Uno. Decía Guillermo Cabrera Infante que nadie, que ningún niño, espera o desea ser crítico de cine. Eso indicaba en Un oficio del siglo XX, un delicioso volumen en el que se reúnen precisamente sus primeras críticas cinematográficas. ¿Qué quieres ser de mayor? Crítico de cine. ¿Hay alguien que responda eso? Que yo sepa nadie se imagina de adulto ejerciendo la crítica cinematográfica, desempeñando dicha profesión.
Para empezar, es posible que el infante ni siquiera sepa que se puede vivir de eso. Además, ¿para qué vas a comentar las obras de otros cuando tienes la posibilidad de contar tus historias? O, en términos diferentes, ¿para qué vas a analizar películas ajenas si puedes realizar tus propios films? Siendo jovencitos, no nos imaginamos ejerciendo la profesión de crítico. Pero, de repente, descubrimos que no, que no estamos dotados para ello. Por eso acabamos hablando o escribiendo de lo que otros relatan, narran.
“Si yo supiera contaros una buena historia, os la contaría. Como no sé, voy a hablaros de las mejores historias que me han contado”, decía Fernando Savater al inicio de La infancia recuperada (1976). Savater habla muy bien de las historias que le han contado, explica admirablemente los libros que le entusiasman. Andando el tiempo ha incumplido su precepto y su experiencia: ha pasado a contarnos historias, es decir, a escribir novelas. ¿Por qué esa obstinación? No lo sé.
Es preferible que cada uno descubra qué es lo que se le da bien y qué es lo que se le da menos bien. Qué quieren, yo sigo prefiriendo al Savater lector que glosa las novelas de otros. Como sigo prefiriendo contar películas y analizarlas a soñar con lo imposible: que yo filme una historia. No dispongo preparación ni tampoco tengo cualidades. Punto y aparte.
Dos. No conozco a nadie que de niño haya dicho que quiere ser historiador. Como mucho, a los jovencitos les gusta que les cuenten historias reales, ocurridas, sucedidas, pero no sueñan con ser ellos mismos los que investiguen esos hechos. No es raro oír en la infancia frases de este tenor: me gusta la historia.
En realidad, lo que nos gusta es el pasado que desearíamos vivir, ese tiempo inerte que algunos adultos exhuman con el arte de la narración, con los recursos de la investigación, con el rigor de la informaciones y de la documentación. Porque, en el fondo, el deseo de ser historiador es una aspiración extraña que nos enajena, que nos aparta del tiempo, de nuestro tiempo.
«Si uno fuera de verdad un indio, siempre alerta, y sobre el caballo galopante, sesgado en el aire, vibrara una y otra vez sobre el suelo vibrante, hasta dejar las espuelas, pues no había espuelas, hasta desechar las riendas, pues no había riendas, y por delante apenas veía el terreno como un brezal segado al raso, ya sin cuello ni cabeza de caballo«. Este famosísimo microrrelato de Franz Kafka, titulado Deseo de ser piel roja (o también Deseo de convertirse en indio) expresa una imposibilidad y un sueño: la desaparición de todo límite material, la multiplicación de la potencia, la confusión del objeto y del sujeto, la eliminación del tiempo.
El historiador no puede ser un indio: puede recrear, sí, la vida del piel roja a partir de los restos que perduran. Pero a veces sueña con serlo, como el niño que desea convertirse en indio. Se piensa en el centro de los acontecimientos, a lomos de un caballo que es él mismo. O, como dijera Edward Hallet Carr en ¿Qué es la historia?, el historiador no es un alguien que observa distante y ajeno el proceso histórico: se sabe arrastrado por la marcha misma de la historia, disolviéndose. Leo la biografía que de su vida ha escrito Jonathan Haslam y las vicisitudes de su existencia prueban ese dictamen realista.
