Hace más de treinta años yo sólo era un lector, un muchacho que luchaba por abandonar la adolescencia en el momento mismo de ingresar en la Universidad. Era frecuentemente taciturno y casi no tenía amigos que me agradaran. Esa circunstancia de desamparo se agravaba por el hecho de padecer una huelga interminable de profesores. Los recién ingresados estábamos desorientados, sin saber qué hacer. O tal vez sí: tal vez tuve claro lo que quería hacer. Por eso, por no poder disfrutar de unas aulas vacías y por no poder compartir con nuevos amigos mis inquietudes, solía irme a los Jardines de Viveros, en Valencia, a leer.
No me agradaba la soledad lectora a la que me entregaba en tardes inacabables: sentado en un banco del parque, rodeado de ancianos y de parados, me dedicaba a devorar libros con gusto, con rabia, anotando en escuetos cuadernos o folios arrugados lo que aquellas páginas me sugerían. Echaba vistazos a lo que a mi alrededor pasaba por si algo cambiaba mi suerte. Pero nada ocurría: seguía viendo viejecitos y seguía sin ver jóvenes con quienes comunicarme y discutir sobre lo que leía o veía. Pues bien, sólo por eso acababa leyendo aún más. Tenía tantas ganas de acumular libros (nunca fui un bibliófilo) que los ejemplares que podía adquirir siempre me parecían pocos.
Justo por eso adquirí entonces una costumbre curiosa: la de escribir directamente a las editoriales, la de dirigirme a las grandes casas cuyos fondos deseaba. Solicitaba catálogos, prospectos publicitarios, todo lo que buenamente pudieran mandarme. Hablo de cuando tenía quince o dieciséis años, una edad que me resultaba odiosa, carente, ese tiempo en que adoleces…Yo había vivido el final de mi infancia en Bétera, en donde había hecho buenos amigos, pero conforme llegaba a la adolescencia, un traslado definitivo de mi familia a Valencia y mis propias aficiones lectoras me fueron apartando de aquellos muchachos con los que había crecido. Fue por eso por lo que me refugié pronto en los libros, como un alivio temporal. Lo que empezó siendo provisional acabó, sin embargo, convirtiéndose en duradero. No podía comprender cómo había lectores de un solo libro, cómo podían contentarse con tener un único volumen en la mesilla de noche. A pesar de que mis padres me facilitaban dinero para libros, mi economía adolescente no me permitía grandes compras y por eso, sólo por eso, me dirigía a las editoriales buscando papel impreso y, probablemente también, un interlocutor.
Cada vez que en el buzón aparecía un paquete o carta postal de Alianza, de Península, de Ariel, aquel presente me colmaba de dicha. En aquel envío había novedades y una lista de libros que me llegaban. Los mejores catálogos no sólo contenían un elenco de los fondos: añadían también algunas fotografías de las cubiertas de los volúmenes más destacados e incluso una síntesis de sus contenidos o un extracto de sus páginas. Decía Groucho Marx en Groucho y yo que él ejerció de joven como lector gorrón entendiendo por tal actividades depredatorias en las librerías neoyorquinas. No se trataba tanto de robar un volumen cuanto de leerlo gratis.
Algo de esto hice yo también: me recuerdo algunas tardes en la librería de unos grandes almacenes leyendo de gorra, saltando entre las páginas de libros que no me podía comprar…, así hasta que un día (sí, lo admito) hurté un ejemplar muy codiciado y de precio inaccesible: el primer tomo de las obras en colaboración de Borges y Bioy Casares. Dicha necesidad me la alimentaron los catálogos de Alianza, pero también aquellas bellísimas y chocantes cubiertas que Daniel Gil hacía para su fondo. Es decir, los prospectos publicitarios de las editoriales habían provocado en mí su efecto deseado: que no renunciara a tener aquel lujo del pensamiento, de la creación, de la literatura, en fin.
