Ahora que el curso académico ha acabado y los muchachos se abandonan al dolce far niente, los padres solemos lamentarnos (o eso me decía recientemente en un artículo en Levante).
Qué hacer con los críos, incluso con esos jóvenes iracundos que cursan la ESO y que están a punto de ingresar en el Bachiller: cómo alentar en ellos la lectura.
Es incuestionable que el anhelo industrioso es una faena pausada, lenta, diferida, algo que se asimila tras un propósito cotidiano que no puede alimentarse de la noche a la mañana.
Cuando descubrimos que es así, cuando lo constatamos, los padres solemos inculpar a los maestros o a los profesores o a la televisión o al estado general de dejadez en que ahora estaría la educación.
Más aún, algunos contribuyentes se atreven a incriminar a los pedagogos como los verdaderos responsables de casi todo lo malo que les pasa a nuestros adolescentes. Lo acabo de leer en el Panfleto antipedagógico, de Ricardo Moreno Castillo.
Lamento discrepar de dos de mis autores preferidos, Fernando Savater y Antonio Muñoz Molina, que han celebrado el libro, su audacia irreverente y su coraje.
Supongo que dos escritores que quieren marchar contra la corriente, sin dejarse llevar por el arrastre de lo políticamente correcto, han apreciado en sus páginas una osadía a ensalzar.
Quiero creer que accedieron la primera versión, la que circuló en la Red, no a este volumen que ahora publica El Lector Universal, en Barcelona.
En efecto, eso explicaría que Savater admitiera escribir un prólogo para la edición en papel, prólogo en el que indica que “Ricardo Moreno Castillo ha escrito un panfleto: es decir, no un tratado que resuelve todos los problemas, sino un grito de alerta polémico que nos zarandea para que advirtamos que existen”.
Por eso, añade Savater, “todos sus planteamientos pueden ser discutidos, pero ninguno puede ser pasado por alto”.
O eso –la lectura de este Panfleto en su primera versión electrónica— es lo que justificaría que Antonio Muñoz Molina remitiera al autor un e-mail elogioso en el que reconociendo estar “al tanto del desastre en el que vive la enseñanza”, decía compartir “punto por punto todo lo que usted dice”.
He leído ese Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo, la edición en papel, y no sé si estoy escandalizado o sorprendido.
No sé si es posible escribir con un estilo tan avinagrado, tan enojado; o no sé si se puede garabatear alguna idea con tanta cólera.
Admito mi simpatía por la defensa del laicismo que hace el autor. O, como dice Savater, “resulta inmundo, por supuesto, que a estas alturas se siga haciendo depender la formación moral y hasta cívica de los ciudadanos del mantenimiento obligado de una asignatura de religión confesional”.
Pero, insisto, hasta la defensa de esta idea cobra unos tintes sombríos en la prosa huraña e indignada de Moreno Castillo.
¿Hay razones para esa exasperación? El Panfleto trata de objetivar lo que en principio es una desazón personal: el mal, el pésimo estado de la educación que Moreno Castillo habría detectado. ¿Está justificado ese dictamen?
El autor es catedrático de Enseñanzas Medias y, a la vez, profesor asociado de Universidad. Con mucha carga docente, presumo: con muchas horas semanales de clases no muy bien pagadas. Estudió matemáticas y filosofía y, según indica la solapa, ejerce desde 1975.
Son más de treinta años y, supongo, la crisis personal que aqueja a tantos enseñantes también a él le ha llegado, sobre todo cuando evalúa el estado de la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) y cuando arremete contra los efectos de la LOGSE y de la nueva LOE.
Él mismo reconoce su malestar, esa pesadumbre inespecífica para la que busca responsables: en primer lugar, los pedagogos, tan dados a experimentar con la educación valiéndose de un argot entre vacuo e incomprensible; en segundo lugar, los estudiantes, gente tan frecuentemente malcriada, añade; en tercer lugar, los padres, habituales malcriadores, salvo excepciones, temerosos de sus vástagos; y en cuarto lugar, sus propios colegas, muchos de los cuales se habrían dejado llevar por la jerga pedagógica o, en otros casos, por la indiferencia.
Me parece que el libro peca de lo que un mal análisis suele pecar: de generalizaciones abusivas, de increpaciones totales, de irritaciones personales, de vocerío. La misma adopción del género, el del panfleto, le lleva a ello.
Un panfleto es siempre una declaración de intenciones, un diagnóstico generalmente apocalíptico y ocasional escrito con retórica fogosa, un texto de circunstancias que, por su misma concisión, ha de simplificar la realidad describiéndola en tonos hiperbólicos.
Vale decir, frente al análisis mesurado, documentado, erudito, el panfleto facilita el bullicio verbal: pronunciarse sin impedimento y con temeridad, con desmesuras.
El panfleto es una escritura propia de agitador: con ella, el autor hace declaración de intenciones y a la vez emprende la demolición de las ideas recibidas.
Cree así desvelar lo que estaba oculto por excesiva prudencia o corrección; cree así extirpar males, erradicar el desvarío que otros no se atreverían a denunciar.
Que se grite alto, que se muestre irritación por el curso de la realidad, que se manifieste desaliento…, son circunstancias que no dan la razón necesariamente.
El principal problema del volumen, que tanto éxito ha tenido desde fuera bendecido por Fernando Savater, es que generaliza ignorando deliberadamente lo que pasa con tantos y tantos muchachos de los centros públicos.
Conozco numerosos adolescentes que están cursando la ESO o el Bachiller en los que no veo los rasgos que justificarían los denuestos de Moreno Castillo.
Los veo bien preparados, con mayor número de conocimientos, con mayor caudal de contenidos que los que yo nunca pude llegar a tener a su edad.
