1. GESTO DE RUIZ-GALLARDÓN (El Mundo, 21 de enero de 2008)
Primera plana de El Mundo.
Pie de foto:
«Enfadado sí, pero disciplinado. El alcalde de Madrid acudió a la conferencia sobre Educación celebrada ayer por el Partido Popular. Con gesto serio, ovacionó a su líder, Mariano Rajoy, cuando éste desgranaba su programa. Llegó al recinto del acto solo –eso sí, aplaudido por sus compañeros a la entrada– y en soledad se sentó, atendiendo más a su teléfono móvil que a los discursos. Y, al final, se fue el primero. El «derrotado» evitó saludar a quien, días antes, le había vencido en la batalla: Esperanza Aguirre. Gallardón, sobrio, cumplió. Hizo lo que debía, pero no más».
Otros gestos:
Otro. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro.
——————-
1. CAMPAÑA ELECTORAL (18 de enero de 2008)
Partamos de una constatación trivial. En una campaña política, las declaraciones, las imágenes, las poses… alcanzan enorme repercusión: decidido a transmitir un mensaje verbal o visual, quien administra la información espera provocar determinado efecto. Sin embargo, no son menos frecuentes y evidentes las consecuencias imprevistas de lo que se muestra, consecuencias que pueden desmentir o desactivar las intenciones del emisor. Así es: las cámaras registran este o aquel acontecimiento, y su exhibición y repetición en este y en aquel medio pueden provocar reacciones insospechadas, tal vez las contrarias a las deseadas. Precisamente por la saturación informativa, por la multiplicación mediática, las oleadas y los cambios de humor y de opinión que los hechos transmitidos generan entre los destinatarios empiezan a ser bastante imprevisibles. Los partidos quieren llegar a sus votantes; y las televisiones, las cadenas de radio o los periódicos luchan entre sí para aumentar sus beneficios en una sociedad en la que lo esencial es –cada vez más– atraer la atención del público. Pero esas audiencias y esos electores tienen comportamientos frecuentemente impredecibles, muy sensibles como son al puro vértigo, a los hechos azarosos y a los acontecimientos programados. Un detalle, un simple detalle del conjunto, puede cambiar el sentido, puede arruinar la intención del programador o puede alterar el significado de lo que se nos comunica. En cualquier caso, esos elementos aparentemente secundarios se convierten en el objeto principal de la exposición y en el motivo frecuente de discusión entre los espectadores, que somos todos. ¿Algo irrelevante? No tanto, no tanto: sobre todo cuando estamos en campaña electoraly hasta el reloj del nuevo candidato Pizarro lo examinamos con detalle.
Fotografía: Efe
Foto: Álvaro García (El País)
¿Y qué descubrimos? Que es un Hublot: de la misma marca, pues, que el que luce Eduardo Zaplana en una célebre imagen. Aunque –eso sí– de precio inferior: si no me equivoco, justamente la mitad. Ya digo: en campaña examinamos todo y a todo le damos la vuelta…
Confianza en el futuro (con la fotografía de Esperanza Aguirre) y Con Rajoy es posible… son los únicos folletos cuyos títulos identifico en la fotografía de Álvaro García para El País. Sobre la mesa del candidato se distinguen papeles políticos, los textos de campaña, todos ellos debidamente colocados, sin amontonarse: no dejan más que un pequeño espacio sin cubrir. ¿Horror vacui? No necesariamente. Un escritorio de dimensiones aceptables se vuelve escaso, escueto, después de repartir esos folletos por toda su superficie. Se nota que va de estreno, que está sin usar. ¿Quién los ha dispuesto así? ¿Un asistente o el propio Pizarro? El candidato, celoso de sus cosas, tapa con la mano derecha lo que evidentemente es una libreta de campaña. No vemos libros, tal vez porque están debidamente ordenados en una estantería o armario que probablemente están fuera de campo. El nuevo despacho de Pizarro no nos proporciona este punto de vista. En cambio, la oficina de Mariano Rajoy puede visitarse virtualmente. O eso dicen. No se distinguen papeles ni folletos y el conjunto desprende un evidente sentido de irrealidad.