Concreta y literalmente: «hablamos a veces del curso histórico diciendo que es «un desfile en marcha». La metáfora no es mala», admite E. H. Carr, «siempre y cuando el historiador no caiga en la tentación de imaginarse águila espectadora desde una cumbre solitaria, o personaje importante en la tribuna presidencial. ¡Nada de eso! El historiador no es sino un oscuro personaje más, que marcha en otro punto del desfile». Más aún, añade Carr, «el historiador es parte de la historia. Su posición en el desfile determina su punto de vista sobre el pasado». No somos águilas espectadoras pues nos sabemos dentro de esa marcha, colocados en una parte. Pero desde luego ambicionamos encontrar un punto de vista que nos eleve algo por encima de ese desfile, como el piel roja de Kafka que, a fuerza de cabalgar, pierde materialidad y límite, posición y determinación.
Tres. Les confesaré algo personal, algo que es la conclusión de lo dicho anteriormente. De niño, yo nunca quise convertirme en historiador. Me parecía poco excitante. Hasta aquí, lo normal. Siendo ya adolescente no sabía si estudiar periodismo o filosofía, materias que imaginaba de acción o de mayor vuelo. Finalmente opté por estudiar historia. Moderado como era y aún soy, con esa carrera me parecía cubrir múltiples intereses, justamente a mitad de camino entre lo concreto y lo abstracto, entre la minucia y la especulación. Uno de los factores que me animaron a cursarla fue descubrir un volumen de tapas blancas publicado por Seix Barral: ¿Qué es la historia?, ese volumen que he releído en tres o cuatro ocasiones en distintas reediciones (ahora en Ariel) y al que regreso con motivo de una reseña que he escrito para Ojos de Papel.
Me maravilló y aún me sorprenden su prosa recia e irónica, las bromas que el severo académico se permitía, el common sense o ese toque levemente progresista que se consentía. Leído, claro, en su versión española, de aquel libro me entusiasmaban la precisión de sus metáforas y el apasionamiento de su rigor. Yo lo veía como un ejemplo excelso del mejor método inglés, de la academia, de Cambridge. Suponía a Carr cómodamente instalado en una cátedra, ajeno al mundo convulso del Novecientos. Estaba totalmente equivocado y las relecturas me dieron las primeras pistas. Carr no era un docente normal. No era un académico corriente, sino un outsider, un historiador sobrevenido, un diplomático con estudios clásicos que supo estar en el centro del desfile elevándose.
Supo, en efecto, mirar con perspectiva, sin ser arrollado por su tiempo y por las ideas recibidas. Era un victoriano nacido en 1892, un liberal britanico de destino previsible. Pero, en cada página de aquella maravillosa obra, el historiador perdía materialidad y límite, posición y determinación, como el piel roja del cuento, hasta confundirse con sus objetos: la Rusia soviética, por ejemplo. Ahora lo vuelvo a confirmar con su biografía. Justamente eso es lo que la obra de Haslam detalla también con precisión e ironía. Tan bien lo cumple que me han hecho regresar al historiador. ¿Imaginan el placer que supone releer aquellas páginas de Carr? No es preciso estar conforme con todos sus dictámenes, pero, ah amigos, su inteligencia, su humor, sus obsesiones, sus vaticinios exactos, sus errores, sus predicciones equivocadas y apasionadas brotan con amenidad. Los ojos de Carr no miran: escrutan tras sus lentes de aumento. Como hace el historiador, como debe hacer todo historiador. Pero, si nos fijamos bien, hay algo más: sus pupilas examinan con una dureza que sólo aligera esa sonrisa apenas expresada.
Cuatro. ¿Y qué lección podemos extraer de lo dicho por Carr? ¿Cómo se maneja un historiador, este historiador? Tanto insistir en que nadie aspira a serlo cuando niño y he dejado sin precisar en qué consiste su tarea.
Para Carr, el historiador es alguien que observa, alguien que está en el desfile de la historia, alguien que se aúpa para divisar: un rastreador de huellas. Le interesa un objeto histórico, algo ocurrido, y se dispone a enterarse: en su caso, por ejemplo, la Rusia contemporánea.