Cuando Ariel o Península me contestaban, me sentía importante, un corresponsal animoso de provincias al que los grandes ejecutivos de Barcelona consideraban todo un señor. Yo, por supuesto, no confesaba nunca mi edad y daba a entender que era un hombre de mundo, resuelto y con mucha determinación. Es más: pensaba que algún día también yo publicaría libros. Qué sueño… Pero sobre todo, entonces, lo que me más me atraía era establecer una relación de iguales entre los editores y yo. Era tan inocente que cuando un ejecutivo me contestaba mi soberbia intelectual me hacía creer que yo formaba parte de ese mundo literario o bibliográfico que añoraba. Quería pensarme manso y temerario a la vez, dispuesto a decir, a decir profusamente ante mis interlocutores (en este caso, los editores), ensoberbecido por las palabras y por las imágenes con las que quería expresar mi mundo.
Tanto es así que durante un mes, por ejemplo, un importante comercial de la Enciclopedia Británica me estuvo telefoneando a casa para ver si efectivamente compraba ese depósito del saber por el que yo había manifestado tanto interés. Charlábamos durante minutos y minutos sobre aquel repertorio, sobre su calidad. Para que todo fuera creíble yo engolaba la voz y me hacía el mayor, pero sólo para demorar el no, el no puedo, el no puedo adquirir esa joya que usted me propone en cómodos plazos. Ya ven: mis relaciones con los libros fueron en principio y sobre todo con los editores o con sus mediadores: gentes animosas y anhelantes como yo. Sólo después he conocido a escritores, a autores. Sólo después yo mismo he visto cumplir mi sueño: publicar libros. Sin embargo, ahora que lo pienso, mi sueño no es ése.
En realidad, lo que siempre he deseado es seguir siendo lector. Han pasado treinta años, ya digo, tengo una profesión (soy historiador) y, más allá de mis autores favoritos, de mis libros más apreciados, tengo amigos y amigas con los que compartir dudas. Pero a la vez creo que sigo haciendo básicamente lo mismo: leer… Incluso cuando redacto, escribo aquello que me gustaría leer y que no lo he visto en los fondos de las editoriales.
Bien, vale. Sabemos que lees mucho. ¿ Y ? ¿Te sienta bien? ¿Lo metabolizas? Me parece que hay mucho narcisismo en esta exposición.
Por supuesto que hay narcisismo en esta exposicón. ¿Es que acaso usted hace algo –escribe, protesta o suspira– sin buscar algún rendimiento narcisista? Lea a Freud, hombre, y verá cómo el narcisismo en dosis adecuadas no es patología: es nutriente y es estímulo. Por otra parte, el narcisismo de quien se desnuda para mostrar parte de sus vergüenzas, de sus carencias, de sus limitaciones o de sus fantasías adolescentes que quizá perduren… es saludable oxigenación. Ya ve, amigo Pastor, hoy empezamos con Narciso y acabamos con metáforas nutricias y aéreas.
Gracias por lo agradable de tus recuerdos.
¿Narcisismo? ¿Cómo no va a haberlo si el género lo exige? ¿Le pediría el Pastor a una novela negra que no tuviera crímenes y corrupción capitalista? Lector memorializa sus tiempos de incipiente Lector, que a mí me han parecido muy interesantes. Ninguna literatura es para mí más apasionante que la narcisista, aquella en que quien escribe habla de sí mismo, de lo que ha vivido, de lo que piensa, de sus opiniones políticas o de sus polvos reales o imaginarios. Les écritures du moi decimos en francés.
Eso es lo que hace hoy Serna, estupendamente, sinceramente parece (soy un maniático de la sinceridad). De modo que chapeau.
Sobre este asunto recomiendo al posadero –y a todos los huéspedes fijos o como yo ocasionales–, «Ex Libris», de Anne Fadiman: Alba (creo) en castellano, Eumo en catalán. Una pequeña delicia.
