Hoy, todo el mundo tiene algo que declarar: todos tenemos un pronunciamiento o un juicio o una valoración o una reflexión que hacer. Escúchenme, léanme, mírenme. Creemos tener algo que decir y, además, creemos que eso que hay que confesar hemos de hacerlo con gran énfasis, con resolución y seguridad. No es mala cosa, no. Es preferible que la gente se exprese, aunque sea pomposa e inútilmente; es deseable que las personas se manifiesten (aunque sea retóricamente), a que reserven su dictamen por reparo o por timidez o por censura. Algunos, por ejemplo, agigantamos este hecho: colaboramos periódicamente en la prensa e incluso duplicamos el número de las opiniones vertidas abriendo blogs como éste en el que escribimos con frecuencia (antes, todos los días laborables; ahora…, cuando puedo). ¿Deplorable esta multiplicación?
La verdad, es una suerte vivir en una época en la que los medios democratizan el acceso de los potenciales usuarios. Es una gran fortuna poder disponer de recursos públicos para expresar una opinión y, por tanto, para hacer valer nuestra voz. Decía Albert O. Hirschman que cuando el ciudadano o el empleado o el usuario se sienten a disgusto con su circunstancia o con un servicio que la empresa o el Estado le dan tienen dos opciones: la salida o la voz. La salida es la escapatoria; la voz es la protesta. Manifestarnos en la calle es una forma de protesta que no sustituye a la política, pero es una manera de politizar la voz, un modo de hacer ostensible, un medio de representar la palabra en escenas. En democracia, el Parlamento es una de las instituciones de la voz, de la voz, en el sentido de Hirschman. Se pronuncian palabras de critica y se representan intereses que se expresan con discursos. Pero los medios de comunicación también son el lugar de la protesta, aquel espacio en el que verter la voz, en el que emitir opiniones para defender casos o para justificar posiciones. Su gran número se lo pone difícil a quien quiera hacer un acopio de dichas opiniones, a quien quiera averiguar cuáles son los intereses en litigio. Un engorro, vaya. En los viejos buenos tiempos, cuando el analfabetismo era lo acostumbrado y los medios escasos, las voces eran pocas, no se dejaban oír fácilmente y, en todo caso, el resultado no era tan complejo como lo ha llegado a ser después. Hoy, ya digo, hay juicio sobre cualquier cosa (como protesta o como adhesión) y todos creemos tener derecho a expresarlo. No está mal si esas opiniones no se igualan, si no las tomamos como equivalentes. No está mal si éstas procuramos fundamentarlas o documentarlas. ¿No son eso los intelectuales…, individuos que piensan, que protestan, que no se reservan sus juicios públicos, sino que, por el contrario, los difunden a manos llenas? Los periódicos, las televisiones, las radios o los cibermedios los reclaman: gracias a sus opiniones vertidas, los lectores, los espectadores, los oyentes y los internautas creen hacerse ideas de lo que hay que pensar. Es, si quieren, una pedagogía pública, pero entraña también un riesgo: el del caos y el de la cacofonía. Échenle un vistazo a España.
En efecto, hay algo que se ha impuesto en nuestro país y que es un peligro creciente. Para abreviar lo llamaremos el estilo rosa. La lógica, la dinámica y la retórica de los medios públicos se asemejan cada vez más a ciertos programas televisivos y a algunas revistas del corazón. ¿Qué es la prensa rosa? Ya saben: son publicaciones (y televisiones) en las que se persigue a personajes célebres para arrancarles alguna declaración, alguna opinión, algún juicio sobre sus penúltimos amoríos. Es, por supuesto, el lugar del cotilleo, el corral de vecindad al que se asoman los espectadores para asombrarse con las habladurías, pero es también el proscenio en el que representar el famoseo: un modo de certificar la existencia. Si sales, si te roban la imagen, si te piden opinión, es que cuentas, ya cuentas. Pero eso que dices o que dicen no es todo, sólo una parte de lo que encubres. Hay, pues, un toma y daca. Algunos confiesan algo, pero todos los espectadores saben que hay algo más que no se revela, que detrás de esas pocas palabras triviales o comprometedoras, hay… tomate; hay… tela.
Admito tener algunas nociones de cultura rosa. Y detesto esa inclinación que debería ser inconfesable, pero que a mí me serena. Por ejemplo, al echar un vistazo al Hola me entretengo, pero me pongo verde de envidia cuando veo a esos famosos que siempre están descansando. O, por ejemplo, al contemplar por unos instantes el Tomate me aquieto el estrés y me embobo con algo que no me concierne. El Hola y el Tomate rompen nuestra actualidad diaria más perentoria y quiebran nuestra contemporaneidad más angustiosa. Pero el problema no es ése. La auténtica cuestión es que el Hola y el Tomate han acabado por contagiarlo todo, han terminado por imponer una retórica expositiva en los medios que también se ha adueñado de la política.
Cuando alguien alcanza celebridad, aunque sea por un presunto delito, lo primero que hace es enfundarse unas gafas ahumadas tras las que emboscarse: siempre lo veremos avanzar con determinación negándose a hacer declaraciones… Quizá cansado del acoso, harto de ser pasto de paparazzi, el famoso evita todo dato o noticia. Advierte que no responderá a preguntas, insidiosas o no. Como mucho hará alguna declaración con la que acallar esa persecución de la que es objeto. Por el contrario, cuando alguien desea alcanzar una celebridad de la que aún no goza, entonces lo veremos agitándose, exaltándose, reclamando la atención de los medios. ¿Tienes algo valioso de lo que sentirte satisfecho? Nada valdrá mientras no haya un micrófono que lo registre. Estamos viendo, cada vez más, a políticos que organizan ruedas de prensa sin preguntas, hartos quizá de la persecución de la que son objeto; y vemos también a representantes públicos que pronuncian una gran declaración (en una sala o en las páginas de un periódico) para hacer manifiestos sus puntos de vista (que en tantas ocasiones son meras trivialidades, aunque ellos los tengan en alta estima).
No quiero pecar de apocalíptico, pero creo que el periodismo analítico, reflexivo y documentado está de capa caída. No es que triunfe la prensa de opinión, no. Lo que acaba dominando es la prensa de opiniones. Por inercia o dejadez o por comodidad o por colusión de intereses (entre partidos y periódicos), hay muchos medios y reporteros que se atienen a esa retórica expositiva de la prensa rosa: personajes que no admiten preguntas y a los que se persigue con tesón o celebridades equívocas que se pronuncian con gran énfasis y poco seso. El choque entre partidos políticos es democráticamente saludable. Sin embargo, trasladado ese litigio a los medios con la lógica rosa, el enfrentamiento es enloquecedor: siempre habrá alguien que convoque un mitin o una rueda de prensa en la que decir una cosa muy gruesa que será respondida con otra convocatoria en la que verter una respuesta de mayor estrépito. Mientras tanto, los espectadores, digo… los ciudadanos, estamos empezando a sentir un hastío creciente… ¿ante la voz? No: ante el vocerío.


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