0.Una postración. Sin premuras, resignadamente, asumes tu postración, tu parcial estado de postración. Puedes estar poco tiempo de pie. Inmediatamente has de buscar una silla o, mejor, un catre para reposar, para descansar: los pinchazos, los agudos dolores y esa contractura general se reparten los despojos de tu espalda, como si el torso fuera un campo de batalla. No hay orden que puedas adivinar o sucesión previsible. Ahora duelen los costados, luego el cuello, después la parte ciática, más adelante el pecho…
Hay que hallar la posición menos dolorosa, la más llevadera. Nunca había tenido tal percepción de mi cuerpo. Lo normal es que te olvides de él cuando los órganos cumplen aceptablemente sus funciones. Ahora se hacen evidentes, manifiestos: el dolor les da presencia. Reposo, pues. Y sólo breves instantes de ordenador…
En esa circunstancia, lo primero que haces es rodearte de papel, de libros, de textos, de lecturas: todo tipo de materiales que te justifiquen. Trabajos de curso que hay que corregir, exámenes que hay que evaluar, la novela que ahora te apetece leer, la biografía que ya no quieres demorar, un cuento que te procura instantes de felicidad, tres periódicos de actualidad. Estás tumbado, lees. ¿Y qué lees? En otro tiempo, en otra baja laboral, disfruté previsiblemente con La montaña mágica, de Thomas Mann. Siempre me agrada la grandilocuencia del escritor alemán, pero sobre todo me complace su ironía. Regresaré a él alguno de estos días de dolor. Las páginas de Mann ayudan a frenarse y a entender qué significa esperar.
«Y esperar significa adelantar, significa percibir la duración y el presente no como un don, sino como un obstáculo, negar y destruir su valor propicio y franquearlos en espíritu. Se dice que esperar es siempre largo. Pero también es igualmente corto, porque se devoran cantidades de tiempo sin que se las viva ni se las utilice en sí mismas. Se podría decir que el que no hace más que esperar se asemeja a un gran tragón cuyo órgano nutritivo arroja los alimentos sin extraer su valor alimenticio. Se podría ir más lejos y decir: así como un alimento no digerido no fortifica al hombre, de la misma manera el tiempo que se pasa esperando no le envejece. Es verdad que el esperar puro y sin mezcla no tiene existencia». Sentimientos ambivalentes, de esta índole, expresados por el narrador de La montaña mágica son los que yo vivo mientras espero, precisamente. Aguardo y veo pasar un tiempo que en realidad no consumo. Es un esperar puro y sin mezcla que no tiene existencia, sólo aliviado por la lectura.
1. Estuco veneciano. Leo un microrrelato. Me lo envía muy amablemente Javier Sahuquillo. Sus narraciones breves suelen seducirme con el esbozo de la normalidad o de la mediocridad cotidianas: es el lazo con el que atrapa a su lector. Todos sus materiales son perfectamente reconocibles. Luego, cuando ya estás habituado en pocas palabras a esa vida que se relata, descubres que dicha existencia, ordinaria, oculta algo informe, algo deforme que, además, no podremos juzgar
moralmente, dada la brevedad del cuento.
Lean el relato de Sahuquillo: aquí. Luego comentamos…
Regreso. ¿Ya lo han leído? El cuento me evoca algún relato de Javier Tomeo. Incluso alguna novela suya. Como Amado monstruo y otras. Me interesa saber cosas de ese wagneriano modesto que Sahuquillo imagina, cosas que ya nunca averiguaré. Este cuento me recuerda también American Psycho, de Brett Easton Ellis: la desasosegante novela de principios de los noventa. En aquella obra, el protagonista era un yuppie; aquí es un empleado. Quizá en el relato de Sahuquillo haya una utilización expresa, incluso deliberadamente predecible, de tópicos literarios y cinematográficos: un oficinista que se deleita con Wagner, por ejemplo. ¿No era Woody Allen quien decía que cada vez que escuchaba a Wagner le daban ganas de invadir Polonia? ¿Por qué los oficinistas de vida gris tienen tan mala prensa? En Héroes alfabéticos, yo mismo les dedicaba un capítulo, como también a los psicópatas… Me provoca esa figura del empleado incierto; como me inquieta la del verdugo ordenado.
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2. Trenor. La Exposición de una gran familia burguesa
(Inaguración, 26 de mayo, a las 20 horas en La Nau, Universitat de València)
La cubierta de un barco, dos pasajeros elegantemente vestidos para la ocasión: una travesía. Ambos varones componen la escena. Uno mira al horizonte: no distinguimos su rostro, tampoco sus pensamientos. El otro posa sentado con languidez, con distinción: vemos su cara pero no adivinamos sus sentimientos. ¿Quiénes son? No importa averiguarlo: el individuo ahí, en la cubierta del buque, es sólo un hombre de mundo, un hombre de negocios, un viajero que emprende un tour. La cámara cuelga del hombro. Ambos esperan…
Comisarios: Anaclet Pons y Justo Serna
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3. Desorden y dolor precoz. La Exposición que estamos a punto de inagurar (el martes 26, a las 20 horas) nos hace remontarnos a un tiempo burgués, a una sociedad de notables y emprendedores, a un mundo distinguido y restrictivo. Ochocientos, Novecientos: siempre antes de que la convulsa masa se adueñe del espacio público, siempre antes de que la moral quede trastocada por la secularización y la pugna ideológica. Hemos pensado en un mundo en parte perdido y hemos rescatado piezas de un orden material remoto. Aquellos Trenor no son Los Buddenbrook pero comparten un aire de familia…
Con el dolor físico que acarreo desde hace semanas pienso inmediatamente en Thomas Mann, claro. Pienso en sus dolencias inacabables… Y para recrearme en el espacio burgués, regreso a dicho autor, a una de sus piezas más apreciadas: Desorden y dolor precoz. Es un relato familiar en el que se mezclan el amor paternofilial y los odios secretos que se profesan progenitores y vástagos. Las normas están claras pero la nueva generación se distancia con daño y desconcierto de las reglas heredadas…


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