En cuanto a mí, dejé de ser cinéfilo tras haberme convertido en crítico de cine, gourmet tras ejercer la crítica gastronómica y Lector después de unos años como crítico o reseñador fijo de libros. Cuando Juan Marsé me dijo un día que no había entendido una crítica mía (en ella decía que su penúltima novela era una cumbre que ni él mismo había vuelto a alcanzar con la última), me dije: «Esto no es para mí.» Lo dejé, espero que forever. Ahora soy un lector moderado (por supuesto con minúscula).
Lector, Lechter, Aníbal devorador no de hombres sino de libros. Serna se desnuda, quizá por ello pueda parecer narcisista su exhibición: A algunos puede parecerles impúdica esa confesión de amor por los libros y la lectura. A mí, no. Yo pasé también mi infancia y adolescencia repartida entre un siniestro internado en Euzkadi y la luminosa Valencia de las vacaciones: Conozco de primera mano esas tardes de soledad en el retiro de Los Viveros, rodeado de ancianos y risas de niños, devorando libros y tomando notas furiosamente. Serna hace una confesión que le equipara a Grass en una distancia abismal de culpa: Levanta una capa de su cebolla cordial para contarnos que un día robó un libro. Yo también, hijo de la pasión no sólo por leer sino por poseer un libro: Cuando era adolescente me quise convencer de que los libros eran un bien mostrenco, patrimonio de la Humanidad, y no había derecho a que quienes podían y debían sorberlos, deglutirlos, metabolizarlos, no pudieran hacerlo solamente por no tener el dinero suficiente para comprarlos. ¿Anarquismo juvenil? ¿El robo es la propiedad? Como sea, envidio la biblioteca que, como un paraíso borgiano, ha ido construyendo hora a hora, día a día Justo Serna, anaquel tras anaquel.
Por leer, yo leo hasta los prospectos manuales, los billetes de autobús o las entradas de cine.
Estimado Miguel, ¿usted sabía que la primera colaboración ‘literaria’ que escribieron Bioy y Borges fue el prospecto publicitario de un yogur? Admirable. Ya antes de ese descubrimiento yo procuraba hacer como usted: leía prospectos, billetes y entradas de cine. Fíjese: mi primera incursión en el mundo del hurto no fue esa que ahí arriba cuento. Mi primer latrocinio fue a los nueve años: de los estantes de un quiosco me llevé –con gran excitación– los dos volúmenes de Heidi, publicados por Bruguera. Hablo del año 1968 o 1969, ya ven. Ese hecho absolutamente banal marcó mi vida… Y, como dice Ivan, al quien agradezco enormente su generoso comentario, la sinceridad de lo que arriba digo la puedo garantizar…, ¿con qué? Con mi palabra. Me inspiro en Pierre Vidal-Naquet. Salvando las distancias, diría lo que él dice en sus Memorias: me gustaría contar mis recuerdos (gracias, Juan Moreno) con el rigor del historiador que verifica las fuentes sometiendo su memoria al veredicto de las pruebas, de su administración y de su crítica. Ya sé que no les puedo aportar los datos que certifican lo anterior, pero les pido que crean en mi palabra: tampoco es tan importante lo que digo.
No me han convencido. Pienso que esta confesión es narcisista en el mal sentido. Es una manera de hacerse perdonar. Pero no por el ridiculo hurto ese, sino por el deseo de Serna de hacerse querer por sus amigos.
¿Es un deseo torpe, espúreo, vergonzoso, que los amigos le quieran a uno? Aunque sólo escribiera por eso, valdría la pena leer a don Justo, señor Pastor. ¿Qué hace usted para que le quieran? ¿Para que le perdonen? Cuénteme, quiero aprender.
No me pillarà, Cafeina. Yo no soy narcisista y no le dirè nada de mí.
