0. La incertidumbre
Los desafíos de la cultura ante el nuevo siglo: esperanzas y temores. Ése es el título de una Mesa Redonda en la que he de participar el sábado 21 de junio. ¿Qué es la cultura? Perdonen que me ponga pesadamente académico para responder. En el libro que Anaclet Pons y yo publicamos hace unos pocos años titulado La historia cultural abordábamos esta cuestión. En ese punto concreto no pretendíamos decir nada nuevo ni original, por supuesto: tan sólo esperábamos ordenar lo dicho cargando con las mil y una definiciones que se han dado. Abreviaré: la cultura es un esquema general de funcionamiento o, si prefieren la metáfora, una falsilla con la que escribir recto. La cultura es una suma de códigos de intervención, un repertorio de modelos de percepción, de significación, de imaginación, de acción con los que afrontamos el mundo, un mundo real o virtual, auténtico o inventado.
Con la cultura aprendemos las reglas que nos vienen dadas, las normas que otros adoptaron y los valores que otros idearon o aceptaron, las prescripciones y prohibiciones que se revelaron eficaces y cuya aplicación ahora, en el tiempo presente, nos será útil para desenvolvernos. Unos y otros nos observamos y, gracias a indicios múltiples, muchos de nuestros actos son previsibles. En efecto, la cultura es un conjunto de expectativas que hemos ido aprendiendo y que nos sirven para reducir la incertidumbre. Cultura es, así, suma de tradiciones: esos esquemas de percepción, de significación, de imaginación, de acción. La religión cumple un papel fundamental en el orden cultural y, por tanto, durante siglos –qué digo siglos: durante milenios– ha proporcionado claves de conducta para el creyente, esquemas operativos e indiscutibles. La religión instituye una comunidad moral que obliga a sus miembros. Pero la religión también dispensa sentido: el catolicismos, por ejemplo, ordena las cosas, encaja los hechos, traza parentescos entre cosas del pasado y del presente y hace vivir con la esperanza escatológica del Juicio Final. Cada uno recibirá su merecido y Dios examinará el pecado y las increencias. Eso es cultura o, en términos de Sigmund Freud, un delirio colectivo.
Pero regresemos a la cultura. Ésta se inserta en el proceso histórico, que es cambiante: no todo se transforma, desde luego. Hay rasgos de la naturaleza humana que perduran y hay hechos propiamente históricos que son de larga duración, que permanecen casi inmóviles por debajo de la espuma de los acontecimientos, que diría Fernand Braudel. Ahora bien, hay aspectos que mudan profundamente, que sufren un trastorno manifiesto. Es entonces cuando ciertas prescripciones o prohibiciones culturales pueden quedar obsoletas. Si el cambio es repentino o se consuma en poco tiempo, los individuos nos vemos forzados a reinventar parte de las reglas, normas y valores de que nos habíamos servido, esas convenciones que ordenaban los actos posibles en cada una de las esferas en que nos movíamos. La educación –es decir, la transmisión cultural– o la catequesis, entre los creyentes, nos ayudan a identificar y a aprender la naturaleza de dichos espacios, permitiéndonos reconocer cuáles son las conductas correctas en cada una de dicha esferas. Vivimos transitando entre marcos de acción, decía Erving Goffman, que son lugares con códigos de conducta reglamentaria o aceptable, fijados de antemano. Sin embargo, hay momentos en la vida y en la historia en que casi todo deja de funcionar según lo supuesto. Un cataclismo, una revolución o, simplemente, un profundo cambio tecnológico alteran la marcha ordinaria de las cosas: ya no parece haber previsión que razonablemente anticipe ni expectativa que se cumpla exactamente. Entonces, es frecuente que se viva con azoro o con angustia lo que es un presente ingobernable o un futuro incierto. Incertidumbre, ésa es una de las palabras-clave.
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1. La secularización
Para orientarme en el tema de la mesa redonda, para preguntar qué esperanzas y temores son esos que nos acucian, he hecho distintas averiguaciones en fuentes diversas que radiografíen el estado de la cultura actual, esos desafíos que nos retan. Lo mejor, casi siempre, es acudir al pensamiento reaccionario. No es broma. Los reaccionarios suelen tener una especial sensibilidad para detectar lo que nos pasa, lo que nos duele, aunque sus soluciones sean nostálgicas y, por tanto, erróneas. Son un indicio muy interesante, revelador de todo un estado de ánimo.
