0. En un Seminario Internacional dedicado a la Memoria y la Historia, la posibilidad de entretenimiento suele ser escasa. Y, sin embargo, en las Jornadas organizadas por los colegas de la Universitat de Girona –por Anna Maria García Rovira y Maximiliano Fuentes–, esas posibilidades se cumplen, se verifican. Tenemos ilustración, nos procuramos suficiente entretenimiento y disponemos de buen trato. ¿Qué más podemos pedir? Si, además, durante esos días contamos con la presencia de Àngel Duarte, entonces la estancia aún se hace más agradable y enriquecedora. Con chispa.
Hemos hablado de la memoria, de los olvidos, de los recuerdos colectivos que se transmiten de generación en generación, del uso político de esas reminiscencias prestadas, de las rupturas. Pero sobre todo hemos hablado de lo que teníamos a mano. La charla ha sido punzante e irónica y, al final, quedan momentos de amistosa camaredería, de mutua ilustración. Bueno, no sé por qué hablo en pasado. En el momento de escribir esto todavía no han concluido las jornadas.
Observen la imagen que encabeza: el cable roto de un usb. ¿Es una metáfora o es una descripción literal? Si quieren, en otro momento les cuento…
1. Perdonen que me ponga serio. No es un cuento aquello que quiero decirles. Trato de reseñar algunas de las cuestiones que han sido abordadas en estas Jornadas. ¿Recordamos sólo individualmente? ¿Recordamos en compañía de otros, compartiendo hechos comunes o privativos? Antes de responder a esas preguntas, reparemos en el cable roto. Si se nos ha quebrado, no hay señal, no nos llegan los datos. A los individuos les puede pasar eso, pero también a las generaciones, a los agregados humanos.
Roto el cable metafórico. ¿Qué sucede entonces? Nos quedamos en blanco, sin el suministro informativo, sin el flujo. ¿Un olvido? Puede estar provocado por un hecho actual o por un condicionante antiguo. Tenemos la sensación de que el ático cerebral lo tenemos lleno o –quién sabe– demasiado vacío y es por eso por lo que luchamos desesperadamente para obtener aquello que se nos resiste. A esto, Sigmund Freud lo habría llamado lapsus -de los que aquí hemos hablado algunas veces-, tomándolo como acto fallido que algo significa.
Pero no sólo nos ocurre esto. En otras ocasiones, recordamos bien o, al menos, creemos recordar muy bien: tenemos presentes hechos remotos en los que estuvimos inmersos o de los que fuimos testigos. Y, sin embargo, verificada con otros la autenticidad de la reminiscencia, comprobamos finalmente que no son más que recuerdos inventados: recuerdos creadores, los llaman los especialistas. Y, en fin, hay también reminiscencias encubridoras, hechos remotos que fácilmente evocamos y que sirven para tapar u ocultar aquellos que nos daña, una circunstancia que fue familiar y dolorosa. También Freud dijo alguna cosa sobre el particular. Pero lo más relavante de los recuerdos y olvidos es, sin duda, el sentido que conferimos a las cosas. Participamos en hechos y, simultáneamente, les damos un significado que hace congruentes los acontecimientos. Tiempo después, el sentido puede haber variado (aunque no el recuerdo preciso de esos hechos) y, por ello, habremos sometido a resignificación aquello que vivimos.
La memoria es frágil instrumento de identidad, un mecanismo necesario que nos constituye individualmente y que nos rehace una y otra vez con lo cierto, con lo falso y con lo irrelevante, pero sobre todo con los esquemas de significado, con los relatos que dan coherencia a los hechos de nuestra vida.
2. ¿Pero, entonces, podemos hablar propiamente de recuerdos colectivos? ¿No será, acaso, un forma impropia de designar? Hace un tiempo escribí un texto sobre la memoria colectiva. Repaso en Internet con Google y me sorprendo (y me envanezco): es el tercer link de trescientas y pico mil entradas. No ha sido propiamente olvidado. Mi artículo tiene vida a pesar de estar publicado en 2001. Que aún flote en las aguas heladas del cálculo electrónico sólo puede deberse a la creciente preocupación que ese fenómeno –la memoria colectiva– despierta ahora. Entre los historiadores y entre los ciudadanos. Entre los grupos y entre las personas, la memoria colectiva nos interesa. Aunque sólo sea para mostrar nuestra adhesión a esta fórmula o para rechazar dicha expresión. Enfrentémosla.
Pues no: no la enfrento aquí. Durante estos días hemos estado reflexionando en voz alta sobre dicha cuestión, con entusiasmo y escepticismo, con camaradería y rigor –eso creo– y no voy a hacer el feo de transcribir gratuitamente lo que a la Universitat de Girona le ha costado esfuerzo y dinero. Sólo puedo hacer una breve mención. Dentro de unos meses aparecerá el volumen que recoge las ponencias presentadas (entre ellas, la mía). Por tanto, he de ser considerado: no debo revelar lo que merece ir en un libro aparte. Pero, claro, algo tendré que decir.
3. Permítanme empezar con una declaración archisabida. La memoria es un hecho individual pero siempre tiene una dimensión pública: nada de lo que hacemos es propiamente un acto único, solitario, exclusivo, afirmativo. En realidad, todo lo que pensamos o realizamos es un resto colectivo del que no siempre somos conscientes, una repetición. Acarreamos un ser social, como el patético y orgulloso Robinson, y en nuestra acción se expresa toda Inglaterra, por ejemplo; o todo nuestro presente, el cúmulo de experiencias que hasta nosotros han llegado. Pensamos con nuestra época, pero pensamos también con los muertos que nos han precedido y de los que nosotros somos involuntarios o deliberados portavoces. Por eso, una habilidad nuestra es una capacidad ya probada. «Nunca había manejado una herramienta en mi vida, pero con tiempo, aplicación y perseverancia descubrí que si hubiera tenido los elementos necesarios habría podido fabricar cuanto me faltaba», dice el héroe de Daniel Defoe. Cuando esto declara se le ve ufano.
Menos lobos, Robinson. Lo que haces, lo que fabricas, lo que habilidosamente realizas es tarea social. En tu interior están los contemporáneos y los antepasados de Inglaterra y con ellos piensas y recuerdas. Los invocamos expresamente o los olvidamos. Pero los recursos de que Robinson o nosotros nos servimos son efectivamente sociales: no sólo por la formación que nos educa, sino también por las distintas pertenencias en que nos reconocemos. ¿Pertenencias? ¿Me debo a los míos? Cada vez que oigo esa palabra, echo mano a mi individualismo. Siento la asfixia. ¿Aceptamos esto? Por un lado, las pertenencias son los bienes que se poseen; por otro, yo mismo soy la pertenencia de un agregrado que me sobrepasa. O en otros términos: tengo bienes, pero a la vez soy una pertenencia de la cultura que me precede y de la que resulto un vulgar epígono. En mí se resumen las memorias propias pero también las de las generaciones previas. ¿Qué hago? ¿Me rindo? Que el recuerdo siempre sea colectivo –el lenguaje o la cultura, propiamente– no excluye, sin embargo, la titánica tarea que el individuo pequeño o heroico se suele o se puede proponer: pensar por sí mismo, recordar lo propio, imaginar lo privativo. En esta contradicción vivimos.
4. Uf, creo que deberé abandonar un argumento que a nadie interesa.


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