Cataluña tiene fama de ser un país serio, un país en el que sus gentes suelen adoptar poses circunspectas, graves, las propias de personas atrafegades, apremiadas por obligaciones impostergables y por el trabajo. Es un tópico sempiterno que a los propios nativos les gusta cultivar. Tal vez porque tradicionalmente les ha dado un aire de modernidad en la España de la siesta y la indolencia, de los toros y el primitivismo, una imagen también estereotipada. Se dice que cuando Eduardo Mendoza y Javier Marías fueron invitados a Apostrophes, el programa televisivo que dirigía Bernard Pivot, tuvieron la ocurrencia de acudir al plató con aspecto de españoles decimonónicos: con patillas de hacha y con una faca, arma dispuesta para ser ensartada en la mesa del estudio. ¿Con qué fin? Con el propósito de reforzar la España del tópico y para confundir a nuestros vecinos con imágenes redundantes y previsibles sobre nuestra violencia salvaje. Finalmente se comportaron: evitaron la sobreactuación histriónica presentándose como un catalán y como un madrileño sensatos y modernos.
Si tomamos a Eduardo Mendoza como hilo conductor, su literatura exagerada, podemos entender muchas cosas de la Cataluña real y actual. Es curioso: en ocasiones, los disparates literarios más elaborados sirven para retratar fielmente el mundo material que escapa a las fantasías más extremadas. Acabo de leer un espléndido volumen –que a todos recomiendo–, un libro titulado Mundo Mendoza (Seix Barral, 2006). Su autor es Llàtzer Moix, redactor jefe de Cultura en La Vanguardia. Estén atentos: cuando vean en los expositores de novedades un volumen de Moix, no se lo pierdan. Les aseguro una exquisita elaboración, una prosa ajustada, precisa, un cariño por su objeto. Trate de lo que trate, Moix siempre confirma lo que es, un buen periodista cultural que sabe de qué modo hay que tratar las cosas sin impostarlas: con cariño, con algo de guasa y con erudición contenida. Hace unos años leí su Wilt soy yo. Conversaciones con Tom Sharpe (Anagrama, 2002). No era fácil convencerme: yo había sido un lector fiel de Sharpe y me había distanciado de su últimos logros, algo decaídos. Pues bien, Moix consiguió persuadirme reanimando al autor de Wilt, vitaminizándolo con preguntas inteligentes, con acotaciones exactas, expresadas con todo respeto. Me gustó tanto…, que le escribí a Moix para agradecerle los buenos momentos pasados con su libro.
Ahora, leyendo Mundo Mendoza, vuelvo a disfrutar porque la Cataluña de Mendoza que compendia Moix parece más real que la que nos transmiten los medios. O quizá, el añejo Principado que ahora ha luchado electoralmente es un mundo plural, menos homogéneo y menos envarado de lo que los candidatos nos presentan. Las novelas de Mendoza no aspiran a ser un calco o reflejo de la Cataluña histórica: se escriben con el propósito evidente de escarnecer unos vicios en un contexto concreto que es, básicamente, la Barcelona natal del autor. Sobre esa meta moral, estas ficciones exageran, por ejemplo, el lado cínico de los poderosos, el lado pendenciero y menesteroso de las clases populares. Pero sobre todo estas novelas suelen mostrar de manera caricaturesca el lado gamberro y descacharrante que hay en aquel país. En sus páginas siempre hay locos que con torpeza o ingenio saben sobrevivir en un país aparentemente circunspecto, grave, severísimo. Son individuos que de sus vidas han hecho existencias desastrosas, justo por no saber acomodarse a la norma común, a ese estadio general de una civilización hipócrita.
