He leído AntiMoa, de Alberto Reig Tapia. Aunque coincido con la crítica que hace a Pío Moa y a otros revisionistas de la historia, no comparto sus usos lingüísticos, su expresión y buena parte de sus metáforas. Vitupera, pero los denuestos que les reparte no son una prueba para la convicción. He de admitir que es un libro necesario, necesario por su objeto, pues desmonta pieza a pieza lo que son textos históricos mixtificadores o incluso panfletarios que tanto le y nos irritan. Por eso, al volumen le sobra la retórica que vilipendia: el énfasis retador. Tomar el pasado para hacer de él lo que a uno buenamente le conviene, tratando de sacar provecho político (porque de eso básicamente se trata), es una empresa académicamente reprochable: entraña manipulación, uso selectivo e interesado de las fuentes y de la bibliografía, y conversión de los objetos históricos en espejo del presente. Pues bien, Reig Tapia nos hace ver cómo manipulan Pío Moa, Federico Jiménez Losantos, César Vidal, entre otros, la distancia que les separa de la investigación pausada y exhaustiva que se propone todo historiador riguroso, los años de esfuerzo archivístico a que se obliga. Ahora bien, tiene una concepción virginal de la historia, cosa que le permite entender a los revisionistas como violadores. Es cierto que éstos saquean, pero los malos usos que en ellos podemos denunciar también podrían reprocharse a los historiadores poco rigurosos…
Un objeto histórico no se aclara o ilumina en un santiamén, sino que exige, en primer lugar, una lectura previa de la bibliografía en curso para elaborar un estado de la cuestión. Es decir, el historiador que determina investigar este o aquel tema no se aventura a tontas o a locas, a ciegas, sino que lo hace habiendo leído, consultado, examinado las obras de quienes le precedieron y que, antes que él, dedicaron años y años de pesquisa y reflexión. Desde este punto de vista, la historia es una tarea modesta, un ejercicio de paciencia. La lectura de bibliografías en ocasiones oceánicas, inacabables, obligan al neófito a ser humilde, a no creerse más original de lo que razonablemente puede ser. Otros antes que él llegara se le adelantaron y consumieron tiempo en dicho objeto.
Pero ese objeto no se impone por si solo, con un determinismo que lo haría obvio. El historiador necesita una hipótesis, una explicación primitiva y provisional que ha de contrastar con lo dicho por otros y con lo que va a descubrir en los archivos. Una hipótesis es, en otros términos, una conjetura, pero no una formulación ocurrente, sino un significado razonablemente elaborado a partir de los conocimientos adquiridos. No deberíamos confiar demasiado en quien se entrega con ardor de neófito a la hipótesis imprevista o, si se quiere, a la conjetura impensada: hay bastantes posibilidades de que esa fórmula no sea más que una bobada. Como decía Umberto Eco en Semiotica e filosofia del linguaggio, una buena conjetura ha de empezar siempre por lo razonable, por lo sensato, por lo habitual, por lo acostumbrado, por lo que otros han documentado con éxito. Sólo se descartarán esas hipótesis cuando no funcionen visiblemente: es entonces cuando nos aventuraremos con explicaciones más audaces.
Pero, además de bibliografía e hipótesis, la investigación histórica se desarrolla con un rastreo documental exhaustivo. Eso significa que el historiador debe visitar archivos, muchos archivos, guiado por su intuición y por los indicios que le llevan, armando las piezas de un inmenso puzzle. Pero quizá esa imagen sea inadecuada: en un rompecabezas, los cachitos han de encajar y sus perfiles se acoplan si el jugador tiene pericia y paciencia. En la consulta documental, el historiador no es propiamente un jugador ni tampoco arma puzzles. En realidad, acopia testimonios numerosos (si es que los hay y han sobrevivido personal o materialmente) que suelen ser contradictorios y que le permiten hacerse una idea también contradictoria del objeto histórico. Son numerosas las versiones del pasado, de este o de aquel hecho del pasado, y por tanto el investigador trata de extraer de ellas la explicación y la interpretación que juzga más próximas a la verdad. El historiador sabe que la versión que componga se apoyará en distintos puntos de vista y será una composición más cierta que los testimonios sesgados que ha reunido. Con esa información abultada e incongruente es con lo que se construye la historia y dicho rastreo exige tiempo, mucho tiempo de dedicación. No podemos seleccionar unos pocos documentos que nos confirmen para testimoniar sesgadamente. Lo que debemos hacer es consumir energías, tiempo e inteligencia en una pesquisa laboriosa, una pesquisa en la que nos manchamos las manos y nos quemamos las pestañas con el polvo de los archivos, de esos papeles que amarillean. Abreviar los tiempos de consulta y acumular rápidamente dan como resultado un soporte documental insuficiente y engañoso, pues la administración de la prueba será errónea o parcial.
