3, 4 y 5 de noviembre de 2006.
Todos recordamos a aquel personaje de Kafka llamado Gregorio Samsa. Las circunstancias que le rodeaban eran tan angustiosas que su vivencia era la de un monstruoso insecto. Más aún, se había convertido en un monstruoso insecto. Era un viajante cuyo padre tenía contraída una onerosa deuda que el hijo debía satisfacer y sólo por eso no podía faltar a sus obligaciones, respondiendo cada día a las responsabilidades de un empleo que le desagradaba y mortificaba. Pero su verdadera penitencia empezará cuando esa condición de insecto sea insuperable, una metáfora de su vida aperreada pero también una desgracia estricta: la de ser literalmente un bicho espantoso al que no reconoce ni entiende su propia familia. ¿Tenía algún modo de huir, de fantasear? El insecto de Kafka, no, desde luego.
Pero otro viajante literario sí que conseguirá edificar una quimera alternativa y equívocamente reparadora. En la novela Juegos de la edad tardía, los dos personajes que la protagonizan –un viajante y un compañero de empleo, llamado también Gregorio– crearán una ficción existencial: dejar de ser el comercial triste que Gregorio era para idearse otra vida más llevadera y egregia. El tocayo de Samsa creerá ser un presunto escritor, uno de esos intelectuales que dictan conferencias y peroran aquí y allá en tertulias interminables. Gregorio ya no será un viajante sedentario (que es lo que era en el fondo), sino un poeta viajero. Etcétera, etcétera. La fantasía reparadora y peligrosa que confunde lo real con lo imaginado a veces produce monstruos, sí. Pero hay otras patologías no menos dañinas, que son las de quienes por no tener que bregar exactamente con lo real pueden instalarse en la ficción.
Me refiero a cierto tipo de políticos e intelectuales. Por la naturaleza de sus profesiones y por la materia con la que tratan corren el riesgo fantasear alegre o tristemente, dramática o gozosamente. Pueden ausentarse del mundo ordinario y elevarse hasta un estadio superior, sin contacto con la penuria concreta o con la materialidad de las cosas, con esa vida aperreada de viajante. Los representantes de la nación pueden apiñarse como una clase política (según la expresión sociológica de Gaetano Mosca) y los amos del espíritu pueden convertirse en intelectuales sin ataduras (que decía Karl Mannheim). No se trata de que no tengan conflictos, sino de que esas disputas o esos litigios no son los que se dan en el mundo áspero del trabajo ordinario. Por el contrario, un viajante –que parece estar siempre fuera, distanciado de la casa y de lo cotidiano– se las tiene que ver con una realidad generalmente desapacible de la que no puede escapar.
Pierre Bourdieu fue un sociólogo que se empeño en acercarse a lo real. Con errores y porfías inexplicables, con una prosa desabrida, Bourdieu supo, sin embargo, diagnosticar alguno de los males que aquejan a esos sabios sin ataduras. Por ejemplo, el del idealismo de tantos intelectuales de izquierda que creyeron acercarse a lo real forzando su radicalismo ideológico: “Los efectos del aislamiento, acentuados por los de la elección escolar y de la cohabitación prolongada de un grupo socialmente muy homogéneo, sólo pueden, en efecto, propiciar un distanciamiento social y mental en relación con el mundo que nunca es tan manifiesto, paradójicamente, como en los intentos, a menudo patéticos, por alcanzar el mundo real, en particular mediante los compromisos políticos (estalinismo, maoísmo, etcétera) que por su utopismo irresponsable y su radicalidad irrealista manifiesta que siguen constituyendo una forma paradójica de negar las realidades del mundo social”.
Pero este mal no se da tan sólo entre los intelectuales de izquierda. También entre los liberales de última hora encontramos idealismos fantasiosos: los de quienes creen posible enderezar el fuste torcido de la humanidad a base de recetas esquemáticas y remedios milagrosos. Es el caso, por ejemplo, de un intelectual sobrevenido, José María Aznar, que desde el poder o desde su retiro en Faes, difunde soluciones drásticas e idelogismos militantes. Días atrás arremetía contra lo que, según él, es el gran mal de Europa: el multiculturalismo. Desde luego, una cosa es el pluralismo cultural –el reconocimiento de que nuestros marcos cognitivos y sociales son distintos—y otra bien distinta es el multiculturalismo.
El pluralismo obliga a la tolerancia, pero exige la integración, fuerza a todos para hallar un denominador común de convivencia. En cambio, el multiculturalismo reconoce una diferencia irrevocable entre cada uno de los grupos étnicos o religiosos y, por tanto, parece certificar la política de gueto. Cada uno viviría instalado en su nicho cultural permaneciendo impermeable a los contagios de los extraños o distantes. Es probable que el del multiculturalismo sea ya un problema de la Europa de hoy, pero es menos probable que las recetas que procedan de José María Aznar sean su solución. Sorprende su pertinacia en el error (de Irak, por ejemplo) y admira su decidida vocación de intelectual militante, justo cuando los extremismos retóricos de la izquierda ya están muy debilitados. Maravilla su empeño en alejarse de lo real.
