He esperado unos días antes de comentar esa noticia y no he visto que sus repercusiones hayan interesado especialmente a los editorialistas o a los articulistas españoles. Hoy, veo que en Levante, Javier Cuervo habla de él. Yo, durante unos días, me he estado mordiendo la lengua, frenando, pero ya no puedo más: he de hablar también de lo que Nicolas Sarkozy, el gran candidato de la derecha francesa, dijo días atrás ante muchos correligionarios entregados, muchos jóvenes de su partido.
He de admitir que no me gustan los mítines. Desde le punto de vista democrático son imprescindibles, por supuesto, pero nadie me apeará de esta impresión: me producen gran desagrado la charlatanería a que se entregan generalmente los oradores y los gestos enfáticos que hacen frente a los concurrentes (ya entregados de antemano) o frente a las cámaras que retransmiten el vocerío. Las propias dictaduras promueven una movilización intensa y extensa de sus adherentes para concentrar a su público junto a un entarimado o balcón. Lo dije tiempo atrás: el balcón es, desde luego, un escenario público por el que se inclinan las tiranías porque facilita la comunión del líder con su pueblo, al que invoca de manera directa y plebiscitaria. En el balcón se ensayan gestos o proclamas, representaciones y palabras: eleva la estatura del político, lo hace visible en su magnificencia inalcanzable, próximo y remoto a la vez.
Sarkozy es un político democrático que habla desde un proscenio y, como tantos representantes de izquierdas o de derechas, busca entre sus correligionarios el eco y el asentimiento que dan la tarima y ese altavoz que es la televisión. Insisto: el problema de estos actos es el bla bla bla que se suele predicar, una charlatanería en la que el candidato mercadea con propuestas llamativas aunque al final inverificables. Por otra parte, es inevitable también que el político de mitin facilite la adhesión de los incondicionales denunciando a quienes hace responsables de los males que aquejan a la nación. Concluyo: el problema de la charlatanería mitinera no es que se digan falsedades, sino la oralidad sobrante, el exceso y la simplificación. Se sabe quién es el adversario al que echarle las culpas: aunque el enemigo se disfrace de varios modos, está claro cuál es su identidad, gran revelación que da cohesión a un auditorio que ya era un piña.
He de manifestar que el estilo de Sarkozy me sorprende y no siempre desagradablemente. Parece creer en lo que dice. Pero sobre todo parece empeñarse en defender planes poco propicios electoralmente en la Francia intervencionista, la del Estado regulador por antonomasia. Durante mis dos breves estancias en París he podido ver un país ordenancista, nacionalista, con innumerables banderas ondeando al viento, con una Administración elefantiásica, con unas infraestructuras necesitadas de renovación… No vi nada diferente de lo que los observadores suelen denunciar. Quizá yo apreciaba todo aquello como español: de envidiar las ventajas de Francia, como así ocurría años atrás, hemos pasado a juzgar duramente las inercias de nuestros vecinos. Beneficiados con los aportes comunitarios, con esas inyecciones económicas que han cambiado la fisonomía de España, sacamos pecho frente a las Instituciones públicas galas, que vemos monstruosamente gigantescas. Al parecer, Sarkozy pretende adelgazar esa Administración, pretende atemperar el colectivismo francés, pretende impulsar el individualismo liberal. Ahora bien, cuando creíamos que rompía con la grandeur más ufana (que es estatalismo y nacionalismo), cuando creíamos que era valedor de un empuje liberal –kennediano, dicen algunos–, el candidato reincide en el orgullo patriótico inspirándose para ello en los viejos principios, en un conservadurismo déjà-vu.
Sus propuestas ante los jóvenes vinieron precedidas por una exaltación histórica de Francia, celebrando un pasado que las nuevas generaciones deberían conocer. Así, recordaba a los muchachos congregados “cuántas de sus gestas fueron realizadas por jóvenes, desde los generales de Napoleón hasta los héroes de la Resistencia”, resume Martí Font en El País. Juventud y heroísmo, coraje guerrero y proezas patrióticas, serían el humus de Francia, ese suelo sobre el que edificar el porvenir. Las metáforas suelen ser previsibles en estos casos y, por tanto, orador o exégeta caen en los mismos vicios ancestrales y enunciativos. Sarkozy, sin embargo, quiso ir más allá y dijo querer reinventar la República bajo el signo del trabajo, del esfuerzo y del mérito.