Ya sé que la del rastreador es una analogía –y como tal de valor aproximado– pero no encuentro otra imagen que exprese mejor lo que el historiador hace inicialmente, lo que Carr se propone hacer. Está atento a lo que le rodea, a ese desfile en marcha, para distinguir vestigios que otros no ven. Y esos vestigios son restos del pasado, restos materiales o inmateriales: documentos que le sirven para hacerse una idea aproximada de lo que pudo ser y ya no está. Porque el pasado por inmediato que sea no existe, ya está desaparecido, y sólo con eso –con eso que queda– el historiador podrá conjeturar la parte del entero, el hecho en su circunstancia y el acto en su contexto.
El documento no es copia ni reflejo completo de lo que sucedió, sino algo escaso, como una fotografía que congela la vida que transcurre, una vida que sobrepasa el marco, el campo de lo retratado: una vida de la que vemos una imagen superficial, muda; una imagen cuyos protagonistas se nos presentan, se nos muestran sólo en parte, adoptando poses, enfocados a partir de una determinada perspectiva. ¿Qué pensaban, qué se decían entre sí? ¿Qué había ocurrido antes de que los retrataran? ¿Qué sucede inmediatamente después de que el fotógrafo inmortalizara ese hecho?
El historiador suele contar con otros retratos de los mismos personajes: quiero decir, el historiador no se maneja con un solo documento, sino con otros muchos que le sirven para completar la información limitada de ese primer documento. Carr operaba básicamente con fuentes escritas, con lo que los testigos o protagonistas decían de sí mismos o de los hechos. Por eso, la analogía del retrato que he propuesto hay que tomarla como lo que es: una licencia que me sirve como ejemplo.
El historiador tiene, ya digo, documentos varios, cuantos más mejor. Y Carr reunió obsesivamente datos y más datos extraídos de series escritas, de fondos pertenecientes a distintos archivos. ¿Para documentar qué cosa? La historia de la Rusia soviética, la magna obra a la que se entregó durante años y años. Como historiador contemporaneísta, Carr acopiaba sus informaciones habiendo transcurrido pocos años desde los hechos (la Rusia de Lenin). Le faltaba, pues, una perspectiva de larga duración: no podía hacerlo de otro modo. Pero por eso tiene mayor mérito su esfuerzo, un esfuerzo de exhaustividad, de prudencia analítica. ¿Reúne datos y ya está? No, por supuesto: ha de dar sentido a lo que trata, analiza y, sobre todo, ha de narrarlo, ha de darle un hilo conductor.
El historiador establece un entero de informaciones, todo aquello que puede saber de esos actos del pasado para pasarlo a un relato histórico. Y eso que puede saber no es todo lo que sucedió: de todo lo acontecido no hay registro o lo que se conserva no es necesariamente lo más relevante. Él selecciona a partir de algún criterio fundamentado. Y es que los datos no se parecen «en nada a los pescados en el mostrador», dice Carr con una imagen bien gráfica. «Más bien se asemejan a los peces que nadan en un océano anchuroso y aun a veces inaccesible; y lo que el historiador pesque dependerá en parte de la suerte, pero sobre todo de la zona del mar en que decida pescar y del aparejo que haya elegido, determinados desde luego ambos factores por la clase de peces que pretenda atrapar». ¿Peces, datos?
Más aún: todos esos datos que el historiador ha conseguido pescar no son necesariamente congruentes entre sí. Hay, en efecto, contradicciones, porque el investigador se maneja con versiones. Los documentos son eso: versiones de hechos, contemporáneos o posteriores a los mismos. El historiador ha de dar su versión, que no es una opinión dicha a bote pronto, sino una reconstrucción metódica, erudita, laboriosa, fundamentada, prudente, una reconstrucción que es la escritura de un pasado a partir de lecturas y lecturas, de consultas y consultas, a partir de una observación objetiva.
La objetividad no es el acierto eterno o la equidistancia. Tampoco es la explicación definitiva de los hechos, la interpretación ya clausurada de los actos. La objetividad es el rigor, la disciplina, la documentación, el respeto a los hechos, la precisión. Y, como le gustaba decir a Carr, la precisión no es una virtud del historiador: es su deber. Debemos evitar la superficialidad, la desinformación, el sectarismo; debemos evitar el uso sesgado e interesado de lo sucedido; debemos evitar el pasado como munición actual, como arma de choque. Y debemos escribir, porque al final una tarea básica del historiador es la de escribir, poner en orden eso que ha averiguado lo mejor que ha sabido y podido. ¿Y cuándo hay que escribir?
