Monumento y documento. Cuando transitamos por la ciudad, entregados a nuestras cavilaciones, no miramos detenidamente. Salvamos obstáculos, consumimos nuestro tiempo y lo que nos rodea sólo es marco, escenario, mero entorno. De cuando en cuando deberíamos pasear pausadamente y mirar: simplemente pasear y mirar como viandantes despiertos. O como historiadores que ven el pasado en lo que queda. En las calles hay señales que nos guían, que facilitan el tráfico, pero hay sobre todo restos de un pasado que fue presente. Esos restos son numerosos y a poco que nos esforcemos podremos hallarlos. Son monumentos y son documentos. Michel Foucault y Jacques Le Goff, entre otros, han reflexionado sobre lo que les aúna y les separa.
El monumento es un artefacto singular, la huella material (en piedra, en mármol, etcétera) que unos individuos quieren dejar de su tiempo o del pasado en el que se reconocen o al que homenajean. Funciona como un recuerdo, como un memento. Dice Joan Corominas en su Diccionario etimológico de la lengua castellana que la palabra procede del latín y deriva concretamente del infinitivo monere: advertir. En efecto, el monumento nos advierte, no avisa, reclama nuestra atención, nos hace pensar: es un objeto visible que nos interpela y que nos exhorta.
En principio, el documento es otra cosa. También es un artefacto material, pero es principalmente el instrumento en cuyo soporte (papel u otros) se depositan datos, una pieza que forma parte de un conjunto: el archivo. El archivo no es el entorno visible, sino un recinto protegido, guardado, custodiado. Es un depósito. Etimológicamente, documento viene de documentum, palabra que entre otras cosas significa ejemplo. Y documentum viene del infinitivo docere: enseñar, manifestar, mostrar.
¿Qué tienen en común? Podemos tomar los monumentos como documentos, como testimonios del tiempo en que fueron erigidos, como ejemplo o huella de un presente del que extraer información; y podemos tomar los documentos como monumentos, como la imagen que las sociedades quieren dar de sí mismas, con énfasis y reconocimiento. Los documentos también nos advierten, nos exhortan… No nos perdamos en este galimatías académico y descendamos a la calle. En concreto, a una plaza de Valencia, la de Alfonso el Magnánimo.
Allí, en esa plaza hay un parque público que data de 1860: el Parterre, de resonancias e inspiración netamente francesas. En el centro de la plaza y del parque hay un monumento. Echémosle un vistazo. Aquí les presento un detalle. Es la estatua de Jaime I. ¿Qué sabemos de ella? En Metales comunes e ingenios mecánicos, Anaclet Pons y yo mismo hicimos breve alusión a ese conjunto escultórico. Nuestro escrito formaba parte del catálogo Dos siglos de industrialización en la Comunitat Valenciana, una exposición sobre la fabricación local.
Es conocida la estatua ecuestre del rey conquistador y allí, en nuestras páginas, precisábamos el momento en que fue colocada y erigida en su emplazamiento, en el centro del parque del Parterre. La inauguración tuvo lugar el 20 de julio de 1891. El traslado fue muy anterior, a finales de 1890: desde los talleres de La Maquinista Valencia, que fue la empresa de fundición que la fabricó (y a la que dedicaron un estudio Carmen García Monerris y Amparo Álvarez). Para tal fin –para proceder al traslado–, el Ayuntamiento de Valencia tuvo que adquirir «un rulo de vapor, un artefacto fabricado por cierta empresa británica que había costado 16 mil pesetas de entonces». Con ese ingenio mecánico se remolcó la estatua. Hubo que escoltarla, hubo que iluminar el recorrido con hachas de viento de los peones camineros y hubo que contener al gentío con números de la Guardia Civil y Municipal. Así sucedió, en efecto.