Buenas confesiones las de hoy. Gracias Justo por este delicioso fragmento de la vida. Esa conducción eléctrica que produce la lectura y, quizás en ese refugio, en ese aislamiento encuentra la única salida: la de componer un libro. La lectura que acompaña siempre el paso del tiempo porque pregunta con su mirada, ofrece acceder a otros mundos, y experimenta pensar otras ideas. En las reflexiones de Justo veo al ser humano que se embriaga por una literatura en cualquiera de sus formas, y que abre espacios conforme la vida pasa.
Hemos escuchado muchas veces que el leer humaniza y creo que, efectivamente, es así, y al mismo tiempo el lenguaje hermana. Como escribió Paul Celan, víctima del nazismo: “Algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje. Sin embargo, el lenguaje mismo tuvo que abrirse paso a través de su propio desconcierto, salvar los espacios donde quedó mudo de horror, cruzar por las mil tinieblas que mortifican el discurso. En este idioma, el alemán, procuré escribir poesía. Sólo para hablar, orientarme, inquirir, imaginar la realidad.” Celan tenía razón. El ser humano necesita las letras y el arte para impedir su desgaste.
Somos letras, somos palabras y con los años nos convertimos en párrafos y finalmente en historias que adquieren rostro tan sólo por haber sido pensadas, hoy esas ideas han adquirido el rostro de Justo.
Julia, le agradezco ese regalo de Paul Celan. En su paradoja –sobrevivir en una lengua no pervertida por los verdugos– está parte de la clave literaria del siglo XX. De verdad que es una cita muy bien traída.
Está muy bien traída la cita de Julia, y quiero añadir que Celan aumentó aún más la paradoja, pues no sólo sobrevivió a la lengua de sus verdugos, sino que obtuvo en su empleo literario los premios más importantes que podía otorgar la renacida República Federal Alemana, construyendo puentes de entendimiento y belleza donde sólo hubo desolación:
DISPARADO
por el derrotero de esmeralda,
guarida de larvas, guarida de estrellas, te busco
con todas
las quillas,
fondo insondable.
HABLEMOS DE LAS TRADUCCIONES
Mis autores favoritos son esencialmente angloamericanos. Hubo una temporada que me dio por no leer traducciones. Como mi vocabulario no era muy extenso utilicé un método que consistía en comprar el original en inglés e ir a una biblioteca y sacar la traducción en castellano. Cuando leía el libro y no entendía una palabra o expresión buscaba el significado en la traducción. Este método me resultó más rápido que ir buscando las palabras en un diccionario, pero también me permitió descubrir ciertas cosas. Era bastante corriente, incluso con traductores de (supuesto) prestigio, que desaparecieran frases enteras. Esto ocurría especialmente cuando la frase era de difícil traducción o se empleaban argots o localismos. Cuando el autor usaba una expresión o frase con sentido figurado el traductor introducía una frase con sentido figurado en español a su antojo. Yo siempre he sido partidario de que en estos caso se haga una traducción literal y que a continuación en una nota se diga algo como “expresión que en castellano sería equivalente a ……”.
Al final llegue a la conclusión que los traductores son unos falsificadores. Comparando el Moby Dick de Valverde con el original ya no sabes si lees a Melville o Valverde. Si lees los cuentos de Poe de Alianza Editorial ya no sabes si lees a Poe o a Julio Cortazar. Y luego uno se pregunta como puede haber tanta diferencia entre una traducción y otra. Llegué a tener 3 ó 4 traducciones de “La isla del Tesoro” y uno se pregunta si se trata de la traducción del mismo libro. Aun tengo por ahí perdidas unas cuantas traducciones del Ulyses, Valverde incluida, y sólo comparando la primera página ya se te quitan las ganas de leer cualquiera. Conclusión, hay que aprender inglés. Pero, los españoles somos los eternos estudiantes del inglés.
A mí me ha emocionado hoy Justo. No veo el narcisismo por ninguna parte o, en todo caso, un narcisismo bueno, del que es necesario para quererse un poco y querer a los demás. Llevo yo cinco años tratando de recuperar el mío, si es que lo tuve un día y me niego a aceptar que haya podido tirar mi tiempo y mi dinero. Y, si ese supuesto narcisismo es para que lo quieran los amigos, me siento honrada de que lo ejerza aquí por la parte de amiga que me concede, en ese caso.