«En lo que a mí respecta», admite Carr, «no bien llevo algún tiempo investigando las que me parecen fuentes capitales, el empuje se hace demasiado violento y me pongo a escribir, no forzosamente por el principio, sino por alguna parte, por cualquiera, Luego leer y escribir van juntos. Añado, suprimo, doy nueva forma, tacho, conforme voy leyendo. La lectura viene guiada, dirigida, fecundada por la escritura: cuanto más escribo, más sé lo que voy buscando, mejor comprendo el significado y la relevancia de lo que hallo».
Seguiría. Digo que seguiría recreando lo dicho por Carr, homenajeando su manera de enfocar la investigación, mostrando también sus errores. Pero hay que acabar. Un historiador también acierta cuando sabe poner punto final: cuando admite que no podría o no sabría decirlo mejor.
Hemeroteca
Conferencia en la Fundación March
Madrid, 22 de octubre a las 19:30 horas
‘Autobiografía e historiografía. El caso de Antonio Muñoz Molina’, por JS.
Participantes:
http://march.es/conferencias/Biografia.asp?Id=743
Programa completo:
http://march.es/conferencias/Programa.asp?Id=743
No hablaré de historiadores vocacionales, pero su descripción me recuerda un asunto de la infancia que -por algo será- solo podrá separar de mí el Alzheimer. A.M, compañero de pupitre, era un guardameta de inmenso talento, un portero de los que rompía si hacía falta el pantalón de pana para «tirarse» y lucir una espectacular palomita cuando el delantero rival remataba. Nos salvó muchos partidos, lo juro. No era alguien que destacara en ninguna otra faceta de la vida, pero cuando se calzaba los guantes y las rodilleras, joder, el mundo parecía hecho a su medida, a la medida de su genio. Un día, el Padre Pascual, que era un cura algo apocado y al que no teníamos miedo nos preguntó qué queríamos ser de mayores. Mientras cada uno dábamos las previsibles respuestas -no recuerdo que nadie dijera que deseaba ser «historiador» ni «crítico» -vaya rollo-, A.M. esperó pacientemente su turno para deslumbrarnos con una afirmación de orgullo digna de un coloso: «Yo, portero del Valencia y de la Selección Nacional», dijo con un sentido de la vocación digno de un cruzado de la Orden Templaria.
Unos días después aparecieron el Director y el Tutor, a los que obviamente sí temíamos. Cada uno contestó a la misma pregunta. Al llegarle el turno, A.M., agachó la cabeza y en un tono tan bajo que apenas pudo escuchársele contestó: «Yo… empleado de banco, como mi padre». A.M. fue la primera persona que me hizo entender que hay una gran distancia entre los sueños y la realidad. Aquella mañana fue «políticamente correcto» y contestó lo que aquellos policías de la moral esperaban oír… Dios, no me he repuesto de aquello todavía.
Siempre supe que no quería ser muchas cosas; en realidad, muchisímas, por no decir todas. Y nunca tuve, siquiera, que elegir (no sé si decir qué vulgaridad, qué desgracia o qué suerte:-). Tan sólo escribir se me aparecía -ya desde niño- como una posibilidad y un yugo, como una perspectiva de placer y muerte. Algo no necesariamente agradable, sino -tan sólo, ¡tan sólo!- necesario -y por supuesto,inútil;-)
Disculpas por la confidencia.
Juan: escribir, escribir torrencialmente es lo que hacía Carr, con una furia enfermiza, obsesiva, que le costó varios matrimonios. Se sabía sutil y se sabía por encima de la corriente.