Entre los personajes más obvios de esta calaña está, claro, el orate que protagoniza El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras. Ya lo saben: es un tipo que habiendo estado recluido en un frenopático bajo la tutela del Dr. Sugrañes sale para resolver casos aparentemente ilógicos que la policía no consigue solucionar aplicando la racionalidad y el buen sentido. De todos modos, aunque el individuo tenga mucho de personaje infausto, lo cierto es que tiene un olfato especial para sus pesquisas, una intuición particular para revelar las contradicciones o sevicias de los poderosos. Es, desde luego, una construcción folletinesca, desternillante, exageradamente bufa, como de tebeo (según el propio Mendoza admite): son, en efecto, ficciones en las que los propios personajes se saben actuando, como si creyeran estar en una comedia burguesa o picaresca, con un público cercano. En las novelas serias y en los divertimentos del autor aparecen tipos de estas características, uno de los cuales es, por ejemplo, el llamado “Alcalde de Barcelona” (de La aventura del tocador de señoras). Habla y habla sin parar, sin mucho juicio, con unos sermones tontorrones de no te menees. No es la primera vez que un político local es objeto de chanza en Mendoza. Llàtzer Moix nos recuerda, por ejemplo, a aquel otro alcalde, en este caso de La ciudad de los prodigios, a quien lo único que le gustaba era “gastar sin freno y hacer el bandarra”.
Ese sentido tunante, perturbado y deslenguado de la pillería está en Mendoza, pero está también en la Cataluña política, la que dejan ver los candidatos que han concurrido ahora en una campaña sañuda. A pesar de ir bien trajeados y limpios, los elegibles hacen y dicen cosas muy raras, tan raras que si las pusiera el novelista en uno de sus folletines pensaríamos que es un esperpento fantasioso: un candidato como Artur Mas, que acude al notario cual burgués industrioso dispuesto a firmar pactos o convenios inverificables salvando su origen menestral; un aspirante como el socialista, que consiente promocionarse con la melodía de Nocilla, qué merendilla; un postulante como Josep Piqué, que lucha contra sus rivales electorales a la vez que debe hacer frente a su principal enemigo, un Vidal-Quadras incendiario que no acepta el tono amable de su correligionario; un Carod-Rovira empequeñecido, al que vemos a punto de ser descabalgado por alguno de sus conmilitones acanallados, deseoso de desalojar al filólogo-político; un Joan Saura que no parece de la izquierda obrera y verde, sino un representante de la gauche divine ataviada con polos de marca; y, en fin, un Albert Rivera, que se presenta con un desnudo metafórico, glosado una y otra vez por Arcadi Espada, su mentor.
¿Los políticos? También los payasos de la Cataluña real se asemejan cada vez más a lo descrito por Mendoza. Piensen, por ejemplo, en algunos de los grandes clowns del Principado, justamente individuos que se saben actuando (como los locos de Mendoza) y que con sarcasmo exagerado representan o dicen cosas tremendas. Entre otros, ésos son los casos de Albert Boadella y Toni Albà. Ambos se saben poseedores de ideas firmes, probablemente impermeables, y ridiculizan a algunos de los miembros de la clase política que arriba describíamos: largan con entusiasmo de ideólogos y encarnan papeles de payaso. Cuando se visten de tales y están en un escenario, los soporto e incluso me gustan: por ejemplo, los montajes de Boadella sobre Ubú o los escarnios de Albà sobre el Rey. Cuando, por el contrario, les escuchamos sus opiniones con gran facundia, me desagradan. Qué quieren, para conducirme en la vida prefiero la caballerosidad victoriana de Mendoza a los calcos degradados de sus orates. Es más, al final, cuando Boadella y Albà dicen esas cosas tremendas más que a los pícaros me recuerdan a los políticos chiflados del novelista. En fin…
Hecho el cómputo de los sufragios, todos los candidatos dicen estar muy contentos, todos… empeñados en alejarse de la realidad haciendo suyos unos discursos desorientados. Sólo ha votado la mitad del electorado catalán, asunto del que nadie quiere hablar. Es de chiste. Insisto: si estas cosas las pusiera el novelista en uno de sus folletines pensaríamos que es un esperpento fantasioso. La figura política que ridiculiza Mendoza es siempre “un prototipo de político al uso”, leo en el libro de Llàtzer Moix: “con un discurso descarrilado, que ha perdido contacto con la realidad; es una persona a la que, a fuerza de asistir a actos públicos, se le va la olla. Exagero un poquito”, admite Mendoza, “pero algo de eso hay…” Oyendo a los políticos en la noche del recuento tuve la sensación de que la mayoría de ellos habían sido suplantados por aquel prototipo de Mendoza. Esperemos que recobren la sensatez en algún momento haciendo justiprecio de unos resultados que dejan a todos muy disminuidos. Mientras tanto, seguiré leyendo a Eduardo Mendoza.

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