1. Hoy es el 23 de abril. Es costumbre y tradición hacer el panegírico correspondiente. Yo mismo me he forzado en otras ocasiones, incurriendo en lo obvio, proclamando mi afición a la lectura. No soy el único, desde luego. Por ejemplo, leo en Demasiada nieve alrededor, de Javier Marías, recién editado: “Todos los años, entre el 23 de abril, Día del Libro, y mediados de junio, cuando concluye la Feria del Retiro madrileño, a todo el mundo se le llena boca de salvas y loas a la literatura, y los tópicos se suceden (algunos verdaderos): leer nos hace mejores, más imaginativos, más ricos en conocimiento, menos iguales a nosotros mismos, más comprensivos con los demás, nos permite vivir existencias ajenas, desarrolla nuestra tolerancia y hasta evita que cometamos algún que otro crimen”, resume Marías. “No seré yo quien se haya librado de soltar alguna vez estas alabanzas, aunque procuro dosificarlas, para no contribuir al general empalago”.
El general empalago…: efectivamente, uno puede hartarse de tanto hartazgo bienintencionado, de tanta celebración. Leer, lo que se dice leer, hay que hacerlo todos los días, como las abluciones matutinas: para asearse. Ahora bien, sin idolatrar los libros (ese objeto) ni la literatura (esa abstracción): como tampoco el jabón. ¿Por qué no hay que reverenciar los libros? ¿Por qué no hay que venerar la literatura? Ante todo, para no acobardar a nuestros hijos: para que el adulto no festeje algo que ellos, de entrada, no adoran: justamente porque cuesta leerlos. De lo que se trata es de aprender y de pasárselo bien, de formarse y de no ser un merluzo. Pero aprender exige… La vida son cuatro días y no podemos derrochar nuestra felicidad con un empeño triste, cierto. Pero el contento no es hacer lo que a uno menos le fuerza, sino lo que a uno más le llena y le hace irrepetible, sabiendo –eso sí— que el presente dura, que no hay carpe diem, que las consecuencias de nuestros actos hay que arrostrarlas.
Para mí, ser feliz viviendo, leyendo, formándome sin ser un mentecato a quien todos engañan es el objetivo de la existencia. Después me moriré y santas pascuas. Y eso no se obtiene necesariamente de los libros, de las páginas impresas, sino de la instrucción, de la educación, del anhelo, del afán (una palabra privativa de Luis Landero), de la vergüenza torera, de la voluntad. Lo que menos nos cuesta es lo que menos satisfacción nos procura. Pensemos en las sociedades opulentas: decía Jon Elster que comer carne todos los días, un filetón descomunal, es algo que produce rendimientos decrecientes, algo que cansa, pero tocar el piano cada jornada es algo que eleva. Lo primero (la carne siempre nutritiva y previsible) es consumo; lo segundo (el piano que ejecuta el virtuoso que se empeña…, o el violoncello de mi hija) es autorrealización. Aunque lo no dije en el acto de presentación, pensaba en esto, precisamente, cuando glosaba La juventud domesticada, de David P. Montesinos, en La Casa del Libro.
Por eso, por no ser bibliófilo, he de decir que no profeso un amor especial a los libros…, a los libros como artefacto material, como objeto de composición. Prefiero triturar los volúmenes que me compro: subrayarlos con bolígrafo de colorines (últimamente he descubierto el placer del subrayado en rojo); ensuciarlos con mi interlocución, con mis anotaciones, con mis disentimientos, con mis celebraciones o con mis bromas. Yo nací en un mundo de escasez, en una España menesterosa y sufrida, callada y en parte habituada al silencio cómplice. Era un tiempo de limitaciones, de reparaciones, de conservaciones. Todo debía durar y los libros más aún. Por ejemplo, todavía recuerdo ese día de primero de bachiller, en aquel colegio de curas, en que fui a recoger los libros. Estaban recientes, incluso alguno sin guillotinar. Aún retengo el aroma que desprendían sus páginas: yo los olisqueaba como si me embriagara con ellos. Poco tiempo después, conforme esos libros iban perdiendo su olor original, también yo me desinteresé. Había que buscar nuevos ejemplares que desprendieran aquel perfume de imprentas y tinta. Los libros no son nada sin la incisión gráfica del lector, sin su huella festiva o encolerizada. Ese equilibrio entre placer y vergüenza torera es el aprendizaje exacto en que deben formarse nuestros hijos: los míos, al menos.