Y el robo de Heidi me ha trastocado, Justo. Yo, de pequeña, no pude tener libros, libros que fueran míos. Mi padre me decía que podía venderlos, pero nunca comprarlos, pero me autorizaba a leerlos todos en la trastienda de mi librería, sentada en una escalera cochambrosa y sin abrirlos mucho para no estropearlos. Tuve todos los libros a mi alcance, sin ser ninguno mío y en esa librería en que crecí soñando, había una orden para los empleados: Si encontraban a un chico que metía en su abrigo un libro, un solo libro, temblándole las manos y tras mirarlo mucho, había que mirar para otro lado.
Un día, yo sólo tenía cuentos, una amiga de mi madre, me regaló Heidi.
Cambié a mi viejo y suave oso por el libro y dormí junto a él más de un año. La sensación de un libro mío, uno de verdad, sin apenas dibujos, sin colores ha sido una de las más gratas de mi vida.
Gracias, Justo, por considerarnos dignos de su confianza, por querernos y querer que le queramos y por traerme mi infancia, mi Heidi y su olor, esta mañana.
¡Bendito sea tu padre, Ana! El buen librero Mecenas…
Gracias, Ana, por sus generosas palabras. Por ese hurto de Heidi (una banalidad, sí) recibi un severo varapalo. O eso creí yo. Durante mucho tiempo, los castigos a que fui sometido los atribuí a ese latrocinio originario. Nadie hablaba en casa de ello, pero para mí no había duda. En mi moralidad de crimen y castigo, no podía reponerme de ese delito, pensaba. Luego, veintitantos años después, descubrí que esos castigos obedecían a otras causas. O sea: que crecí creyéndome ridículamente un delincuente. Como en los folletines más tirados.
Pastor, que no quiera hablar de usted como le espetan no es que no sea narcisista, si simplemente le interesa que se hable de usted o sus cometarios quizá sí…además, estoy de acuerdo con J. Serna, unas pequeñas dosis de narcisismo no le vienen mal a nadie.
Bueno, en cuanto a los hurtos…yo también delinquí, con 15 años me «regalé» un ejemplar bien bonito de «Los paraísos artificiales» de Baudelaire, aunque al menos fue para un largo disfrute y continuo teniéndolo como uno de los mejores libritos que he leído, o al menos, que más interesantes me han parecido.
Bonito texto, yo también he sentido cierta soledad de lectora incomprendida, como anécdota, recuerdo este verano que salía yo de la biblioteca de la facultad con varios libros y un compañero de clase me dijo: «chica, pero si estamos en julio, para qué tanto libro!», jajaja, sí, triste, triste…
Juguemos pues a ser narcisistas. Los días en que los comentarios son para la lectura, la escritura disfruto mucho más, ya lo dije.
El comentario de Julia me ha parecido precioso. Al final nos convertimos en una historia y cada arruga de nuestro rostro el párrafo que hemos escrito anteriormente.
La sensación de hurtar un libro y llevártelo escondido, y seguir escondiéndolo para que no lo descubran en casa es única. Yo lo cogí de la biblioteca del colegio.
Mi padre me mandaba a la paraeta a cambiarle las novelas. Mi abuelo leía las rayas del hule de la mesa del comedor. Mi hermano leía tebeos y mi hermana disfrutaba y reía con El Quijote.
Yo cogía las novelas que mi hermana me prohibía leer porque le parecía que yo era muy niña. No olvidaré nunca «Vinieron las lluvias» porque ahí descubrí la emoción de un beso entre hombre y mujer. Creo que tenía yo 11 años. Lo leí en la cama, debajo de una sábana, intentando que mi tía no despertara (era fácil controlarla porque roncaba como un león) llevaba el libro al cuarto de baño debajo del vestido.