Ayer, refiriéndonos a la Cataluña de Eduardo Mendoza, hablábamos de las ficciones a que se entregan tantos políticos del Principado. Las primeras: no reconocer la peligrosa abstención que les eleva a un espacio de política virtual, distante de los problemas cotidianos de los viajantes y de los negociantes catalanes, de los trabajadores y de los comerciales. Hoy, me fijo en Aznar: su intelectualismo en Faes, sus conferencias ideológicas y su conversión en editor con una marca que imprime libros bajo el sello de Gota a Gota (justamente), lo convierten en una figura pintoresca empeñada en alcanzar un mundo que no roza a pesar de sus periplos de viajante. En fin, como los intelectuales imaginativos e irresponsables de Bourdieu.
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Coda, 4 de noviembre de 2006
¿Multiculturalismo o comunitarismo?
Aznar se opone al multiculturalismo por juzgarlo una convivencia en guetos separados, con las diferencias étnicas o religiosas insalvables. Si eso es el muticulturalismo, es normal que el ex presidente se oponga. También yo me opondría: desde mi incoercible individualismo, la simple amenaza del colectivismo irrevocable me ahoga. Frente al multiculturalismo cabría defender el pluralismo cultural: al modo, por cierto, en que lo defendiera ese gran liberal que fue Isaiah Berlin. El pluralismo admite dicho reconocimiento de la diferencia pero con el propósito de la integración. En su empeñosa crítica de la supuesta dejadez europea, Aznar, sin embargo, tiene una contradicción ideológica insalvable: por un lado repudia el multiculturalismo por lo que tiene de colectivismo que encierra; pero por otro lado exalta y reclama valores morales de inspiración comunitaria. El comunitarismo –en su versión mediática, al menos (otro día hablaremos de Charles Taylor)– es también el reconocimiento de nuestra diferencia que nos constituye como una comunidad (llámese la Iglesia, la Nación), un agregado humano concebido a partir de vínculos primarios. Frente al liberalismo clásico, que postula la sociedad entendida como asociación, los conservadores reclaman la irrigación de esos lazos primarios con valores axiológicos. Por eso, la discusión político-filosófica más significativa de la última década en los Estados Unidos ha sido la que enfrentaba a los comunitaristas con los liberales (entendidos en su sentido radical): los primeros se conciben unidos bajo alguna forma de colectivismo moral; los segundos se piensan a partir del individuo. Los primeros esperan enderezar el rumbo torcido de la humanidad encerrando en un espacio comunitario a los individuos; los segundos exaltan los valores de la libertad individual. El catolicismo en España (al modo de Rouco o Cañizares) es la base de esa argamasa comunitarista con la que una parte de la derecha local quiere soldarnos. Por eso, la crítica del multiculturalismo que realiza Aznar es tan poco coherente con su comunitarismo conservador y católico.
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Una vez escrito esto, veo que en el suplemento Babelia abordan cuestiones parejas:
http://www.elpais.es/suple/babelia/index.html?d_date=20061104
Y Fernando Savater acierta en parte y, en parte, se desconcierta, con el aturdimiento que lo nuevo e insólito provoca.
En efecto, hoy, en ‘El País’, Fernando Savater acierta y se desconcierta. Los intelectuales ven con estupor y escándalo la democratización de la opinión (muchas veces errónea, alocada y sin firma): «No, el vaivén de las Ideas no cesa ni se amortigua», dice Savater. «Al contrario, la web y sus blogs innumerables lo han acelerado hasta lo vertiginoso. Como cualquiera puede colgar sus criterios o dicterios en la red, hay una generación que supone que todos valen por igual. La necesidad de argumentar las opiniones es vista como una especie de culpable elitismo: tengo tanto derecho como cualquiera a decir lo que pienso… pero nadie puede exigirme que lo fundamente, eso queda para los empollones o los que quieren comernos el coco. Cada día pueden nacer cien fórmulas distintas para designar una broma sociológica o un capricho estético, interesantes sólo momentáneamente por razones comerciales en el gran Mercado electrónico. Y apenas es imaginable guardar un instante para escuchar a Marco Aurelio, que nunca tuvo mail, cuando dice: ‘Quien ha visto desde el alba a la noche un día del hombre, los ha visto todos’. » ¿Y qué hacemos? ¿Apagamos el ordenador, cerramos la Red?
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Artículo de JS en Levante-EMV sobre Pierre Bourdieu.
Artículo de JS en Levante-EMV sobre José María Aznar.

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