Así lo relatan los cronistas. «Fue un costoso paseo de cuatro horas», decíamos, «entre las nueve de la noche y la una de la madrugada, luchando contra el lodo que se acumulaba en algunas zonas, pero todo ello verificado bajo los aplausos de los curiosos y aclamaciones de júbilo. No sólo se materializaba un proyecto: también su consumación devenía espectáculo y ejemplo de la epopeya de la voluntad humana y valenciana. Quince minutos antes de las dos terminaba la operación y doce días después se colocaba en su pedestal», añadíamos. «Hoy, como un ritual civil de obligatoria celebración, un gentío más o menos tumultuoso se reúne cada 9 de octubre para rendir homenaje al fundador, un modo de hacer historia monumental aplicando la razón retrospectiva, ulterior…», concluíamos.
En uno de los flancos del conjunto escultórico hay una lápida con una leyenda que dice: «AL REY D. JAIME EL CONQUISTADOR FUNDADOR DEL REINO VALENCIANO. VALENCIA AGRADECIDA. AÑO MDCCCXCI». En el otro flanco leemos: «ENTRÓ VENCEDOR EN VALENCIA LIBRÁNDOLA DEL YUGO MUSULMÁN EL DÍA DE SAN DIONISIO IX DE OCTUBRE DE MCCXXXVIII».
El yugo musulmán. Retengamos esto. Como todos los años, cíclicamente, regresa la festividad del 9 de Octubre. O el 9 d’Octubre. Otra vez, la fiesta que conmemora la fundación del Reino de Valencia. Hace unos meses, en una sesión municipal dedicada a conmemoraciones y monumentos, el representante del grupo socialista, Juan Soto, pidió «la retirada de la placa» que está en la estatua del rey conquistador, esa lápida que reza: «Entró el vencedor en Valencia librándola del yugo musulmán».
Esta frase, decía Soto, «es ofensiva para los musulmanes, vejatoria y humillante, sin rastro de la Valencia plural y tolerante hacia la que deberíamos caminar», añadió. ¿Qué deberíamos pensar de esa iniciativa? Entiendo la incomodidad de ese dictamen (el yugo musulmán), pero por supuesto me opongo a que se retire esa placa, así sin más. Por lo que es, precisamente: todo un documento ofensivo, de ofensa guerrera, ciertamente; todo un testimonio de orgullo…, varios siglos después. Así eran los antecesores. Es un monumento de guerra, pues nos advierte sobre lo que fue la fundación del Reino de Valencia, pero es también es un documento: nos enseña lo que pensaban nuestros antepasados de 1890. Como historiador, me opongo a asear el espacio público, a neutralizarlo, a esterilizarlo. La historia viva ha de estar presente aunque nos incomode.
Entiéndaseme. Prefiero que las leyendas ofensivas se contrarresten con memoriales históricos. Lo propuse en un artículo sobre la estatua ecuestre del General Franco en Valencia, que publiqué en El País. Y lo propuse también en una entrada de este blog que titulé La doctrina del fascismo. El conjunto escultórico del anterior jefe de Estado fue destinado a la Capitanía de la III Región Militar, quedando la plaza original libre de su presencia. Entiendo la necesidad democrática de retirar monumentos que son homenaje a guerreros, pero los restos del pasado son también documentos: nos ilustran, nos enseñan y nos advierten.
Señales de tráfico histórico. Quitar placas ofensivas, arrancar estatutas que dañan nuestra sensibilidad democrática, eliminar los monumentos dedicados a personajes odiosos nos alivia: creemos dar un final feliz a esa historia –la de España, por ejemplo– que siempre acababa mal. Creo que la clave de la educación cívica está en el pasado presente y no manipulado, en la exhumación contextual, en la pedagogía histórica. Todo ello se puede plasmar en la ciudad con cartelas o placas que contextualicen e ilustren brevemente, colocadas junto a las leyendas o la esculturas históricas, ofensivas o no. No se trata de ser pesadamente didácticos ni de ser políticamente correctos. Se trata de poner señales de tráfico histórico, si me permiten decirlo así: nos índicarían cuál ha sido el curso, ese tráfico de los hechos que se consuman y que se condensan en el monumento o en el rótulo de una calle. ¿Que será una ciudad densa de mensajes escritos y didácticos? Bueno, soportamos con entereza y en silencio la invasión publicitaria de nuestras calles: inmensos cartelones exentos, en las marquesinas, en los autobuses, en lo quioscos, etcétera. Nadie parece protestar.