El señor Kant, uno de los miembros más distinguidos del comité de lectura que tiene este blog, me pedía en un post anterior que detallara lo que él llamaba “las tres características que [yo] consideraba imprescindibles para una educación adecuada en el seno familiar”, asunto que traté en la presentación del libro de David. P. Montesinos. En aquel acto de La Casa del Libro dije que normas entre padres e hijos, sí, por supuesto; pero añadí: ironía y ternura. Predicar normas sin ironía ni ternura –como se postula desde una concepción patriarcal o paternalista— es rigidez; pero proclamar ironía y ternura sin normas es una campechanía irreal, falsa: algo que no puede, que no debe darse entre padres e hijos. Normas, ironía y ternura es exigencia y distancia; es placer y gravedad; es autorrealización y sensatez. Como antes indicaba: la vida es corta, demasiado corta, para sacrificarla con una abnegación resentida, con una espera triste; pero frente al hoy puramente hedonista hemos decir que el presente dura, esto es, que lo que hacemos ahora nos afectará irremisiblemente…
¿Leer?, vuelvo a preguntarme. Ayer, en la víspera del Día del Libro, me reí a mandíbula batiente. Creí enfermar de carcajeo: primero lo viví con mi hijo mayor; después, con mi pequeña. Leíamos algo verdaderamente chistoso, sin valor literario alguno, sin que ese texto tuviera relación alguna con la gran literatura. Creo que mis hijos aprendían lo que es la exigencia de la norma gramatical, léxica, sintáctica sin largarles un discurso. Creo que disfrutaban inteligentemente muriéndose de risa. Yo, por mi parte, me sentía muy bien, pues no hacía falta instrucción alguna. Ellos mismos descubrían lo que es la falta de rigor: la prosa desastrosa y la irrealidad en un folleto –un librito– que ayer entregaba un diario. En sus páginas se detallaba una serie de productos inverosímiles que la empresa ofrecía para el bienestar de la familia. Era como una tienda infausta de productos averiados, un museo de horrores. Les enumeraré –con las palabras literales, con los grafismos originales y con las faltas y errores— parte de ese elenco de gadgets.
–¡Estanterías plegables en madera genuina!
–Conjunto de señalizadores a energía solar.
–Escoba telescópica para exterior.
–Piedritas luminosas.
–Espanta roedores.
–Arranca-hierbas.
–3 gallitos para decorar macetas.
–Raqueta fulmina insectos.
–Ideas para un regalos. Máquina coge-dulces.
–Lámpara Piolín: ¡ornamenta la habitación de los niños!
–Cesta plegable “Vaca”.
–Mariquita de la suerte.
–Doble cierre con pérolas.
–¡Vaciador de bolsillos en piel genuina!
–¡Una estantería por el precio de un libro!
–Cojín porta-pijama “Gato”
–Cámara de vigilancia simulada.
–Amplificador de audición: ¡oye el canto de un pájaro a 90 metros!
–Pelador de ajos.
–Tenedor telescópico.
–Pinza agarra todo con calzador.
–Cortina cubre columna para lavabo.
–Fajas salvadedos con gel.
–Cortadora de comprimidos.
–Regla con guillotina.
–Medidor de distancias con ultrasonidos.
–Kit de reparación de gafas.
–Maleta con cuencos, ¡tu mascota viaja con estilo!
Es tan divertido el catálogo… “Pelar ajos ya no será más un problema”, dice la leyenda del Pelador de ajos. “¡Tus manos ya no tendrán un olor desagradable!”, añaden. “Introduce los dientes del ajo en el recipiente, frótalos por las dos caras y, como por magia, el ajo saldrá limpio y listo pata utilizar en tus recetas. Lavable en la lavadora. Colores surtidos”, aclaran. “¿Se han ensanchado las patillas de tus gafas o, todavía peor, los tornillos que las sujetaban se han perdido?”, se preguntan los redactores. “Con este kit de reparación ¡ya no tendrás que recurrir a la navaja para apretarlas, ni ir al óptico para sustituir los tornillos!”, advierten. “Contiene un mini atornillador especial para tornillos de gafas, una lente de aumento con apoyo, 5 tornillos y un apoyo de nariz”, precisan.
No puedo reproducirles el tuteo irreverente, los errores, los gazapos, las pavadas innumerables de dicho catálogo. Recuerdo cuando era muy jovencito el placer que yo experimentaba leyendo catálogos de libros, de academias de estudios por correspondencia. Como aquel personaje de Landero. ¡Lo que yo habría dado si hubiera tenido a mi disposición este depósito desastroso de mercancías malogradas! Lo que yo habría aprendido, como ahora aprenden mis hijos leyendo estas cosas… Visiten ese museo inverosímil. Disfruten: http://www.dmail.es
2. Hemeroteca. Artículos de JS en Levante-EMV sobre publicidad y propaganda:
–Babas de caracol (26 de enero de 2007).
–Mi pasta de dientes (15 de junio de 2006).


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