Pero los historiadores escriben. Es decir, los investigadores han de suministrar esa información reunida o esa hipótesis confirmada o corregida o desechada en un texto que tiene orden. En la obra histórica se administran los datos (el momento o el lugar de su presentación) de acuerdo con las necesidades de exposición. No escribimos (o, al menos, no deberíamos escribir) sin tener un esquema, un índice de asuntos y de problemas, pero tampoco deberíamos redactar sin ser conscientes de qué retórica expresiva es la que vamos a emplear. La escritura histórica no es natural, por supuesto. Es una operación intelectual que requiere de mucho artificio (que no ficción), artificio que supone comunicar, transmitir información, pero también provocar un efecto, persuadir, atraer al lector. Narrar, en suma. Éste es un logro que, lamentablemente, no siempre está al alcance de todos los historiadores, pues el hábito profesional ha hecho que muchos investigadores conciban sus libros para sus pares o iguales, pereza expresiva que daña el interés general de sus obras. No significa que no estén bien informadas; no significa que no estén bien fundamentadas. Lo que quiere decir es que hay muchos historiadores que no adoptan el mismo rigor cuando se expresan que cuando se documentan. Pero dicho rigor no se resuelve teniendo una bella prosa, con alardes verbales, con barroquismos o lirismos, sino haciendo de la escritura un ensayo de expresión: no hay forma, por un lado, y fondo, por otro. De lo que se trata es de expresarnos con el mayor rigor posible sabiendo que no nos dirigimos sólo a los historiadores (que son los que validan la seriedad del producto), sino también a otros destinatarios que no comparten nuestra jerga profesional o nuestros supuestos. Eso nos obliga al mayor esmero verbal, narrativo e informativo, sabedores de los distintos públicos a los que deberíamos llegar.
Sin embargo, cumplidas esas etapas con eficacia y rigor, eso no significa que hallamos resuelto nuestro problema de comunicación, pues en la sociedad de la información, los medios, la publicidad, los diferentes reclamos se reparten de manera desigual. Pues bien, los historiadores han descuidado su inserción en este ámbito, creyendo en el mejor de los casos que la comunicación de masas la resolvemos con divulgación, con buena divulgación. Sin rechazar esta tarea, no creo que la meta se agote en ello. Comunicar bien es lograr atraer la atención de un público variable, voluble, que normalmente se deja guiar por las solicitaciones del presente. El historiador no puede dejar de conectar lo que trata, lo que aborda, con el tiempo histórico en el que vive. Si exhuma el pasado como si éste tuviera valor en sí mismo, el lector menos informado probablemente se desinteresará, creyendo que esas piezas desenterradas nada tienen que ver con él. Pero lo que el historiador no puede ignorar es el estado general de la comunicación que hoy hay. En España, los llamados revisionistas han redescubierto el valor de la agitación y la propaganda y han advertido que el valor de sus ideas sólo podrá certificarse con la eficacia de la comunicación. Acierta Reig Tapia cuando examina a Jiménez Losantos como principal artífice de esta operación: dotarse de unos medios para emprender una auténtica “guerrilla semiológica” ha sido su logro decisivo. Mientras los revisionistas ocupan el ciberespacio, los historiadores serios, profesionales y dengosos suelen manifestar sus reparos a la Red, dejando que otros vendedores ocupen el mercado de la historia.
“La historiografía tendrá siempre por delante una tarea sin fin, una fascinante labor: impedir la manipulación de la verdad histórica por sus tergiversadores profesionales al servicio de determinadas ideologías e intereses. A veces la Historia es secuestrada del templo de la inteligencia por simples mercaderes y, en tal caso, no hay más camino que arrebatársela de nuevo a los traficantes que explotan en su propio beneficio para devolverla, si somos capaces de ello, aún más limpia y transparente al noble santuario en el que habita”, dice Alberto Reig Tapia. No me gusta esa metáfora. La historia no es algo virginal que esté alojado en un santuario, algo que se corrompa por el trato que de ella hacen unos mercaderes.
La historia es un campo de batalla…, y la comunicación, su principal recurso.
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Polémica de JS con Pío Moa
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