La mayor parte de los nombres del callejero del barrio en que vivo pertenecen a los caídos por Dios y por España en la Guerra del 36: son naturales de Benimaclet, la parte de Valencia en donde resido. Son nombres cuya identidad hoy en día muchos desconocen y que yo mismo ignoraba hasta que un día acudí a la Iglesia principal para escuchar una Misa, unos oficios inacabables. Como me aburría, distraídamente reparé en una lápida depositada en una capilla lateral. Allí estaban todos esos «Emilio Baró», «Leonor Jovani», «Enrique Navarro», «Francisco Martínez», por donde yo transito cada día.
¿Acaso pido que se retiren esas placas? No, por supuesto. Pero la incomodidad me hizo pensar. Sorprendido por un descubrimiento tan tardío (llevo viviendo veintinco años en el barrio), me pregunté inmediatamente por los nombres de los fusilados republicanos a los que rendir un homenaje municipal con una calle dedicada en su recuerdo. ¿Qué sería? ¿Un acto de reparación histórica? Yo quiero verlo como un acto de restitución del pasado sepultado, negado, siniestro: la conversión –ahora sí– del documento en monumento, esa operación que muestra y advierte… No sé si aprenderemos.
Cuando se erige un monumento, la inscripción que lo «identifica» y que, de alguna forma, legitima su propia existencia aparece supuestamente como significante, es decir, nos indica con palabras el sentido de la obra propiamente dicha. Aquel presente desconoce que dicha inscripción termina formando parte de la obra misma. Tan figuración es el aspecto épico e imponente del héroe, espada al cinto, y su temible caballo como la inscripción que lo identifica como «nuestro libertador», «caudillo por la gracia de Dios» o cualquier modismo de ese estilo. Como dice Serna, la inscripción nos dice algo sobre cómo pensaban los que erigieron el monumento, luego es una mala comprensión la que pretende dejar la estatua pero eliminar la inscripción, pues ésta ya forma parte de ella. Es como pretender eliminar de un sarcófago romano la inscripción pétrea que dice -esto me lo invento-«liberto y matador de bárbaros de Germania». Para nosotros, Jaume ya no es lo que indica la inscripción, es otra cosa, y podemos colocar otra leyenda que explique eso que ahora pensamos, pero borrar la historia efectual del monumento, de la cual forman parte aquellas inscripciones me parece barbarie.
Pido disculpas por qué con frecuencia me despisto y pido cuentas por cosas que me he saltado al leerles y que sí aparecen en el blog, que no puedo seguir siempre lo concienzudamente que me gustaría. Lo de la «discusión» sobre Los puentes de Madison me lo salté al parecer. Simplemente me producía curiosidad lo que ustedes pensaban de dicha película. Hice una pequeña broma sobre el film «Breve encuentro», que advierto que les pasó desapercibida, salvo que mi despiste crónico me juegue aquí también una mala pasada. Aquel film imprescindible es un precedente -no el único- del film de Eastwood. Es más contenido, más victoriano, más desolador en cierto modo. Lo prefiero, pese a mi fe en Mr Eastwood. Pero no insisto más en el tema, como también el del film de Campanella, pues como me indica Justo ya se refirió a él y lo leo tarde. Coincido en cualquier caso con la apreciación sobre el abusivo atar cabos narrativos que nos deja el regusto de relato demasiado redondo. A mí se me cruzó tal sensación con el desenlace amoroso, más que con la cuestión del asesinato. Tampoco me gustó el título, me recuerda un poco a esos títulos que mete Almodovar medio en broma para remedar la novela rosa y el melodrama. Coincido en el talento de Darín. Por lo demás creo que el film tiene más valores de los que Justo reconoce, con algunas escenas impagables. No sé, creo que de las grandes películas, incluso cuando como en este caso son defectuosas, emana una energía misteriosa que resulta difícil encontrar en el cine tan irónico y tan deconstructivo -tan cobardemente remiso a veces a construir grandes historias- como es el europeo actual. Bueno, tenía que decirlo porque fui yo quien animó a Justo a entrar al cine y verla. La de Allen fue, querido,impecable y perfectamente tramada y filmada… pero, perfectamente prescindible… ya la hemos visto antes un millón de veces. Prefiero al defectuoso Campanella, también en sus anteriores films.