El pasado 19 de junio leía Alfa y Omega, semanario católico de información. Como saben es un cuadernillo que edita la Fundación San Agustín, del Arzobispado de Madrid, y que se adjunta cada jueves con el diario Abc. Sus páginas me suelen provocar pánico. ¿Que por qué las leo? Pues por lo mismo que acuda a ver cine de miedo: lo bueno de una ficción terrorífica es que nos hace regresar a la infancia viviendo por unos instantes el peligro. Pero a la vez el terror nos permite superar el riesgo al que voluntariamente nos sometemos, ese pánico que agita el corazón y que acelera el pulso. De la película de miedo salimos indemnes y hasta satisfechos; de la muerte con que se acaba nuestra vida, no.
Si atendemos a lo que en Alfa y Omega se dice, hemos de convenir en que el diagnóstico del presente es estremecedor. Lo normal es que el mundo esté a punto de acabarse, que el orden de las cosas esté trastocado, que el hedonismo horade la moral, que las familias estén acosadas y desorientadas, que los individuos vivan desnortados su propia quiebra, que el Estado agreda las instituciones católicas. Sus responsables no se conforman, sin embargo, con esos dictámenes siniestros. Lo habitual es que propugnen soluciones: que los creyentes se manifiesten, que hagan ostentación de su confesión, que hagan proselitismo. El mundo va a la deriva –parecen decirnos–, pero nosotros hemos de aferrarnos a las creencias que nos han constituido haciéndolas públicas. En ese sentido hemos de leer el reportaje principal de la revista, en este caso elaborado a partir de las respuestas de veintiséis reconocidos personajes católicos, gentes célebres por su profesión o por su dedicación. «La red que teje el laicismo» es el título general, las contestaciones de los veintiséis lo son a dos preguntas concretas. Primera, ¿qué opina del proceso de secularización en España? Segunda, ¿qué aporta la Iglesia a la sociedad? Por supuesto no voy a detallar todas las repuestas que se dan. Sólo les pediré que reparen en un par respuestas, quizá las contestaciones más significativas.
«Creo que la secularización es un proceso típico de las sociedades sin esperanza de las que nos habla Benedicto XVI en su última encíclica», dice el novelista Juan Manuel de Prada, y añade: «sociedades que han erigido una nueva idolatría, fundada en el progreso, la ciencia y la política, y que, como todos los procesos idolátricos, acabará con la sociedad convertida en escombros: ya conocemos la historia de la torre de Babel. Es un proceso que se podría resumir en tres fases: primero, se considera que el hombre por sí mismo puede salvarse, porque es bueno por naturaleza. No estando tocado por el mal, la Redención se convierte en algo superfluo; segundo, puesto que la Redención es algo superfluo, la religión se vacía de sentido: pasa a ser un conjunto de bellos mitos y dulces fábulas; y tercero, el hombre tiene horror al vacío, y como la religión ha sido vaciada de contenido, ese vacío lo llena la idolatría al hombre mismo, hacedor del progreso, la ciencia y la política. Pero ya se sabe quién se oculta detrás de esos disfraces: el mismo que les prometió a Adán y Eva que serían como dioses. En eso estamos», insiste. «La secularización es parte de un proyecto político deplorable», dice Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de filosofía y columnista, que entraña la producción de un cambio de régimen y un intento de transformar las bases morales de nuestra sociedad. Se trata de un proyecto de modelación de la sociedad desde el Estado, que exhibe rasgos totalitarios. Se produce una agresión al cristianismo, que se manifiesta en la pretensión de concebir la religiosidad como una dimensión privada de la persona, que el Estado se limita a tolerar fuera del ámbito de la vida pública. No se trata de un conflicto entre integristas y laicistas, sino de una cuestión de libertades personales y de intromisión del Estado en las conciencias», concluye.
Una de las cosas más sorprendentes de los integristas es que dan por hecho que debemos pensar como ellos. Y si tal cosa no ocurre, si no pensamos como ellos establecen, entonces es que hemos caído o recaído en el pecado o en el error. O, quizá incluso, estamos urdiendo un plan o ejecutando una conspiración –la del laicismo— contra evidencia natural de las cosas. Me he ocupado de Prada y de Sánchez Cámara en alguna ocasión anterior. No con el propósito de convencer, sino con el objetivo de entender por qué piensan así. Creo que en su defensa del integrismo hay razones que convendría tratar otra vez. ¿Es tan desastrosa la pérdida de la fe en el mundo reciente? Les doy la razón en una cosa: vivimos una época de increencia, sin duda, una etapa de pérdida de referentes confesionales. Qué sucede entonces.
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2. ¿Qué es lo que nos pasa?
