Ya lo dije una vez y vuelvo a proclamarlo: cuando el cronista desfallece, cuando el blogger se siente irreparablemente cansado, le gustaría ser Bartleby, aquel personaje indolente y enigmático de Herman Melville. Ser Bartleby y decir: “Preferiría no hacerlo”, preferiría no escribir, preferiría permanecer al margen.
El actual ciclo narrativo de Enrique Vila-Matas empezó con su celebrada obra Bartleby y compañía (2000). Si recuerdan, se trataba de un ingenioso artificio literario y metaliterario. Con la leve excusa narrativa de un oficinista de baja que relata su diario o las notas al pie de un texto inexistente, el relator nos detalla y presenta una nómina de bartlebies, la serie de aquellos que no escribieron o dejaron de escribir haciendo de la inacción creativa un acto propia y paradójicamente artístico. Esta obra entusiasmó y el público saludó el artificio, el recurso para hacer crítica literaria y para mostrar erudición narrando. No era, desde luego, la primera vez que el autor se proponía algo así. En Extraña forma de vida (1997), por ejemplo, había una novela dentro de la novela, escritura sobre la escritura, reflexión sobre la reflexión. Todas esas oposiciones eran objeto de narración a partir de las similitudes que podían darse entre el espía y el novelista: observadores, perseguidores y, al final, reveladores o inventores de tramas.
Pero Bartleby y compañía fue su gran consagración, un homenaje literario a Melville, y una ingeniosa recreación del silencio creativo –lo que el blogger a menudo se pide a sí mismo–, de la pereza recompensada y enigmática. De hecho, el relato del norteamericano ha inspirado variadas interpretaciones, tal vez porque su personaje principal es una incógnita en sí mismo. ¿Por qué Bartleby el oficinista responde siempre con ese “preferiría no hacerlo” ante pedidos o recados que van más allá de la copia amanuense? ¿Es pensable la inacción? ¿Hay alguna razón de peso para preferir no hacer lo que todo el mundo hace aunque esa indiferencia le reporte desventajas materiales? No sabemos nada de él: ni siquiera el narrador –su jefe en la oficina— consigue arrancarle alguna confesión o información. “De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es un pérdida irreparable para la literatura…”, nos dice su jefe. Y esta pérdida irreparable para la literatura y esa imposibilidad de averiguar las razones de su indolencia, Melville las convierte en objeto de relato, de exposición de un caso en el que el ser humano carece de impulso para seguir o para ambicionar. Hasta su figura dice poco de él: “¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!” ¿Es un enigma absoluto, es una esfinge con secreto o es el puro vacío?
Como todo escribiente que empezara con algún pequeño entusiasmo, “al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos”, revela su jefe. Me vi yo también así, en esta bitácora, como un galeote de la tecla y me vuelvo a ver ahora. “No se detenía para la digestión”, añade. “Trabajaba de día y de noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas”. Pero era un espejismo. Ese inicial afán de escribir, de rellenar sin fin escritos y escritos fue enfriándose hasta hacer su trabajo “silenciosa, pálida, mecánicamente”. ¿Sólo Bartleby?
Esa resignación del oficinista está igualmente presente en otro de los grandes empleados de la literatura, en Bernardo Soares, aquel semiheterónimo inventado por Fernando Pessoa. Volver a él tiene la ventaja de que es este mismo individuo quien se expresa, sin la mediación de un narrador, como le sucedía a Bartleby. También Soares vive una vida de retraimiento y escritura mecánica. “Todos nosotros, que soñamos y pensamos, somos ayudantes de tenedor de libros en un almacén de paños, cualquier tipo de paño, en una Baixa cualquiera. Escrituramos y perdemos; sumamos y pasamos; cerramos el balance y el saldo invisible es siempre en contra nuestra”.
¿Ateísmo, ausencia de un Dios que se añora? Simplemente falta de esperanza. Pero esa falta de esperanza no es una carencia o una nostalgia que curar, como los religiosos creerían, sino un dato exacto de la experiencia después del nihilismo. Como la mía. “Siempre seré de la Rua dos Douradores, como el resto de la humanidad. Siempre seré, en verso o en prosa, un oficinista. Siempre seré, en lo místico y en lo no místico, local y sumiso, esclavo de mis sensaciones y del momento de tenerlas”. Se trata, pues, de vivir sin trascendencia alguna que me sobrepase y me justifique en el futuro (Dios o la humanidad), y sin nostalgia del pasado perdido, podríamos decir parafraseando a Soares.
Sólo su dietario (el Libro del desasosiego) parece darle alguna vida. ¿Y cómo registra en él sus asientos? No son intimidades gruesas reveladas. Son impresiones de lo externo, como en esta bitácora nos proponemos. “Narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones”, añade adoptando el género de san Agustín y de Rousseau, “y, si en ellas nada digo, es porque nada tengo que decir”, dado que no hay nada, que no soy nada, que no espero nada, apostilla. Aceptar que las cosas están así y que de ellas se va a escribir no significa, sin embargo, hacerlo de cualquier manera: dice escribir su “literatura como escribo mis asientos –con cuidado e indiferencia”, con el cuidado y la indiferencia del escribiente abnegado y ajeno. ¿Lo leerá alguien? “¿Qué me importa que nadie lea lo que escribo? Lo escribo para distraerme de vivir”, admite finalmente.
Hay días en que al blogger le sucede algo así: escribe “silenciosa, pálida, mecánicamente”, según la descripción que leíamos en Bartleby. Hay días, como hoy, en que estas confesiones electrónicas parecen no decir nada. ¿Es así? En todo caso, si eso sucede, “si en ellas nada digo es porque nada tengo que decir”, como le ocurre a Soares, dado que no hay nada, que no soy nada, que no espero nada. La urgente realidad se desvanece, la convulsión mediática la veo lejana y sólo una indiferencia budista se apodera del blogger. Es entonces, cuando algún lector me interpela para que escriba expresamente sobre algo o cuando yo mismo me impongo un tema sobre el que escribir, es entonces, insisto, cuando acabo por decirme o espetarle: preferiría no hacerlo…

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