Sr. Montesinos, como diría nuestro gato de andar por casa, esto es preocupante: coincido con usted prácticamente en todo lo que dice. En su primero y en su segundo párrafo. También me gustan las películas defectuosas que conmueven, pero los finales felices, enteros, redondos, sólo los soporto en las comedias.
Querido Justo: Sigo entrando aquí todos los días y leo lo que puedo, pero el tiempo, para mí, cada vez resulta más escaso y los comentarios que hacen sus contertulios, cada vez son más extensos y no puedo leerlos y menos participar, pero hoy tengo que parar para darle mi más efusiva felicitación. Veo como, poco a poco, va poniendo noicias, aquí, en el ladito, de las estupendas cosas que le ocurren; desde el éxito de la exposición que ha comisariado hasta ese premio, merecidísimo, de la crítica. Me hace muy feliz todo lo bueno que le ocurre y quiero dejar constancia aquí.
Un abrazo muy fuerte para usted y los suyos.
Ana es para mí un honor contar con usted como lectora, pero sobre todo como amiga. Un honor, ya digo.
Por cierto, nos veremos cuando vaya a dar la charla a la Fundación March el jueves 22. Un abrazo muy fuerte.
El honor es mío, Justo :-)
Claro que nos veremos cuando venga a la Fundación y ¿Tendría usted algo que yo pudiera imprimir y colocar, a modo de cartel anunciador de su conferencia? Le agradecería que me lo enviara.
¿Y esto?
http://www.larazon.es/noticia/un-ridiculo-penoso
Estuve en un tribunal de tesis de licenciatura (bueno, trabajo de investigación) en el que debíamos juzgar un estudio sobre la música y la nacionalización de las masas. A esta pieza, la de ‘Roger de Flor’, el investigador dedicaba un capítulo. Allí analizaba la letra y las referencias nacionales, el pasado mítico al que aludía el autor. Estamos en pleno siglo XIX y se recrea un tiempo anterior, ya saben. Qué curioso, qué extraña casualidad: pocas semanas después, las autoridades celosas de lo propio hacen este penoso ridículo con ‘Roger de Flor’. Odio la nacionalización cultural. Venga de donde venga. Lo siento. Comprendo la necesidad de pertencia, pero me resultan insoportables la música, el arte o la literatura cuando su principal fin es la afirmación de lo propio. Aunque acierten en su figuración, fantasía y recreación. La pátina nacional me lamina.
Señas de identidad, símbolos de la nación, sentimiento de pertenencia y su utilización por parte del Estado moderno como fase necesaria para el desarrollo de la economía de mercado, la reacción romántica frente a la exportación de los ideales universalizadores de la revolución francesa, y no sólo de ésta,…Comprendo perfectamente que en el siglo XXI -después de los excesos nacionalistas del XX- muchos estemos hartos del discurso patriotero y busquemos otras formas menos excluyentes de construcción de las identidades colectivas. Interesante debate.
Estoy con usted, don Justo, respecto al ridículo que hacen algunos políticos valencianos censurando el libreto de «Roger de Flor» para adaptarlo mejor a sus estrechos intereses inmediatos. Ridículo y patético.
Un abrazo
Tu necesitas a tu pueblo pero a ti no te han machacado. «La pátina nacional me lamina.» Pero eso qué es?? No se te entiende!!