Resume Martí Font: “ ‘No hay derechos sin obligaciones’, les dijo a los jóvenes, y aprovechó para descalificar a la generación de 1968, a la que atribuye los males del presente. Los culpables de este desaguisado surgido del mayo del 68 no son otros, según Sarkozy, que los socialistas, ‘herederos’ de aquella revolución que ‘dilapidó la herencia’ de sus antecesores e impuso ‘una inversión de valores y un pensamiento único del que los jóvenes actuales son las principales víctimas’. La sociedad subvencionada, en la que el éxito es castigado y el igualitarismo castra cualquier iniciativa, no sería sino el resultado final del giro copernicano que aquella utopía imprimió en la sociedad francesa”.
Algo semejante indicaba el corresponsal de Abc, Juan Pedro Quiñonero, quien subrayaba la crítica de Sarkozy a los “efectos nefastos y perversos de la herencia cultural del mayo 68 francés”. Es más: Sarkozy hizo suyo “ese ataque frontal contra la mitología izquierdista tradicional, proponiendo una escuela nacional más eficaz, menos ideológica, al servicio de la integración social y cultural de la juventud”. Como indicaron los cronistas, el político francés espera reencontrar una escuela venidera en la que los alumnos se pongan en pie justo cuando ingresa el profesor. Será el símbolo del respeto, añaden.
No me interesa destacar hoy la serie de propuestas (aún muy embrionarias que formuló para llevar a cabo esa reinvención republicana). Me interesa más la insistencia de Sarkozy en denostar Mayo del 68, revuelta estudiantil de la que procederían los modelos culturales de la juventud actual. Según ese esquema, los jóvenes de hoy habrían sido educados en la quimera de la pereza y del derecho, en el embeleco del esfuerzo cero, en confusión de la nula exigencia, en el olvido de la excelencia, en la sopa boba, vaya. Es decir, que si por Sarkozy fuera, el 68 podría olvidarse como parte de ese patrimonio histórico francés que orgullosamente exhibía ante los muchachos. Resulta curioso cómo se simplifican las cosas por aquellos que exigen excelencia razonadora y argumentativa (porque se creen dotados y porque se saben la elite del esfuerzo, del empeño y del mérito).
Los sesentayochos fueron efectivamente numerosos y no sólo franceses: se repartieron por todo el mundo y significaron no sólo el triunfo de un radicalismo izquierdista, sino también una sacudida del modelo familiar imperante, de esa moral burguesa heredada de otro tiempo. La de los jóvenes fue una revolución cultural que arrancaba del Rock y que impugnaba la evidencia patriarcal de las cosas. Es cierto que una parte del sesentayochismo europeo acabó en izquierdismo desorientado y asesino (Brigate Rosse, por ejemplo). Pero no es menos cierto que los cambios morales más significativos y perdurables de aquel radicalismo de los sesenta transformaron el viejo orden occidental dando protagonismo a las mujeres, a los propios jóvenes. El 68 trastornó saludablemente las evidencias de sentido común, las certezas en que los muchachos debían creer a la fuerza, las jerarquías heredadas que se imponían en la vida cotidiana. El 68 también obligó a hacer una introspección. Las elites intelectuales se vieron forzadas a preguntarse por el dominio de Occidente, por sus modos de colonización, por sus maneras de explorar y explotar el planeta y las otras culturas. Resulta evidente que aquel malestar que la revuelta juvenil manifestó no era sólo un batiburrillo rechazable de ideas incongruentes (maoísmo, hippismo, anarquismo, etcétera): era un salto cultural que desencajaba parte de las rigideces y parte de los hermetismos de la vida familiar y moral de los jóvenes.
Resulta extraño que en un político como Nicolas Sarkozy, que reclama la excelencia y la finura intelectual, se contente con la charlatanería de mitin para enjuiciar un cambio cultural profundísimo, un cambio que fue más allá, precisamente, de las simplezas cometidas por los protagonistas del 68, que fue más allá de los excesos proferidos en aquellos mítines juveniles, que fue más allá de la violencia callejera de aquellos estudiantes. No se trata de mitificar esa corriente, sino de precisar su alcance real: la reivindicación de un individualismo liberal es hoy menos extraño, gracias entre otras cosas al hedonismo que los sesentayochistas cultivaron, gracias a que la sociedad patriarcal y estatalista se vio enfrentada a un generación sacudida por el rock y por el amor libre.
Salut les copains ! 

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