La afición a la lectura vino para compensar la soledad de la adolescencia, incluso de la niñez, teniendo en cuenta que uno de mis primeros calificativos fue rara. Yo diría ensimismada.
Y si, como dice Justo, alguien me hubiera dicho que yo iba a publicar libros me hubiera desternillado.
¿Y el olor del papel? ¿el olor de los libros viejos, amarillentos?
Ya saben unos pocos de ustedes lo que pienso sobre lo que para mi significa la escritura y sobre todo la lectura.Significan la vida.
Pero yo no voy a ser la vendedora de cerillas ni el niño protagonista de un relato (novela o cuento) de Charles Dickens.En mi infancia tuve la oportunidad de leer cuentos y aunque no supe quien era Perrault o Andersen o los hermanos Grimm, si que conocía sus cuentos.Atrajo mi atención el cuento de un pescador, muy complaciente con su ambiciosa mujer,que le lleva a la ruina, después de probar la paciencia de un barbo encantado,que se harta de tanto capricho.
En mi juventud me adentré en los clásicos rusos. Me gustaba Tolstoi,al que algunos le llamaban Tostón.En «Ana Carenina», Tolstoi hace un vivisección de la sociedad rusa del momento.Traigo a colación a los autores rusos porque sus traducciones han sido tan variadas y tan distantes como variadas y distantes son Francia y Rusia.
¿Para qué seguir aburriéndoles con mis recuerdos y mis añoranzas?. No soy un escritor,ni tan siquiera me he presentado a un certamen literario. Es lo mejor que podía hacer por la literatura.
No soy un Hannibal Lechter.A lo sumo sería el Toledano, aquel que comía poco y dormía menos en su lóbrega casa de la Villa y Corte.Tampoco soy Alonso Quijano.Tengo miendo de que se caliente mi seso,ya un tanto recalentado por la sociedad en el que nos ha tocado vivir.
Por cierto, estoy muy de acuerdo con Inquisitor.
Hay traducciones que dejan mucho que desear. Otras, incluso mejoran el original. Yo he hecho lo mismo que Inquisitor. Cuando estudiaba cogía los libros en inglés y en español y los comparaba. ¡qué cosas decían! llegaban a no parecerse los párrafos.
¿Acaso no nos empuja un escozor narcisista al entrar a esta sección, escribir nuestros comentarios y enviarlos? Nada de malo, al contrario, un encuentro entre lo que podamos considerar lo mejor de nosotros y lo que los demás descubran durante los intercambios. En verdad, profesor Justo Serna, no me animan buscar excrecencias psicológicas en esta hermosísima pieza de hoy. Me ha conmovido tanto, que han aflorado recuerdos adormecidos en lo más distante de mi mente. La iniciación en este noble y muchas veces incomprendido oficio de lector, comienza sí, en esos inocentes años, en esas etapas abismadas en el pasado. Yo también hice incursiones delictivas para adquirir un ejemplar de la revista Billiken, de los cómics y de tantos otras ya desaparecidas formas de ir descubriendo el mundo de Hannibal Lector. Todo esto debo decirlo reconociendo la escuálida cultura literaria de mi país, la absurda negación de los libros como invalorables bienes. Reitero, profesor Serna, para mí, este ha sido uno de los más bellos ejemplos de humildad, de amor por la lectura. Gracias por ello.
¡Hola, Roderick! Cuanto tiempo sin verlo por aquí. Qué alegría.
Gracias, Cafeíana, por esa bendición que me ha llegado al alma.
Y para Justo, sobre todo, y para los que, como él, sintieron salirseles el corazón por la boca, mientras escondían un libro entre sus ropas, una canción preciosa, y el dibuhjo que la ilustra, más bello aún.
http://www.emboscados.com/foro/viewtopic.php?TopicID=640&page=0#5411
Texto de Consuelo Gil Roësset.