Sí don Alfons, es patético. Pero es un mensaje que cala, como sucede en general con la propaganda del PP valenciano. Fíjense que el otro día El País comentaba que en una encuesta realizada a los valencianos, 8 de cada 10 no saben, repito, no saben quien es Jorge Alarte. Con su pan se lo coma.
Nos hemos dado un respiro en casa y hemos ido toda la familia a disfrutar de «Ágora», la pelicula de Amenábar. No sé por qué los directores rechazan las explicaciones científicas en sus films. La escena de Hipatia dibujando en la arena la hipótesis de Aristarco del doble movimiento circular de los «errantes» y la posibilidad de un movimiento elíptico de los planetas, es formidable y me ha recordado la película de Alain Resnais, «Mon oncle d´Amerique», con las explicaciones del etólogo Henri Laborit sobre los diversos «cerebros» y la agresividad. Deberían arriesgar más y tomar a la masa espectadora con más altas miras.
Bien, pues una de las escenas del film de Amenábar recoge la destrucción de la estatua de Serapis por la masa colérica de los cristianos que invaden y saquean el Museo de Alejandría, llevando a cabo una de las más desgraciadas y memorables biblioclastias.
He traído esta imagen de la destrucción de estatuas porque creo que erigir y destruir monumentos constituye una constante histórica. El poder, los poderes, erigen; se erige también para conmemorar, constituyendo con ello signos identitarios, refrendos colectivos de personajes, hechos, símbolos, etc. Bien, pues cuando el poder, los pederes cambian, cuando los valores de esos signos se subvierten, el proceso histórico que se repite es la demolición y la erección de nuevos monumentos, que son signos de los nuevos tiempos, elevados en la diferencia.
Lo que nos propone, sr. Serna, me parece adecuado, de acuerdo,; pero, puesto que de lo que estamos hablando es del monumento en el «espacio público», deberíamos tener en cuanta la anterior constante histórica, el valor que los ciudadanos dan a sus monumentos; y, en todo caso, abrir un periodo de reflexión pública que permitiera a la ciudadanía custionarse y decantarse por los signos y símbolos de su ciudad y llevar a cabo, por qué no -¿o es que aún no somos lo bastante adultos, lo bastante demócratas?- un referendum donde la ciudadanía sea consultada y emita una opinión, llevando a cabo una democracía directa, sin la mediación exclusiva de los partidos. Si el ciudadano ha de compartir el espacio y su mirada, es de justicia que tome la palabra y emita su dictamen.
Apreciado Sr. Millón, preguntar en referéndum sobre los monumentos públicos es algo que jamás se me habría ocurrido. Ya sé, como usted dice, que al fin y al cabo estamos hablando del espacio público, ¿pero la mayoría ha de decidir el monumento que se erige o el que se retira? El gusto público es, con frecuencia, municipal y espeso, muy espeso: no es garantía de estética. Tampoco de acierto democrático. Fíjese en el conjunto escultórico sito en la Plaza de la Virgen de Valencia: es una fuente alegórica del Río Turia con sus acequias. Es un espanto estético perpretado por el último Ayuntamiento franquista. Si preguntáramos a la ciudadanía actual, es probable que muchos aprobaran enfervorizadamente su mantenimiento. Yo también propongo mantenerlo, pero para escarnio público, para vergüenza colectiva. En uno de sus flancos podría añadirse una leyenda adjunta en la que detallaran neutramente los pormenores de la edificación: quiénes tomaron la decisión, quién compuso el conjunto, en qué se inspiró, a qué corriente artística se adscribía, en que venero del agrarismo se reconocía. No se trata, como antes decía, de ser políticamente correctos: se trata de enseñar a leer lo que nos rodea.