David: la historia que nos relata es digna de una España pobretona que usted aún vivió (como yo), una lección que aún duele, supongo.
jejeje no hace falta escribir tanto para arruinar varios matrimonios:-P
Pues yo, cuando descubrí que la ballena no es un pez, quedé maravillado con los prodigios de Natura. Y así salí… A los doce años estaba seguro que sería historiador y ya veis en qué acabé: físico cuántico… Las Moiras siguen tejiendo nuestro Destino contra el que ni los propios Dioses dan la talla.
Fotos. ¿No es significativo el cambio experimentado por el Carr en ellas? Vale, vale, ya sé que es casualidad… pero ¿y si fuera causalidad?… En la cubierta de su biografía vemos a un joven historiador de labios prietos y gesto severo. Rezuma inteligencia, o mejor, la vanidad de decirse y decirle al mundo cuan inteligente es. En cambio, su segunda foto, la de hombre maduro… la inteligencia sigue percibiéndose pero fijaos cómo ha modificado la postura de sus labios: una suave sonrisa aflora en ellos, una sonrisa pícara, hasta sinvergüenza, de esas que no ves en un profesor, la ves en un maestro.
Muy bien, Pumby, veo que compartimos hasta las mejores anécdotas de E. H. Carr. Para quienes no estén familiarizados con la broma de este historiador que el gato parafrasea, les aclararé eso que parece un galimatías.
Al principio del capítulo III de ‘¿Qué es la historia?’, Carr dice: «Siendo yo muy joven, quedé debidamente impresionado al enterarme de que a pesar de las apariencias, la ballena no es un pez. En la actualidad, estas cuestiones de clasificación me turban menos, y no me preocupa demasiado que se me asegure que la historia no es una ciencia».
«A pesar de las apariencias». Las fotos que comenta Pumby tienen, sí, esos matices que destaca. Pero yo añadiría algo más. En ambas imágenes, los ojos son igualmente penetrantes y las lentes aumentan esa capacidad. Quizá el joven Carr muestra un aire enojado o irritado que parece haber perdido el anciano Carr. Parece. En ambas fotografías, el historiador se nos presenta como un tipo que tolera mal la incompetencia. El primer Carr tiene un aspecto levemente fanático u obsesivo, quizá arrogante. El segundo posa con una apariencia ligeramente malvada. ¿Sonrisa pícara de maestro, dice usted? Tal vez. Por lo que sabemos, cuando le hicieron esa foto, Carr tenía unos amores algo desastrosos. ¿Se atisban?
Eduardo Laporte ha tenido la gentileza de citar mi libro Héroes alfabéticos en la reseña que publica en Ojos de Papel.
Se lo agradezco, Eduardo.
Tres cosas:
1.- Siempre me ha gustado mucho ese breve poema en prosa – «Deseo de ser piel roja», me gusta más esa traducción – de Kafka.
2.- Justo: lo que dices sobre el hecho de que no conoces a ningún niño que de pequeño haya querido ser historiador me ha recordado a un texto que también me gusta mucho, de un autor a quien conoces bien. Es un texto en el que ese autor le dice a su hijo que no puede dejar de gustarle la historia, que no puede no gustarle la historia, porque la historia se refiere a los hombres vivos que intentan mejorarse a sí mismos. Siempre me ha gustado esa cita.
3.- He leído la reseña que haces del libro en OdP. Comparto eso de que la vida de un historiador no suele ser objeto de atención para los lectores y de que la biografía de E.H.Carr no creo que sea lo que se dice un «best-seller». Sin embargo, si es verdad que últimamente están proliferando las biografías de intelectuales en el sentido amplio y, dentro de éstos, de algunos historiadores, aunque sea de unos pocos elegidos. En esa colección de PUV han salido algunas buenas como la de E.P.Thompson, la de Braudel o la de Bloch. Hablando de Bloch (un historiador, éste sí, con una vida intensa e interesante) me alegró ver hace unos meses que iban a a reeditar «La extraña derrota» en edición de bolsillo (pensando supongo en lectores que no fueran necesariamente historiadores).
