Franco Ferrarotti es, seguramente, el sociólogo italiano más afamado y, además, un cascarrabias célebre. Es autor de numerosas e influyentes obras, textos polémicos con los que no siempre se puede estar de acuerdo, pero a la vez volúmenes que te obligan a reaccionar. Una influencia no sólo se mide por la capacidad que un autor tiene para generar seguidores, admiradores. Esa capacidad se calcula también por las reacciones contrarias que uno puede provocar. Ferrarotti no deja indiferente, hable de la historia del pensamiento sociológico o hable de la vida cotidiana, de esa construcción del sentido con que abordamos la esfera privada o íntima. Por varias y casuales razones he tenido que volver a un pequeño volumen suyo que leí hace unos pocos años, un volumen que es, probablemente, el menos académico de sus libros. ¿Su título? Leer, leerse. La agonía del libro en el cambio de milenio (Península).
Tiene algo de confesión autobiográfica, entre nostálgica y alarmada, pues allí habla de cómo leía cuando joven y cómo sigue leyendo, con qué afán, a diferencia de tantos contemporáneos suyos: “¿Qué leo?”, se pregunta Ferrarotti. “De todo. No leo: devoro. Soy un desagüe. Mordisqueo las palabras, trago las frases antes de leerlas, las intuyo, las adivino. ¿Cómo leo? Leo con el corazón en la garganta. Realizo en la lectura la relación problemática entre lo real y lo imaginario. Leo en estado de vaga embriaguez, suspendido entre el cálculo racional y las sombras alucinatorias. La lectura es mi droga”, admite.
Cuando sea mayor me gustaría parecerme a él, sin duda, y querría que mi mesilla de noche (atiborrada siempre de libros) se asemejara a la suya… Estoy solo, dice, “me velan solamente, en silencio, mis viejos amigos, los libros, acumulados confusamente, mirándome de reojo desde los intersticios entre montón y montón con medio título por completar a tientas. Lo sé con seguridad absoluta. Sé que moriré con un libro en la mano. Será mi extremaunción”, concluye.
Pero, como es propio en la obra de todo sociólogo, el librito tiene también algo de examen del presente, de esos cambios acelerados que este anciano sabio trata de captar con alarma y comprensión. Y en esas páginas se profesa deliberadamente como un crítico apocalíptico de la televisión. No comparto ni mucho menos todo lo que dice de este medio, pero en su escarnio del tubo hay siempre algo que te permite reflexionar.
Hoy quería ofrecer en mi scriptorium un compendio brevísimo de las invectivas que dedica a la televisión. Insisto: no tenemos por qué estar de acuerdo, pero con estas perlas de Ferrarotti quizá podamos hacer un cumplido malhumorado a un medio que en España empezó hace cincuenta años. Y de paso homenajeo a un viejo admirable que tiene justamente la edad de mi padre. Pura arbitrariedad, ya ven. Aún recuerdo, hace cuarenta y dos años, cuando en mi casa apareció el primer televisor, tan voluminoso, tan prometedor. ¿Y ahora?
1. “La televisión vive bajo el signo de una condena cruel: debe seducir a su público. ¿Cómo? Colocándose en el denominador común más bajo, comprensible para todos, y por tanto igualar, achaflanar, es decir, allanar. Al término de este proceso, el público de la televisión ha dejado de ser un agregado humano reactivo; ha sido masificado como una melaza gelatinosa. Eso no significa que haya sido reducido a un nivel ‘troglodita’, como legiones de intelectuales refinados y escandalizados no dejan de denunciar. No es nada necesariamente vulgar o indecoroso. La ‘masificación’ se sitúa en un nivel intermedio que no es demasiado alto ni demasiado bajo, en armonía con la que los directivos de los ‘canales’ consideran una ‘sabiduría convencional’ sólidamente ligada a los valores del buen sentido y de la ‘moral corriente’…”
2. “La televisión es en primer lugar un ojo que documenta, muestra imágenes sobre las que razonar. La imagen es sintética y no tiene nada que ver con el discurso analítico, cartesiano, del papel impreso. Puesto que es sintética, la imagen trabaja sobre la emotividad del espectador, hace prevalecer en él la reacción emotiva sobre el razonamiento deductivo. Es patético esperar conceptos de la televisión. Significa ladrar a la Luna. Más cálida, casi íntima, es la radio, que se limita a evocar con la palabra (sonido más que significado) sistemas de sentido que corresponde luego al espectador reconstruir…”
3. “La televisión borra la historia. Aplasta a sus espectadores contra el presente. Los aplana. No tiene oído para el antecedente. Quema los puentes hacia el pasado. No puede proyectar nada porque promete ya, aquí y ahora, todo posible futuro. Es local y global al mismo tiempo. Está en todas partes y en ningún lugar”.
4. “Estamos en la paradójica situación de ser al mismo tiempo capaces de informarnos de lo que sucede, literalmente, en todo el mundo, y encontrarnos, en nuestra realidad cotidiana existencial, huérfanos, hijos de nadie, a merced de fuerzas que no pueden controlar y que con mucha frecuencia ni siquiera conocen. Estar aplastados en el presente equivale, en definitiva, a quedar anulados como sujetos pensantes”.

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