El sufragio como fuente de monumentalidad no creo que sea una solución. Estamos viviendo un auge de los populismos, de la demagogia, aquí y fuera de aquí: lo estamos pagando en las elecciones. Fíjese en Italia: el desastre de la oposición facilita la ostentación de Berlusconi. Ostentación: la monumentalidad conmemorativa es justamente eso, saberse dueño del pasado que se invoca y gestor de la fantasía, del porvenir. Es raro el monumento público que no me disgusta. Visito Los Inválidos en París y me repugna la exaltación nacionalista y chovinista de Napoleón que hoy se mantiene. No hay contrapartida histórica: la República asume gustosa la sombra y el respaldo inmaterial de ese Usurpador. Visito Roma y la simple contemplación del monumento a Vittorio Emanuele me deprime, ese historicismo enfático de un nacionalismo urgente…
No sé, quizá yo tenga una relación extraña con la piedra evocadora. Eso parece contradictorio con mi propuesta: no eliminar monumentos del espacio público, especialmente los que me incomodan y me obligan a reparar en la historia que los municipios o las instituciones rememoran, en la recreación interesada. Pero no es así: no es contradictorio. ¿Vamos a reservar a cada uno de los votantes la decisión sobre los monumentos? Parece, Sr. Millón, que usted propone algo así. En principio, lo que usted dice es democrático y sensato. Pero inmediatamente le pregunto: ¿y por qué no aplicamos la ley del número a todo? Berlusconi reta a los jueces que lo persiguen preguntándoles que quiénes los han elegido a ellos. Él, por el contrario, se ha sometido al veredicto de las urnas. Creo que debemos tener cuidado: convertir el sufragio en la justificación de todo es demagogia. Somos ciudadanos dengosos y hostiles con los monumentos ofensivos –y lo entiendo, lo entiendo–, pero somos condescendientes con la publicidad invasora y petarda. Somos individuos muy exigentes con los crímenes del pasado, ya concluidos, y somos muy tolerantes, excesivamente tolerantes, con los latrocinios que se están cometiendo, actitud relajada que después se manifiesta en las urnas: muchos no castigan a los caraduras; como mucho demuestran su asco hacia la clase política absteniéndose.
Por otra parte, la interesante alusión que usted hace a ‘Ágora’, de Alejandro Amenábar, también nos lleva a otra discusión. El film es de factura técnica irreprochable. Amenábar se proponía realizar un peplum con mensaje y ha hecho un peplum con mensaje. Me reconozco poco seguidor del género. El género histórico o de época suele dejarme frío e indiferente. El atrezzo, la fidelidad escénica, el vestuario suelen ser objeto de admiración en estos films. Si además tienen mensaje explícito, la gente los acepta mejor: se siente tratada como adulta. Yo suelo ponerme en guardia. Por ejemplo, muchos espectadores admiran ‘Espartaco’, de Stanley Kubrick. Y admiran el film por el mensaje liberador, revolucionario incluso. La he visto en numerosas ocasiones. Nunca me conmovió especialmente, aunque ese sentimiento siempre lo he experimentado con contradicción y con contrariedad: quería dejarme arrebatar por la suerte de los esclavos… No veía un peplum. Veía una película de Kubrick, que es lo que siempre me gustaba y me gusta, tan ampulosa y grandilocuente como casi todas las suyas: un director dispuesto a transitar de género en género recorriendo toda la historia del cine.
Amenábar tiene una meta parecida («me van faltando géneros», dijo días atrás) y una ambición semejante: ser recordado como el autor que supo filmarlo todo. No sé. Creo que es una historia correctísimamente contada en la que la fidelidad documental es algo secundario: no porque cometa anacronismos, sino porque en Amenábar predomina el mensaje sobre la diversión del peplum. Lo siento: me lo pasé muy bien viendo ‘Gladiator’. Y, además, el director español se suele poner algo pesado con la corrección política. El cristianismo fue expansivo y fuente de fanatismo. De acuerdo, admitido. No fue posible la convivencia intercultural y religiosa. Vale, aceptado. Una mujer admirable e ingeniosa se adelantó a su tiempo, diciendo cosas que Kepler diría mucho tiempo después. En efecto, convenido. Pero no consigo emocionarme, conmocionarme o alterarme.