«…El historiador establece un entero de informaciones, todo aquello que puede saber de esos actos del pasado para pasarlo a un relato histórico. Y eso que puede saber no es todo lo que sucedió: de todo lo acontecido no hay registro o lo que se conserva no es necesariamente lo más relevante. Él selecciona a partir de algún criterio fundamentado. Y es que los datos no se parecen “en nada a los pescados en el mostrador”, dice Carr con una imagen bien gráfica. “Más bien se asemejan a los peces que nadan en un océano anchuroso y áun a veces inaccesible; y lo que el historiador pesque dependerá en parte de la suerte, pero sosbre todo de la zona del mar en que decida pescar y del aparejo que haya elegido, determinados desde luego ambos factores por la clase de peces que pretenda atrapar”. ¿Peces, datos?…»
Sr. Fuster, al mencionar usted la colección de biografías intelectuales de PUV, me he animado a rescatar un texto que escribí en la primera etapa de este blog a propósito de Claude Lévi-Strauss y Fernand Braudel. Esas palabras las dije en el acto de presentación que se organizó tras la edición de ambas biografías.
https://justoserna.wordpress.com/quienes-son-los-maestros-pensadores/
Por otra parte, y al margen de lo que yo escribo sobre mis maestros pensadores, RSR y Pumby mantienen una simpática e instructiva discusión sobre ‘Los puente de Madison’ que quizá yo mismo provoqué al comparar los finales de dicha película y de ‘El secreto de sus ojos’.
Serna callas!! Y el PP?
0. Yo no callo, pero qué dice usted. Si estoy harto de hablar de la misma tropa.
1. Por otra parte, una excelente noticia. En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes se acaba de abrir el portal dedicado a Miguel Veyrat. Se trata de una Biblioteca de Autor. Paso a ponerles el enlace y a poner el link respectivo en la página que le dedico a Miguel Veyrat y que tienen a la derecha de su pantalla.
http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/miguelveyrat/
2. Otra excelente noticia. La película de Oriol Porta Hollywood contra Franco (2008), que aquí comentamos tiempo atrás, ha sido galardonada con el premio al mejor documental en el Festival de Cine Independiente de Nueva York. Enhorabuena, Oriol.
http://www.hollywoodcontrafranco.com
Estreno comercial, el 16 de octubre. No se la pierdan.
Otros dos deseos de ser piel roja. El poema de Leopoldo María Panero y el ensayo -magnífico- de Miguel Morey que publicó Anagrama. Este libro ha sido incluso objeto de un interesante trabajo teatral que ha rodado bastante por el mundo. Es un libro controvertido y -para tratarse de un filósofo profesional- de escritura extrañamente bella. Por cierto, dado nuestro «breve encuentro» cuando yo salía de Woody Allen y usted entraba en Campanella, espero no quedarme con las ganas de saber su impresión sobre el filme y el objeto de la discusión de Pumby y RSR a vueltas con Los puentes.
pdta. a ver quien adivina porque pongo entre comillas eso del «breve encuentro»
¿”El objeto de la discusión de Pumby y RSR a vueltas con Los puentes”? ¿eso dices, David?… Dado a la pendencia más truculenta, me lo pones fácil para que te arañe si llegara el caso… a ver… RSR y yo hemos mantenido un ameno debate sobre una obra fundamental en la filmografía de Clint Eastwood basada en una novela bellísima de Robert J. Wallace. No ha habido discusión alguna (si por ella se entiende la segunda acepción del término discutir), ha habido un interesante intercambiado pareceres. Y, como apuntaba Serna, en efecto, él ha sido el promotor de ese pequeño excurso con el que hemos salpimentado el anterior post, así que, ojito con lo que decimos… que las palabras las carga algún dios.
Por cierto y un saludo a Miguel Veyrat.
Quizá una escritura bella sea algo extraño en muchos filósofos profesionales, pero no en Miguel Morey, sr. Montesinos. Ya lo sabe: su escritura es bella. O quizá algo más que bella. Tal vez, inspirada por la lectura de Michel Foucault y de tantos otros.