Dicen que el nuevo candidato se ha instalado en el antiguo despacho de Rodrigo Rato. Podemos pensar que se trata de un intercambio paradójico y de una reparación retrospectiva. Sobre todo si tenemos en cuenta que Rato fue ministro con Aznar porque Pizarro no quiso. El primero –que venía de familia extraordinariamente adinerada– fue ministro y vicepresidente económico, alguien que finalmente se ha visto forzado a regresar a las actividades empresariales: por lo que se sabe, sus nuevos empleos en las grandes corporaciones le reportan unos ingresos fastuosos. Viceversa: Pizarro es un profesional de la empresa –eso leo en La Razón— que renuncia a un «montante económico asombroso» para dedicarse a la política. ¿Cómo es posible hacer tamaño sacrificio? Por patriotismo, podríamos aceptarle. «De una tacada», dice el editorial de La Razón (18 de enero), «Pizarro ha renunciado a los cargos siguientes: el Consejo de la Bolsa de Madrid, del que formaba parte desde el año 87; la vicepresidencia de la Bolsa y Mercados españoles; el Consejo de Telefónica, al que había accedido recientemente; y el patronato del Parque Nacional de Ordesa». Y todo ello en nombre del liberalismo. Es curioso… o no. Desde siempre, en el liberalismo clásico, se concibe al individuo –al ser humano– como un tipo egoísta, un homo oeconomicus: alguien que averigua cuáles son sus preferencias, que examina cuáles son sus recursos y que a la postre opta racionalmente por el medio más económico para satisfacer aquellos objetivos. ¿Cómo deberíamos interpretar la conducta de Pizarro, alguien que se desprende de esa impedimenta, de esos cargos corporativos?
Continuará…
————-
2. OTROS GESTOS (18 de enero de 2008)
Gracias a Miguel Veyrat he reparado en las declaraciones de Mariano Rajoy que recoge el diario La Razón. Dice el líder del Partido Popular que está orgulloso de que Pizarro «haya creído en mí y en mi proyecto». ¿Ha de recibir su beneplácito? En todo caso, es muy interesante analizar las instantáneas de su presentación, los gestos del nuevo político y de su mentor. En La Razón y en Abc. En ambos casos, aquello que transmiten las fotografías es un rasgo de autoridad de Mariano Rajoy. O, en otros términos: estos periódicos convierten una mímica intrascendente en gesto simbólico de autoridad, el de quien hace callar a los presentes.
Fotografía: Luis Sevillano (La Razón)
Fotografía: Iganacio Gil (Abc)
—————-
2. VIEJOS GESTOS (2005)
En la primera época de este blog (2005) publiqué un artículo que ahora cobra interés. Trataba de la frustrada candidatura olímpica de Madrid. Pero trataba también de ademanes y mohínes, de la exposición pública de nuestros políticos, del escrutinio gestual al que los sometemos. Lo reproduzco ahora. Lo titulé Las lágrimas de Zapatero y Gallardón. Por favor, echen un vistazo a las fotografías que acompañan.
Las lágrimas de Zapatero y Gallardón
7 de julio de 2005
El otro día veíamos a Esperanza Aguirre, a Rodríguez Zapatero y a Ruiz-Gallardón representando una unidad de gran simbolismo político, de inmediata lectura semiótica. Levantaban sus respectivos puños con los pulgares hacia arriba. Quizá fue una precipitación, fundada en la expectativa que albergaba cada uno, en los posibles réditos personales. Era un gesto hecho de cara a la galería, un ademán con el que fotografiarse representando unidad, una seña con la que querían comunicar fuerza e ilusión, seguridad en el triunfo. Al día siguiente, cuando ya se sabía el resultado olímpico, se difundió una foto de la Agencia Efe que lo decía todo: mostraba los rostros contritos, hundidos, de Ruiz-Gallardón y Rodríguez Zapatero.