No me hagan caso. Debo tener un día malo. Tendré que reflexionar algo más.
Volveré.
Te gusta o no la historia de Amenabar? Pero Serna si Amenabar es un chileno ateo como tu.
Ateos sin fronteras!!
Siempre tan hipócritas.
“Es raro el monumento público que no me disgusta” “…no eliminar monumentos del
espacio público, especialmente los que me incomodan y me obligan a reparar en la historia que los municipios o las instituciones rememoran, en la recreación interesada.”
No creo que esas afirmaciones sean en absoluto contradictorias, hablan de diferentes vertientes de la monumentalidad y además dejan clara su identidad y su postura como historiador, o así me lo parece.
Respecto a la participación de los vecinos en las decisiones de los monumentos que han de ocupar el espacio público, creo que yo, al menos, vería más interesante que los vecinos pudiésemos decidir respecto de cómo se gasta el presupuesto municipal, ¿no diría ese hecho más acerca de la capacidad democrática de una sociedad? El convertir cualquier tema en objeto de consulta popular no creo que sea el indicador del nivel democrático de un municipio sino más bien un “paripé” y si no, miren el ejemplo de Torrent: su alcaldesa, Mª José Català, ha sometido a consulta popular el cambio de denominación de la Avinguda del País Valencià, después hizo otra consulta para que los vecinos decidiesen entre tres alternativas. El Bloc con objeto de caricaturizar el uso de la consulta popular, convoca un referéndum para ver si se le cambia el apellido a la alcaldesa de Català por Valencià.
Este es un ejemplo de la trivialización de la consulta popular.
Por último, aunque es un tema delicado, estoy de acuerdo con usted en que el sufragio ni justifica ni legitima todo.
Obtener unas mayores cotas en la participación y el compromiso del ciudadano en los asuntos públicos, me parece algo deseable en un proyecto democrático que busque nuevos espacios y modos de intervención de la comunidad. No es un simple problema de «número», sino algo más sustancial, algo que supone un compromiso ciudadano en la gestión de los símbolos públicos. Conseguir que la información circule y se intercambie, obtener una confrontación de las diversas alternativas ciudadanas, asumir una reflexión común sobre temas comunes, no me parece baladí.
La sombra tutelar de los monumentos
«…y la sombra de los augustos monumentos refrescará nuestros indolentes miembros».
«Sagunto 14 de julio 1891.
Sr. Dn. Manuel de Bofarull
Estimadísimo amigo: Supongo que ya había llegado a sus manos la invitación de la Alcaldía de Valencia para asistir a la inauguración de la estatua del Conquistador el lunes próximo, día 20 del actual. Y como el tiempo es corto, tanto yo como el P. Roch ordenamos y mandamos que se ponga V. en camino el viernes por la noche para llegar aquí el sábado a las siete y 1/2 de la mañana, donde nuestras paternidades esperarán a V., si velociter se sirve V. decirnos la aprobación o no de este itinerario.
Por desgracia viene V. en la época canicular, y ya sabe V. que el Sr. Febo se deja caer a plomo sobre nuestra cabezas, pero nosotros procuramos burlar, en cuanto podemos, sus insidiosos rayos, y la sombra de los augustos monumentos refrescará nuestros indolentes miembros.
Páselo V. bien y hasta pasado mañana que espera recibir contestación favorable su apasionado amigo y S.S. q.b.s.m.
Antonio Chabret»
Antonio Chabret Fraga, Epistolario (1886-1891). Cartas a Manuel de Bofarull i de Sartorio. Sagunto, Centre d’Estudis del Camp de Morvedre, 1996, pág. 74. Introducción, transcripción y notas de Juan Antonio Millón.
¿Qué hacemos? ¿Quitamos la lápida ofensiva que está en uno de los flancos de la estatua del Conquistador, pero dejando el conjunto escultórico dedicado a Jaime I? Cuando se erigió en 1891, el rey catalán era un Conquistador. Lo sigue siendo. Si quitamos la placa conmemorativa amputamos una parte del monumento de 1891.¿Qué hacemos?, pregunto.