Me pregunta por la impresión que me causó la película de Campanella, tras nuestro ‘breve encuentro’. No puedo decir más que esto que escribí:
https://justoserna.wordpress.com/2009/10/02/impresiones/#comment-11721
Francisco Fuster introduce un interesante post en su blog a propósito de las crisis económicas y la historia, las enseñanzas de la historia.
Éste es el link:
http://malestarencultura.blogspot.com/2009/10/charles-pkindleberger-la-crisis.html
Yo he querido matizar la confianza que deposita en el saber histórico, con estas palabras:
Dar un repaso a la historia, sr. Fuster, lamentablemente no nos garantiza nada: ni obrar con corrección, ni acertar. Las circunstancias distintas hacen que una conducta razonable en un contexto A sea desastrosa en un contexto B. Los factores que intervienen en la acción son numerosos y como carecemos de una racionalidad olímpica nos tenemos que conformar con informaciones siempre escasas, que son con las que nos manejamos cuando hacemos analogías históricas. Además, al echar un vistazo o repaso, tropezamos con los efectos imprevistos de la acción, o las consecuencias perversas de nuestros actos (la suma de actos egoístas, de rendimientos individuales, daña a todos los egoístas, por ejemplo). Ello hace imprevisible el curso de los acontecimientos. Los economistas son expertos en predecir el pasado y de la ciencia dura que profesan podría decirse aquello que afirmaba Henry Poincaré de la sociología: “puede ofrecer el mayor número de métodos y el menor número de resultados”. Por otra parte, la rutina humana, a la que tanto nos aferramos, no siempre la aplicamos o cumplimos. Un día, sin venir a cuento, por pereza o por audacia o por irracionalidad, hacemos justo lo contrario de lo que siempre veníamos haciendo. Finalmente, el ‘homo oeconomicus’, que es un tipo racional, se parece bien poco al común de los mortales: somos capaces de tirar por el camino más largo, por el más costoso, por el menos lógico. Así somos: si nuestra disposición es tan voluble y si intervienen tantos factores que los economistas no contemplan, habrá que concluir que de las crisis se sale casi ‘milagrosamente’, a ciegas. Por supuesto, la historia sirve para hacernos una idea cabal de lo que hicieron nuestros antepasados. Pero no tengo nada claro que con la historia podamos hacernos una idea previsible de lo que conviene realizar. La ‘magistra vitae’ ayuda a conducirnos: siempre que vayamos muy despacio en las analogías, en las predicciones, y siempre que la tomemos con un saber falible, completamente falible. E. H. Carr hizo predicciones sobre el futuro del mundo a partir de sus gigantescos conocimientos históricos y fracasó. La historia mejor nos sirve para contrastar lo que eran nuestros antepasados y lo que somos nosotros; la historia nos sirve para romper las engañosas apariencias o continuidades, para mostrar el abismo que nos separa.
Gracias, Justo y gracias gato por vuestro recuerdo. Os leo a menudo, pero carezco ya de la capacidad y amplitud de vuestras lecturas y reflexiones como para participar de modo útil. Cada día, además, desconfío más del «saber», sobre todo del histórico de las mil añagazas como denuncia el siempre lúcido Justo. Mil excusas y un abrazo.
Querido Miguel,sabemos que nos lees, en efecto. Tu desconfianza hacia el saber rotundo, apodíctico o manipulador la hago mía. Recibe un fuerte abrazo.
Buenas tardes, tengo 17 años y vivo en Perú.Empezaré en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos este año como estudiante de Historia, quería informarme más y acabé leyendo todo lo escrito anteriormente. Simplemente me apasiona todo esto, no sé tanto como los que han escrito aquí arriba pero es increíble. Espero saber mucho más, pronto.
Hola soy estudiante de Historia en la Universidad Nacional Federico Villareal siempre vuelvo a este post, es muy motivador de alguna manera releo mucha veces el punto dos y de ahí parto a realizar mis ensayos. Para mi ¿Que es la historia? de Carr es un libro completo con respecto a lo que es ser un historiador y cual es su objetivo, aún así Carr no fue un historiador puro. En fin tienes un buen post aquí, siempre vuelvo a el sigue profundizando tus investigaciones, Saludos.