clase media americana. Compran en un hipermercado gigantesco: ah, la prosperidad de la Edad de Piedra. Tienen un autocine cercano, como habíamos visto que tenían los estadounidenses de los cincuenta. Si hay un autocine es porque disponen de coche. La rueda ya se ha inventado, por supuesto. Así es: la familia es propietaria de un coche muy aireado, una suerte de cabriolet. Me refiero al troncomóvil, una envidia para quienes viajábamos subidos en un Seiscientos.
El troncomóvil no viene con extras pero es muy fashion. Funciona con tracción animal (los pies de Pedro), las ruedas son dos pesadísimos cilindros y la carrocería es de madera. Tiene capacidad para cuatro adultos: aparte del matrimonio Picapiedra, otra pareja de amigos, Pablo y Betty Mármol. Ah, y sus respectivos hijos: Pebbles y Bamm Bamm. No recuerdo si Dino, la mascota que hace las veces de perro y que disputa con Pedro también se sube al carro. Lo que sí recuerdo es el inmenso costillar que les sirven cuando se disponen a ver una película en el autocine.
O repetiré lo dicho sobre una serie posterior a Los Picapiedra. Pero imbuida del mismo espíritu familiar con maridito que retorna: Embrujada (1964-1972). ¿Qué decía concretamente?
…Darrin era publicitario, sí, y era algo inocentón. El capítulo cobraba vida cuando el marido regresaba a su residencia: de varias plantas, en una zona acomodada fuera de la ciudad, como era normal entre las clases prósperas. Darrin solía mostrarse orgulloso de sus logros, de sus posesiones. Aquello no era nada comparado con los poderes de Samantha, capaz de arreglar las cosas o de mejorarlas moviendo la naricilla. Todas nuestras madres decían que querían parecerse a Samantha: básicamente para no tener que hacer las tareas domésticas, pesado y rutinario trabajo que recaía sobre ellas. La bruja de la tele nunca parecía aburrirse, siempre estaba dispuesta… a enmendar lo que funcionaba mal y jamás se enfadaba con su esposo. Darrin temía que los vecinos se enteraran de lo que pasaba en casa: siempre hay gente cotilla. Eran muchos los padecimientos cómicos de Darrin para tapar los prodigios de Samantha y era mucha la paciencia que debía tener el publicitario con su odioso jefe, el tipo que dirigía la empresa.
Cinco. Tony Soprano cuida mucho de su familia. Vigila y protege a la progenie. Es un buen padre, atento con los estudios de sus hijos. Es un esposo aceptable, si descontamos las infidelidades (que no son pocas). Pero Tony es un mafioso, sí. Es un tipo que basa su trabajo en el mercado cautivo, en el chantaje, en la extorsión, en la amenaza, en la muerte. Favorece la prostitución y el juego ilegal. Forma una familia y una famiglia, con capitanes y subordinados. En cuanto se le traiciona no tiene reparos en matar. Su moral no es la nuestra. Pero eso no impide nuestra simpatía. ¿Cómo es posible tal cosa? La clave está en la perspectiva con la que vemos lo que ocurre. Como nos recuerda Nöel Carrol,
«nuestra estimación moral de Tony Soprano también se beneficia de lo que podríamos llamar el fenómeno ‘ojos que no ven, corazón que no siente’. Es decir, no se nos enseñan muchas de las repercusiones a largo plazo de las actividades criminales de Tony y, en consecuencia, no las contamos en nuestro cómputo moral. No vemos cómo su estafa con las tarjetas de teléfono ha podido de hecho quitarle el alimento a una familia inmigrante con niños desnutridos. Este fenómeno, desde luego, está relacionado con el hecho de que gran parte de la serie está narrada desde el punto de vista de Tony, en el sentido de que ignora una parte considerable de la destrucción que en última instancia generan sus acciones».
Este aspecto es muy relevante. Cuando leemos una novela, si la voz en primera persona narra algo inmoral o desagradable no debemos imputárselo al autor. ¿Recuerdan El cementerio de Praga (2010), de Umberto Eco?
Hace justamente un año, un reseña mía aparecía en Ojos de Papel. Entre otras cosas abordaba el asunto del punto de vista, la perspectiva desde la que se contaban las cosas. El capitán Simonini, su protagonista, profesa un furioso antisemitismo. No deberíamos atribuirle al autor esas palabras. Son responsabilidad de ese personaje odioso.
En Los Soprano, Tony también es un personaje odioso. A veces incluso se nos hace simpático. ¿Por qué? Porque lo vemos torpe, lamentable, empeñado. Como uno de nosotros. ¿Le perdonamos sus crímenes?
Todo está tan bien narrado –desde su punto de vista– que hasta esa palabra, crímenes, nos resulta chocante. Si Soprano es casi de la familia, si es uno de los nuestros… Ochenta y tantos capítulos excepcionalmente producidos hacen que eso ocurra: que nos familiaricemos con él. Y ahí lo vemos: Tony buscando el sentido, buscando lo mejor, al tiempo que practica una ética aberrante.
Jorge Carrión acierta al analizar las series como productos de alto nivel, eso mismo que destaca David P. Montesinos. Aprendemos tanto… ¿Acierta al equiparar estos dramas o comedias con los de William Shakespeare?
Colofón. ¿Hay que gritar en la tele? Si nos fiamos de las peores cadenas, la única manera de llegar a la audiencia es chillando. Pues no. Muchos nos negamos a vocear. Podemos polemizar sin tirarnos los trastos: sin vanaglorias o sin estrépito. Hay algo verdaderamente notable en una discusión pública que se hace sin aspavientos. Hay algo edificante en un debate a viva voz entre espectadores que intervienen activa, crítica y cortésmente. Por lo que sé, nuestras diatribas televisivas han llegado muy lejos. Hasta América incluso. Eso me dicen.
Ha sido un placer tratar de series: y todo ello a partir de un libro, el de Jorge Carrión, que es una guía, un mapa de lo que ahora más vale y mejor se hace en la pantalla. Como dice David P. Montesinos en su texto de Ojos de Papel, hace tiempo que la tele dejó de ser la caja tonta. El nivel narrativo está muy alto. ¿La prueba? Alejandro Lillo escribe de una serie, A dos metros bajo tierra, que es un alarde de finura y guasa. De dolor y esperanza. Parece mentira que pueda decirse algo chistoso sobre una funeraria. Y parece sorprendente que alguien pueda decir con tal mesura algo sobre ese escándalo que es la muerte.
Yo, por mi parte, he procurado atenerme a mi obsesión de los últimos meses: Los Soprano. ¿Por qué? Porque habla de la familia, de los hijos, de las expectativas, de la experiencia, del dolor. Y de la muerte. Porque nos muestra la condición humana. Échenle un vistazo al libro de Jorge Carrión. El observador lo hace bien, incluso muy bien. Como si fuera un analista, un terapeuta. Los demás somos lectores. O espectadores. O pacientes.
Ha acabado la sesión.


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