Música de José María Franco Bordons. (Lamentablemente, no la podemos apreciar aquí)
Ilustración de Marga Gil Roësset. (Once años anterior a las del Principito).
De «Canciones de niños». Ed. Signo. 1032. Portada de Juan Ramón Jiménez
Si somos asiduos lectores de D. Justo es porque algo no descrito nos une sin previo conocimiento.
A finales de los cuarenta mi abuela me hizo devolver 50 tebeos del Guerrero del Antifaz tras una fenomenal bronca, adquiridos tras un laborioso hurto de su monedero.
Tengo 65 años y devoro con la mirada toda escritura, imagen y objetos. Cuando son muchas las selecciono.
Gracias Anita, es que eres genial, y tu padre un sol de librero:¡De casta le viene al galgo! Y gracias por los dibujos de Marga, extrañamente parecidos a los que después haría Saint-Exupèry —claro que era un poco el estilo de la época. A propósito ¿Fuiste tú la comisaria de aquella exposición fabulosa del Círculo de bellas Artes de Madrid sobre Marga Gil Roësset? ¿La escultora que se suicidó por amor a Juan Ramón Giménez? Tu nombre me suena y creo recordar…
Gracias, Cafeiniíta. Y sí, fui yo la comisaria. :-)
He puesto ese dibujo y la canción porque me parece que refleja muy bien la mala conciencia del niño «ratero», como veo que han sido casi todos ustedes aquí. Yo lo único que robé en mi vida fue una cereza. La cogí y sentí un calor en la cara y el pecho tan, tan grandes, que la volví a colocar en su sitio. Cuando oí esa canción, que escribieron Consuelo Gil y José María Franco para su hijo, que no había nacido y que me lleva 20 años, quedé convencida de que era vidente, que la había escrito para mí porque sabía lo de mi cereza.
¡Uy, qué pecado! Ahora me doy cuenta de que he escrito Juan Ramón Jiménez con «G»… ¡Si levantara la cabeza me fulminaba! Me conmueve la historia de tu cereza, como la de casi todos los que resbalamos nuestra soledad —o narcisismo, que diría alguien— por este blog masticando la pobre, humilde culpa de haber robado algo. ¡Los niños no roban! ¡Estaría bueno! Toman lo que necesitan, sobriamente, con naturalidad, sin pasarse nunca… Como si la edad de oro no fuera una utopía… Y los curas no amenazasen vestidos con sayas negras en la oscuridad de un confesionario.
Estimada Cafeína, no sé haga mala sangre por haber escrito con G el apellido del poeta. Recuerde su particular ortografía. Gracias por la bienvenida respetada Ana; recuperado ya de algunos achaques estoy de vuelta para aprender de todos ustedes. Saludos.
Saludos, querido Roderick, espero que no haya sido nada lo de su dolencia. Animo y quédese con nosotros.
Saludos Don Miguel, Ana, Cafeína, profesor Serna y todos los ilustres participantes de este foro. Gracias por sus palabras.
Hombre, Roderick, Billiken.
A mí me lo mandaba desde Buenos Aires (a Barcelona), junto con Patoruzito, mi tía Carola, a quien no conocí hasta que fui a BsAs, casi a finales del siglo ya (seguía ella siendo peronista, hondo misterio argentino). De modo que entre mis primeras lecturas estuvieron –además del Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar (y Pedrín), Pacho Dinamita o Alf Manz– Tucho, de canillita a campeón (dibujado por cierto por el catalán Carlos Freixas me parece que sobre guiones de Oesterheld) y el Hugo Pratt de los años argentinos. Algo más tarde, el Rico Tipo con las chicas increíbles de Divito (casi sin cintura y con tetas esplendorosas)…
Pero todo eso ya lo he contado en la parte publicada de mis memorias o en la aún inédita. Me da pereza repetirme. Pido excusas a todos por el desahogo, proipiciado por el perverso Serna y sus cómplices en esta fonda amable.
