Javier Sahuquillo, Estuco veneciano

EstucoVeneciano

Estuco Veneciano

Por Francisco Javier Sahuquillo

Mi trabajo era muy aburrido. Ocho horas diarias de ventanilla, cuños oficiales y cafés de máquina. Ella pasaba mucho por el banco, llevaba ropa holgada y dos trenzas que le daban aire de colegiala. Un lunes me fijé en ella. El miércoles estaba enamorado. Tomé su dirección de uno de los recibos domiciliados y me paseé por su barrio. Su calle era una de esas zonas de la ciudad que definen como dormitorio. Cuatro cafeterías, un parque y una fuente averiada. En una esquina cuatro jóvenes encendían un porro. Tuve que esquivar un balón desinflado mientras una madre gritaba a ventana abierta que había finalizado su doméstica labor entre fogones.  

Me senté en una terraza a esperarla. El local era un clásico del mal gusto, toldo a rayas y mobiliario de plástico. Pedí un café y el diario al camarero de pelo grasiento. Me trajo un periódico de derechas. ¡Qué ofensa para un progresista como yo! Solicité el cambio inmediato. Complaciente, el camarero me hizo una extraña mueca con su fino bigote. Ese mostacho me recordaba a algún dictador fascista. Sin duda en el barrio eran todos unos iletrados fascistas.

Se sentó cerca de mí. No me había reconocido porque me ocultaba tras titulares izquierdistas. Al cabo de un rato pagó y la seguí, eso sí, llevándome la prensa. Continúe con el peculiar cortejo durante, aproximadamente,  dos semanas. La tercera me presenté. Fui rechazado, pero tras una insistente súplica accedió a que la invitara a cenar. La condición era sacarla de ese barrio de cuadriculada planificación.

La llevé en mi Ford hasta el centro. Mi coche no era una maravilla. Era un Fiesta que nos habían vendido como producto “nacional”. Aún recuerdo la sonrisa de la señorita que lo anunciaba por televisión, un excelente trofeo. Fuimos a su restaurante favorito. Ella pidió ensalada, yo un plato de pasta. Estaba bastante asquerosa: uno ha estado en Italia y aquello no sabía a nada. Por supuesto alabé la calidad de la comida, hice salir al maître y le felicité. Ella quedó encantada y decidió alargar la velada. Al menos esta vez escogí yo. Caminamos a una vieja coctelería de esas con nombre de actor de las Américas, en un patético homenaje personal del dueño a sus films. Fotografías de Drácula, Marilyns y tipos con sombrero adornaban las paredes. Quedó sorprendida por mi buen gusto y solté mi ensayada perorata progresista que tanto impresiona a las mujeres.

Una última copa en la cocina de mi casa y nos empezamos a besar. No fue difícil desnudarla, aunque nunca fui muy hábil con los sujetadores. Tenía unas tetas de ración, de las que caben perfectamente en una mano. No tardamos en dormir abrazados. Un grito aterrador me despertó. Mi despertador marcaba las 5:00 am, una hora como otra cualquiera para trabajar. Cogí el mando a distancia del aparato de alta fidelidad, uno de esos Phillips con su sound system. Llegué al salón y la encontré con una de mis camisas de Ralph Lauren. Le sentaba bien. Estaba de rodillas, inmóvil, horrorizada. Pulsé el play y comenzó a sonar Wagner: sin el alemán el trabajo era algo tedioso. Se percató de mi presencia y le llovió el primer golpe. Todas reaccionan igual al ver mi colección de bellezas inmortales. Las valkirias campaban por el salón cuando conseguí separar su cabeza del tronco. Un nuevo adorno para mi pared. Lo infame de Rodilloparaestucomi vocación era la posterior limpieza; la sangre estropea el estuco veneciano.

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