Vestidos con las americanas preceptivas, con los símbolos del COI, miraban aturdidos hacia algún punto del suelo, hacia abajo, como no atreviéndose a enfrentar los ojos de la ciudadanía, como si carecieran de ganas, de espíritu para afectar espíritu olímpico, precisamente. Lo mismo sucede con quienes les seguían, con Esperanza Aguirre, por ejemplo: consternados, ajenos, distantes, clavando sus ojos en el suelo que pisaban. Dicen los pies de fotos: el alcalde de Madrid y el presidente del Gobierno no disimulan su decepción al ser eliminada su candidatura en la tercera votación.
En la foto, el alcalde de Madrid aún parece mantener la compostura: tiene su celular pegado a la oreja, no sabemos si intentando comunicar con alguien o escuchando la voz de algún corresponsal telefónico. No habla: mantiene la boca cerrada. Como corresponde a los móviles más deslumbrantes y modernos, casi no se distingue, de lo escueto, de lo diminuto que es. Rodríguez Zapatero no habla ni escucha ni comunica con nadie: sólo mira hacia abajo. Se le distinguen unas pupilas extraviadas y los labios apretados, también con la boca cerrada, sellada, ajena a todo bla, bla, bla.
Nadie llora, aunque por dentro les rebosen las lágrimas. Todos parecen componer el gesto, afectar tristeza, pero nada más. No parecen tener ganas de charlar entre sí. Mantienen la distancia, la compostura y obran, paradójicamente, como auténticos ingleses. Desde hace tiempo, el llanto masculino es algo secreto, reservado, incluso íntimo, impropio desde luego en la cultura anglosajona, que es la que finalmente se ha impuesto. Los hombres no gimotean ni berrean ante los demás. Recuerdo a Esperanza Aguirre en alguna sesión de las Cortes llorando a moco tendido, lamentándose, incluso hipando. Llamó poderosamente la atención que una correosa parlamentaria se abandonara a sus sentimientos más inmediatos. Se le pudo afear su sentimentalismo, pero nadie dudó de la sinceridad de aquel lamento. Una disposición legal en la que había puesto todo su énfasis se venía abajo en las Cortes por efecto de la ley del número, por rechazo de la mayoría, y, por eso, la entonces ministra se abandonaba al sollozo.
Hago esfuerzos por recordar algo semejante entre los varones de nuestra política actual y, la verdad, sólo me vienen a la cabeza los ‘pucheros’ de Aznar cuando se despedía de sus compañeros del País Vasco. ¿Lloró el entonces presidente o no pudo contener las lágrimas? No es lo mismo. Lo de Aznar era exactamente un puchero. Leemos en el Diccionario de la Real Academia que un puchero es un «gesto o movimiento que precede al llanto verdadero o fingido». ¿Cómo averiguar si ese gesto o movimiento era natural, espontáneo o forzado, y cómo dictaminar sobre la verdad o el fingimiento de dicho llanto?
Hace tiempo que los hombres aprendieron a no llorar en público, a contener la expresión de sentimientos, antes admisibles o aceptables. Esta restricción, que es o puede ser una patología emocional, la asimilábamos, sobre todo, en la infancia, momento en el cual los hombrecitos aprendíamos a no exhibirnos llorando, a controlarnos, a tragarnos las lágrimas o, como mucho, a emitir pucheros. Educados en la contención de los gestos y de las emociones, muchos hombres sólo se consienten ciertas expansiones cuando es una muchedumbre la que los ampara o devora o atrae. Es entonces, en el esparcimiento colectivo, cuando los varones lloran, colisionan, se restriegan, se acarician, comparten fluidos…, atravesando ese límite impalpable que es la proximidad de los cuerpos, rebosamiento al que las mujeres no suelen tener tanta prevención.
No sé. Queda un poso de melancolía por la esperanza frustrada –que a mí, francamente, no me afecta, dada mi distancia del evento olímpico–, pero queda sobre todo un futuro en el que paso a paso constatamos que éste, en efecto, es, puede ser, un valle de lágrimas. Y en ese valle de lágrimas habrían enterrado sus expectativas gubernamentales Ruiz-Gallardón o sus ansias de gloria Rodríguez Zapatero, alias el gafe, dicen los malasombras. Cosas peores se leen ya en la Red. ¡Qué país!









Deja un comentario