Los historiadores tienen un problema, admitía Giovanni Levi hablando de su propia profesión: saben el nombre del asesino. O eso creen. La historia es la pesquisa de una serie inenarrable de crímenes, de atrocidades. Hay dramas y hay agentes del drama. Hay delitos que quedan impunes y hay gentes que intervienen y que interfieren: ¿héroes y villanos? Nos empeñamos en ver a los personajes históricos en estos términos. Entre ellos está el asesino, decía Levi. Es una metáfora, claro, pero tiene su cosa…
En general, son los historiadores quienes hablan o escriben sobre los objetos del pasado consultando fuentes o documentos: por ejemplo, papeles viejos, sucios, polvorientos que suelen estar en los archivos. Movidos por una hipótesis que les sirve de punto de partida, suman datos, contrastan versiones, comparan relatos, cotejan informaciones. Como haría un reportero que ha de narrar con orden unos hechos aparentemente caóticos. La vida no es relato, pero cuando nos ponemos a pensarla la concebimos así. Los historiadores reconstruyen vidas, las existencias de estos o de aquellos personajes de otro tiempo, sus respectivas peripecias, los logros de una colectividad, los hechos concatenados, pero también los azares o las fatalidades que los antepasados ignoraban y que los investigadores pueden distinguir por estar al final del proceso. Dicha averiguación produce rendimientos intelectuales evidentes y, por eso, a los historiadores les suponemos una especial clarividencia para mostrar el drama a que se enfrentan los seres humanos: les suponemos aupados a un promontorio alto en el que avizoran mejor que sus antecesores ya que conocerían el final de ese proceso.
¿Es así? Es así y no es así. Lo que diferencia a los investigadores más despiertos y sagaces, lo que les distingue y les encumbra no es su aislamiento o esa suficiencia de quien ya sabe cómo acaba todo, sino su implicación: la conciencia de estar arrojado al mundo y de complicarse con él. No se trata necesariamente de trivializar, sino de ahondar públicamente en el conocimiento de un presente que es histórico y que exige un examen complejo. Algo semejante decía, por ejemplo, José Antonio Zarzalejos en el Congreso sobre Nuevo Periodismo que se celebra en Valencia estos días. Hay que conseguir, decía, que los investigadores no queden recluidos en su cómodo espacio académico: su implicación en los medios obligará a “revisar la formación de los profesionales que trabajan en este tipo de medios”, es decir, la formación de los propios periodistas. Por eso, abogaba “por introducir la colaboración de buenos divulgadores procedentes de todas las ramas académicas, entre los que citó abogados, arquitectos, médicos o historiadores”. Ésta sería una buena idea si, según añadía, admitimos que «el periodismo español está plagado de matones, pistoleros y mentirosos». Más aún: «hay periodistas que, en vez de hacer periodismo, se dedican a exaltar los aspectos más viscerales del debate público». Desde luego no parece que incorporar a académicos o historiadores o escritores sea un idea equivocada, pero ese alistamiento de intelectuales o profesionales no trae necesariamente el saber y la mesura. Precisamente por eso, porque cada vez más parece un alistamiento y porque no es raro que trasladen con ellos el peor de sus vicios: la arrogancia intelectual o la superioridad moral para observar a sus coetáneos o a sus antepasados.
Entre nosotros habría que evitar esa petulancia tan frecuente de los contemporáneos (y de los historiadores) que no es otra que la de creer que tienen la suerte de estar al final del proceso histórico, la de mostrarse jactanciosos por saber qué vino y qué vendrá después sintiéndose capaces de juzgar con severidad los errores de los antecesores, sus confusiones. Ya lo dijo el gran historiador E. P. Thompson al principio de La formación de la clase obrera: no deberíamos tener como único criterio de evaluación histórica el que las acciones de un hombre se justifiquen o no a la luz de lo que ha ocurrido después. Es decir, el buen analista y el buen historiador son aquellos que reconstruyen en contexto y saben que ese hecho, ese dato o esa conducta forman parte de una cadena de significados de laboriosa reconstrucción. ¿Sería muy difícil transmitir esta idea, divulgar este punto de vista? No se trata sólo de que arrojen luz sobre este o aquel suceso, sino de que difundan este modo de tratar las cosas.
En vez de encaramarse a la cumbre contemplando lo que ya saben de antemano, el nombre del asesino, deberían mostrar un pensamiento tentativo. Sobra tanto periodismo declarativo como hoy se hace, decía Zarzalejos. Así es: pero creo que sobra más el intelectualismo asertivo y apodíctico que se ha impuesto en la prensa. Algunos de los agitadores más extremados de los medios de comunicación no son periodistas de profesión, sino intelectuales de oficio, gentes que procediendo de la academia, de las ideas, y creyéndose generosos y desprendidos con sus alardes de eruditos, propalan pensamientos de una inteligencia petulante. Ése es el caso, por ejemplo, de Federico Jiménez Losantos. De él precisamente les hablaré el próximo día, de su último libro: allí se retrata. Sabe quiénes son los malos y cuál es el nombre del asesino.
—————————–
Artículo de JS en Levante: Defensa del historiador
———————————
Ilustración: Monigote…

Deja un comentario