Por tanto, me parece que es una descripción vejatoria decir, por ejemplo, “que muy pocos de los alumnos que acaban hoy la enseñanza obligatoria a los dieciséis años aprobarían el examen de ingreso que pasamos a los diez las personas de mi generación, y ninguno el de la reválida de los catorce años”.
Con diagnósticos tajantes e impresionistas a la vez, basados supuestamente en su experiencia docente, el autor generaliza y, por tanto, se equivoca.
Como se equivoca cuando habla de la mala educación actual, cuando habla de los malos modales que aquejan a todos los adolescentes que cursan la ESO. “Los modales se imponen”, dice Moreno Castillo.
Desde luego que sí: no son fruto de una negociación democrática a partir de las mayorías. Los modales son esas normas que rigen nuestro cara a cara, los principios que hemos de respetar para hacernos mutuamente accesibles.
Y esas normas no son fruto de una generación: son un legado, una tradición, que llega hasta nosotros y que hemos de aprender. Esto no lo dice así Moreno Castillo, pero lo parafraseo yo mismo con el fin de abreviar.
Ahora bien, esos modales recibidos no son necesariamente algo incuestionable: hay normas obsoletas, concebidas para otros tiempos más viriles o patriarcales por ejemplo, que ahora ya no se sostienen.
Una parte de la rebeldía juvenil que empieza en los años cincuenta tiene por propósito acabar con esas restricciones que se ven absurdas. Pero hay otra parte de las normas que siguen vigentes, felizmente vigentes, por supuesto, y que hay que conservar.
Por eso, añade Moreno Castillo, los profesores (como también los padres) han de ser conservadores, una idea que toma en préstamo de Fernando Savater.
Por eso, en fin, si para imponer los modales “se hace necesaria una bofetada, pues adelante. Una bofetada dada a tiempo no traumatiza a nadie y puede salvar una vida”. Me froto los ojos, vuelvo a leer. No es una afirmación aislada.
Reincide en ella y de manera más contundente: “páginas atrás he defendido lo sano de una bofetada en el momento oportuno, pero si se ha dejado pasar la ocasión, la bofetada que no recibió antes de los siete años ya no tiene sentido a los quince”.
El autor confunde culpablemente la contención, la represión, la firmeza de los padres con el reparto de los guantazos…, en el momento oportuno. Habrá que averiguar cuál es el momento oportuno y hasta dónde hay que golpear, con qué furia, con qué fines, con qué empeño, con qué fuerza.
Y, sobre todo, hay que repartir sopapos antes de los siete años y no a los quince: tal vez porque cuando ya son adolescentes talluditos están encallecidos y no son reeducables, pero quizá también porque a los quince con su musculatura nos rebasan.
Me parecería simplemente risible la propuesta –dar guantazos a los un niños antes de los siete años, pero sólo en el momento oportuno–, si no fuera porque es de una gravedad colosal.
Seguiría, pero no quiero desmenuzar su letra pequeña para no aburrir, unos capítulos que vienen precedidos de citas de autoridad como detente bala, como parapetos tras los que proteger sus ideas frecuentemente banales, generales.
Ni todos los pedagogos provocan cataclismos como los que el autor detecta, ni todos los padres son unos blandos, ni todos los muchachos son esa carretada de energúmenos que no quieren aprender, ni todos los medios audiovisuales son necesariamente un freno a la lectura.
Moreno Castillo siempre cree hallar excepciones, jóvenes, por ejemplo, que no pueden aprender porque el ambiente creado por la LOGSE lo impediría, unos pocos muchachos que aún leen a pesar de los pedagogos, de los padres y de los profesores. Me he puesto a buscar y he encontrado algunos, sí.
Yo creo ser un lector consumado de libros-basura o de obras perecederas. Es un vicio que me consiento. ¿Un nuevo libro de Alfredo Urdaci?
Inmediatamente lo compro y lo leo. Después de este acto pecador, ¿qué podría reprocharles a mis hijos? El libro que semanas atrás estaba leyendo mi hija, era Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis.
Si no me equivoco es un volumen de un confesionalismo bastante fastidioso. Ella vio la película y eso le despertó el interés por leer dicho volumen.
Razonablemente, cuando llevaba más de cien páginas me reveló que era soporífero y que deseaba abandonarlo.
Por supuesto, le dije. La lectura no puede ser un tormento que se realice sin placer. ¿Creen que podría reprocharle algo a mi hija?
Uno de los últimos libros que he leído y con los que más me he reído es He dicho, de Andreu Buenafuente (obra de la que, por cierto, he escrito una reseña periodística).
No es cultura basura: es un volumen generado por la cultura de masas que estimula la agudeza, el ingenio. Precisamente por eso se lo recomendé a mi hijo.
Tiene dieciséis años y Buenafuente es un referente para él. Pero, a la vez, motivado por la profesora de Cultura Clásica mi hijo leyó El libro de las maravillas, de Nathaniel Hawthorne, sin que yo se lo recomendara. Por cierto, es ésta una materia (Cultura Clásica) de la que Moreno Castillo hace chanza frente a la solidez de los latines.
Como se sabe, la obra de Hawthorne es un clásico con el que acceder a la cultura grecolatina. Al menos lo era entre los muchachos norteamericanos de otro tiempo.
La idea del mito que H. P. Lovecraft se hiciera cuando era joven procedía de este libro. Ya ven: los medios audiovisuales no son necesariamente un antídoto contra el vicio de leer o contra el deseo de aprender.
Ya ven: ni mi hijo ni mi hija, que estudian en un colegio público y en un instituto, han caído víctimas de la LOGSE o de la LOE. No creo que sean ejemplos de mala educación.
¿Gracias a que su padre les propinó
guantazos antes de los siete años? ¡Por favor…!

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