De nuestro corresponsal Lorencito Quesada
Un caudillo es un hombre que se sabe providencial, con alguna cualidad irrepetible, con un aura particular que lo distingue. Suele llevar barba o bigote poblado y esos pelos viriles le dan un porte verdaderamente masculino. Es un varón macho, muy macho, bien dotado, con atributos de los que hacer ostentación: con coraje, con un valor incluso temerario que no se le arruga en circunstancia adversa, quizá temporal. Es un guerrero con uniforme de campaña o de gala, con charreteras y medallas: un combatiente, alguien preparado para la declamación castrense y la lucha, para una contienda inevitable en la que siempre están en juego los valores más apreciados a los que no podrá renunciar. Le va la vida en ello. Es un individuo humilde y verbal, gran amante de la oratoria: alguien que tiene a bien exhibir su condición modesta, popular y plebeya, alguien que dice inspirarse en una comunidad a la que le unen vasos comunicantes, lazos firmes y primarios. Es el hombre de la nación en armas.
Hay circunstancias en que el país atraviesa momentos gravísimos que no todos quieren admitir, situaciones de decadencia o de amenaza, de corrupción, situaciones de las que se benefician los enemigos externos, siempre dispuestos a hostigar y a rapiñar lo ajeno. Acechan y vislumbran la debilidad. Hay instantes, en efecto, en que la nación se hunde ante la ceguera del común y la insidia y la traición de los antipatriotas, vendidos a los extranjeros. Es entonces, justo entonces, cuando un puñado de soldados o de combatientes que forman el último pelotón de guerreros corajudos salvarán la patria y la civilización. Guiados por ese hombre providencial, dichos campeones sabrán qué hacer, cuáles son sus objetivos y quién es el enemigo a derrotar. La guerra en la que participaron o en la que ahora anhelan estar no ha concluido, pues la política en la que luchan es el frente de batalla en la que habrán de librar choques cruentos coronados con victorias memorables.
Pero para ello hay que organizarse como vanguardia militar, un comando selecto de bravos soldados entre quienes se alza aquel varón irrepetible y duro, carismático y obsequioso. Como ocurre en la guerra, el general da las órdenes y la tropa cumple: no hay discusión ni hay revocación, sólo obediencia y ejecución. El combate llama a combate y nuevos seguidores se suman al ejército de los veteranos que empezó y proclamó la movilización: se alistan, son encuadrados y, como los pioneros, hacen de la violencia quirúrgica y sanadora su instrumento de convicción. Al enemigo se le derriba y se le elimina en un frente que es ya toda la ciudad. Aquellos primeros combatientes no se doblegan ante los tempranos fracasos y, sabedores del declive imparable de su patria, se levantan una vez y otra más, exaltando a quien les tutela y guía con mano firme y penetración. Cuando libra esa batalla, el caudillo, que es instinto y voluntad, no puede pactar ni rendirse, pues la nación injuriada es la deshonra que ha de vengar.
El caudillo logra los primeros triunfos y gana la guerra postrera: pero es ya al principio cuando despliega toda su ferocidad, pues nadie se le podrá oponer. Le organizan desfiles y marchas, exaltaciones y demostraciones, y allí, sobre el catafalco prueba una vez más las dotes oratorias que le dieron fama y que le auparon hasta el final. Hay una exhibición, una escenografía, gestos, dramas que el caudillo representa para ilustración de esa patria que, ahora sí, ve el aura que lo nimba. Él es el jefe de ese puñado de soldados que, a la postre, ha salvado la civilización… Mientras tanto, lo que empezó como un regato de sangre ha acabado inundando el frente y el mar, de un rojo salvador. Lamentablemente y poco a poco, el caudillo declina y la rutina con que lo ensalzan también. Los tiempos cambian y sus súbditos innumerables envejecen buscando seguridad con egoísmo culpable y material: aquellos que lo alzaron ya no ven justificación y sólo la esperanza de su retirada o dulce muerte o prologada agonía es la solución final. “Es entonces, sólo entonces, cuando la civilización, la auténtica civilización, vuelve a empezar”, dicen los iracundos, los envidiosos, los resentidos… Ya viene, ya regresa un nuevo conductor que a todos nos salvará.


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