A la hora de evaluar el estado de la religión y la sociedad, hay numerosos diagnósticos sin duda menos apocalípticos que los que plantean los integristas. Uno de los más atendibles y probablemente más mesurados, uno de los que mejor recrea la tradición francesa (Alexis de Tocqueville, Émile Durkheim, etcétera), es el de Gilles Lipovetsky. Su último libro traducido, que no es el primero que aquí comentamos, es un ejemplo de sensatez analítica, de diálogo instructivo. ¿Su título? La sociedad de la decepción. En efecto, decepción es la palabra-clave: no el relativismo o el nihilismo que supuestamente nos aquejan (una cantinela de todos los fundamentalistas), sino la desmesura de nuestras expectativas, la esperanza que depositamos en una vida que sabemos corta, sin solución. Roto el consenso antes indiscutible de las Iglesias, quebrado el colectivismo moral de la tradición, desechada la obligatoriedad de nuestras elecciones, es la autocreación aquello que nos fuerza. Hay exigencias que cumplir, pero… son las nuestras, las que hemos aprendido de los medios y de la autorreflexividad, las que nos transmiten y las que deseamos. Somos individuos más preocupados y quizá más vulnerables emocionalmente. Leyendo a Lipovetsky sorprende la escasa calidad de los juicios integristas de Prada o Sánchez Cámara: sus malestares son sensores, tienen perspicacia a la hora de señalar los dolores, pero diagnostican con torpeza de curanderos.
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3. El observador
«Un hombre está de pie, sin sombrero y con un abrigo negro, sobre una roca alta, de espaldas a nosotros y se apoya en un bastón para resistir el viento que le agita y le enmaraña el pelo. Ante él se extiende un paisaje envuelto en niebla, en el que apenas se divisan parcialmente formas fantásticas de promontorios más lejanos», dice John Lewis Gaddis en El paisaje de la historia. Describe breve, parcialmente, El caminante ante un mar de niebla (1818), de Caspar David Friedrich. Que en 1818 David pintara lo concreto frente a lo indeterminado, casi abstracto –lo finito frente a lo infinito–, era una manera de expresar lo sublime: el yo se extiende nebulosamente sin que sepamos con precisión qué contiene y dónde acaba. Que en 2008 la cubierta de una publicación como Alfa y Omega repita el motivo del observador ante la naturaleza embravecida o indeterminada sólo es una concesión al tópico, una lugar común que, sin embargo, detalla la zozobra clerical de tantos y tantos integristas ante la incertidumbre: un hombre rodeado de lo indómito parece hablar de la soledad y de la determinación del creyente frente a lo Absoluto. Otra topicazo reforzado por el enunciado que está al pie: «La tormenta de la secularización». Tormentas, riadas: una pesadez metafórica que no es más que repetición estética y retorcimiento ético. En cambio, el volumen de Lipovetsky adopta formalmente otra solución más minimalista, si quieren.
La cubierta del libro francés (que inspira la portada española) es sencilla: un primerísimo primer plano nos presenta el detalle de un rostro, el del filósofo. ¿Tal vez un ejercicio de narcisismo? Del narcisismo contemporáneo nos habla Lipovetsky, desde luego: del narcisismo suyo y del nuestro. Captado por el objetivo de la cámara, el observador es observado a la vez pero sólo en parte: una parte de la cara, otra metáfora en este caso de la identidad parcial de quien se asoma a este libro. Porque, en efecto, representa una ventana a la que se asoma ese individuo-filósofo, como atisbando. Si el recorte de la imagen es deliberado, entonces el sujeto parece mirar con un solo ojo porque el fotógrafo ha preferido dejar la identidad seccionada: conocemos o conoceremos una parte; la otra… queda preservada. El individuo diagnosticado es el punto de partida de su examen secular, expresamente secular. ¿Y qué averiguamos?
Lipovetsky analiza sin alarmismos algo que es evidente y constatable: de unas décadas a esta parte asistimos a una «revolución individualista-narcisista». La analiza sin darle a esta categoría un sentido necesariamente negativo. Nunca como ahora hemos tolerado tan mal que nos estafen, que nos defrauden, que nos maltraten. ¿Narcisismo? Bendito sea si ese individualismo de hoy es una exigencia de cada uno, si implica mayor reflexión. Pero ese narcisismo también entraña consecuencias negativas: una creciente arbitrariedad subjetiva, la creencia en una omnipotencia individual, que la realidad desmiente una y otra vez. De ello se sigue una «intensificación de la dificultad de vivir y del malestar subjetivo», que tiene que ver con esas expectativas humanas, demasiado humanas, que nos hacemos tras la muerte de Dios. ¿La muerte de Dios? Lipovetsky acaba reivindicando a Nietzsche y a Marx: ambos se plantearon exigir al individuo su autorrealización, el empeño por salir de lo obvio, que en nuestro tiempo es el consumismo, la conformidad. ¿Otra jeremiada antimoderna? No, por supuesto: la de Lipovetsky es una moral laica, materialista, muy alejada de la que, por ejemplo, defiende Lydia Jiménez en Alfa y Omega.