«…el perverso Serna y sus cómplices en esta fonda amable». Qué fórmula más ingeniosa, Ivan. Todo empezó con el narcisismo de que me acusaban y acabamos hablando de la perversidad particular o común. Cerramos el sexto círculo del Inferno…
No hay ni un atisbo de narcisismo en el texto de Justo Serna. Hay, eso sí, un afectivo ajuste de cuentas con el propio pasado y de ejercicio de la memoria que nos acompaña cada día de nuestra vida, si alguien como el Dr. Alzheimer no nos dice que hemos dejado de ejercerla. Me ha parecido un texto excelente, íntimo, personal y, por tanto, muy humano.
Sigo en lo que puedo este blog y otros, leo de todo y a todas las horas en que me es posible. Lo hago desde hace décadas, pero tengo la sensación de que cada vez está más lejos la meta. Acelero mi paso y el objetivo se me distorsiana, se diluye, se convierte en inaccesible. Desde hace tres décadas leo como un adicto los catálogos de libros nuevos (Pórtico, Marcial Pons) y de bibliofilia, que me dejan exhausto al constatar lo que se escribe y publica y que nunca podré leer. En la medida en que he ido avanzando en edad (57 años ahora) ha ido creciendo la información disponible. Este crecimiento exponencial ha convertido (nos ha convertido) a los lectores impenitentes en verdaderos esclavos de su (nuestra) propia pasión. Porque si uno dedica todas las horas posibles a la lectura, deja de vivir; o vive otras vidas no experimentadas a través de la que otros nos cuentan en sus páginas, en sus libros. Renunciar a la propia experiencia vital es dejar escapar el mejor argumento del que uno puede nutrirse para luego contarlo: y eso es lo que hace el profesor Serna; en su texto hace literatura (un blog, ¿es literatura?) de su propia memoria personal, de su propias vivencias, para que otros disfruten leyendo ese fragmento de vida.
La deriva del profesor Serna hacia la introyección no despeja la duda sobre su labor como historiador, algo subyugada a la tarea de blogger que desarrolla desde hace algún tiempo.
En cualquier caso, enhorabuena por esa tarea de atarnos al ordenador para seguir tus reflexiones escritas -dicho sea de paso- en un elegante castellano.
Le agradezco, Germán, sus generosas palabras, y veo, sin duda, que es un lector impenitente…, como esta cofradía que aquí nos reunimos y que formamos esta «fonda amable», en palabras de Ivan. De todos modos, cuando dice que mi «labor como historiador, algo subyugada a la tarea de blogger que desarrolla desde hace algún tiempo», no creo que sea exactamente así: mi trabajo de historiador me lleva a investigar sobre asuntos o temas que no son los que aquí suelen aparecer, y cuando aquí aparecen están destilados: son una pequeñísima parte del esfuerzo a que te obliga escribir una monografía histórica. La última que hemos hecho Anaclet Pons y yo y que está a punto de aparecer nos ha exigido un empeño porfiado de meses y meses reconstruyendo un documento principal y acopiando otros textos con los que dar significado al objeto estudiado. Ya ve, una cosa no quita la otra.
Pues rectifico mi sospecha. Veo que la «droga» de la investigación no ha sido anulada por la tarea diaria del blogger. Me alegro por el autor y por sus lectores.
He de reconocer que siempre he visto algo de excitante en el contacto del historiador con las fuentes. No entiendo hacer Historia (con mayúscula), sin esa argamasa básica, bien trabajada con otros elementos: bases teóricas, cierta dosis de aproximación psicológica, algo de «encaje de bolillos» para integrar las piezas dispersas del asunto y un pizca de «gracia» y elegancia en el estilo para contar/explicar (las dos cosas) el pasado con luz del presente. Esa podría ser una receta para un historiador principiante (y para algunos que no lo son y se quedaron anclados en la Historia de «cartón-piedra»).
Estamos de acuerdo, Germán.