Jiménez, que es directora general de las Cruzadas de Santa María, dice en esas páginas: «con la muerte de Dios propugnada por Nietzsche, se ha ido gestando un acelerado proceso de secularización que ha conducido a la muerte del hombre. Si Dios no es el centro de la vida, el hombre vive desamparado, a merced de leyes, costumbres que atentan contra su felicidad y su plena realización. Es grave. Pero no deberíamos quedarnos en constatar una realidad que afecta no sólo a España, también a Europa y el mundo. Los santos siempre han colaborado a poner las cosas en su sitio. España tiene necesidad de santos». Sin duda, Lipovetsky no concibe la santidad como la solución de lo moderno. Bienvenido sea el desencanto del mundo (la pérdida del referente religioso obligatorio), aunque eso nos lleve a la alegría o a la decepción –depende–, unos estados de ánimos personales que los intregristas tan mal nos toleran. Bienvenido sea el declive de la pasión política (la decadencia de las ideologías uniformadoras), aunque eso nos conduzca a la reflexión o a la anomia, esa libertad que los fundamentalistas no nos aceptan.
Hay que luchar para reducir la escandalosa desigualdad. Y hay que luchar para que la búsqueda de criterios sea humana, propiamente humana: limitando el resentimiento, responsabilizándonos. Lipovetsky llama democracia posconsumista a esa sociedad. «Conocer, aprender, crear, inventar, progresar, ganar autoestima, superarse figuran entre los muchos ideales o ambiciones que los bienes comerciales no pueden satisfacer». No se trata de proclamar la austeridad (que cada uno buenamente podría elegir), sino de aceptar que entre los individuos más conspicuos «lo que les motiva y carga de energía su existencia no son los goces consumistas, sencillamente porque su actividad o su trabajo les resulta mucho más estimulante». Desde luego, no siempre ese trabajo procura el placer. No se me adelanten: eso ya lo observó Marx. En realidad, hay que sentir que algo de lo que uno hace no pasa por el mero consumo, sino por la producción: o, mejor, por la autoproducción, como diría Nietzsche. Y eso no es ser santo ni tampoco… mero observador.
¿Y ya está? ¿Me piden que les resuma el libro de Lipovetsky? No querrán que yo les haga la faena, ¿verdad? Léanlo y discutan con él: seguro que disienten feliz y frecuentemente.
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Variedades
La estupidez del ateo, según Juan Planas. «La estupidez del ateo no es no creer en Dios -eso está al alcance de cualquiera- sino creer que no cree en Dios». Leer más y más.
Creer que se cree. En 1996, Gianni Vattimo se planteaba cuestiones que Planas apuntaba indirectamente y que tratábamos en el post de Padres e hijos, en concreto en el apartado dedicado al pensador italiano («El filósofo sin padre»). Si la ciencia o las ideología redentoras pretendieron reemplazar a la religión, ¿que habría de impropio en volver a creer después de la caída de esas cosmovisiones? Vattimo admitía proceder de un ámbito católico, del que se había separado, como tantos otros de su generación, por la difícultad de seguir los preceptos morales en materia sexual. ¿Dejó de creer realmente? Vattimo no sabría decirlo con certeza. Ahora años después, Vattimo se plantea creer otra vez. O, al menos, se plantea cómo y en qué es posible creer después de la metafísica. Pues bien, a su juicio, la única manera aceptable es la de arrancar el cristianismo-catolicismo de esa metafísica, en este caso encarnada en el integrismo, en la ortodoxia papal. ¿Que quedaría? Una enseñanza crística basada en la caridad. Según Vattimo, la religión fue primitivamente una manifestación muy violenta basada en el chivo expiatorio. Cristo ya no fue un chivo espiatorio: vino a cerrar la fase primitivamente violenta de lo religioso, en este caso materializada en un Dios lejano, ajeno, terrorífico. El cristianismo, pues, rebajaría, reduciría a escala humana aquel Dios terrible. A esta reducción humana de la divinidad, Vattimo la llama kenosis
Dios y Tony Blair. «…Es interesante seguir los pasos que ha dado desde que tuvo que dejar Downing Street: se ha convertido oficialmente al catolicismo, ha ganado cinco millones de euros en un año con asesorías y conferencias como la de Barcelona y, finalmente, ha puesto en marcha una Fundación de la Fe (Tony Blair Faith Foundation). Podría pensarse que estos hechos no tienen nada que ver entre sí, pero la personalidad de Blair hace que no se expliquen unos sin los otros». Leer más.
LUNES, 23 DE JUNIO, A LAS 16:30 HORAS, NUEVO POST.






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