Esas cosas no se hacen, Justo, es un golpe bajo. Casi me ha hecho llorar. Qué curioso ver en este formato aquellas palabras que transcribí hace más de una década. El entusiasmo, la pasión de aquellos próceres, son causa de admiración contínua.
Una vez repuesto de la emoción, vuelvo sobre los monumentos y la pregunta.
Ante la propuesta del grupo socialista del Ayuntamiento de Valencia, de retirar la susodicha placa, cabría preguntarse, en principio, si esta decisión viene respaldada por su partido únicamente, o recoge una animadversión o queja que alguna otra organización religiosa o cívica haya expresado en tal sentido. Para mí es muy importante esta cuestión, puesto que la calidad de la propuesta si va acompañada de una amplia y razonada posición social, debería ser tenida en cuenta y el gobierno municipal buscar una alternativa que recogiera ese malestar y encontrase una solución pactada. Aquí, por ejemplo, su propuesta, sr, Serna, de mantener los conjuntos monumentales, acompañándolos de una explicación histórica, podría ser perfectamente aceptada por las partes.
¿Esta posible solución, podría ser extendida a todos los monumentos? ¿Seremos capaces de soportar la presencia de estatuas de Franco, por ejemplo, o listas de caídos por la patria, acompañados de una explicación histórica? Hoy por hoy, y a estas alturas de la desvergüenza y el olvido con los que son tratadas víctimas del franquismo y familiares de las mismas, soy bastante escéptico. Y es ante ello, por lo que opto por la reflexión social, y, llegado el caso, la consulta pública, el plebiscito.
Don Justo, impagable documento el que nos enseña sobre el instante fundacional del monumento a Jaume I. Muy esclarecedor sobre cómo el tiempo esculpe las estatuas y sus placas. ¿Y los historiadores?
http://www.scribd.com/doc/17925780/Yourcenar-Marguerite-El-Tiempo-Gran-Escultor
Mucho después de ese 1891, hace tan sólo unos días, grupos de extrema derecha se adueñan de unos símbolos y los manipulan de forma descarada para justificar los ataques violentos contra quienes consideran sus «enemigos». http://blocs.mesvilaweb.cat/node/view/id/147649
Otros -también de la derecha más extrema, o no- aprovechando el espíritu gregario y el bajo perfil crítico de las masas concentradas para asistir a la parada militar con motivo del día del Pilar/ de la Patria/ de la Hispanidad/ de España se dedican a gritar pidiendo la dimisión del Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero.
http://www.rtve.es/noticias
Interesante debate el que ha abierto sobre el presente y el futuro de las estatuas públicas. Como puede ver tiene numerosos frentes desde el que abordar este tema, algunos de ellos van más allá de qué hacer con unas placas o si Rita, la alcaldesa, propone llevar la estatua ecuestre de Franco a un museo. ¿Será al IVAM?
A ver, otra vuelta de tuerca… Estamos dando a los monumentos, placas conmemorativas y nombres de calles el valor unívoco de considerarlos como los únicos elementos que tenemos referidos a un espacio público concreto. Pero, en realidad, cuando un monumento, placa o nombre de calle, hoy, es conflictivo es porque, probablemente, ayer, ya lo fue, conflictivo, digo ¿y qué hacemos con el ayer?
En otras palabras, ¿tenemos que respetar hoy toda la patulea franquista, conservadora o reaccionaria cuando están ocupando unos lugares que ayer lucieron con nombres y figuras progresistas? ¿Qué hacemos con el monumento al aviador republicano que sufragó la Diputación de Valencia en 1937 y que en 1939 fue convenientemente destruido por la turba franquista? ¿Lo dejamos en añicos y olvido mientras la derecha no tiene empacho en reponer santones de la creencia católica. Véase el abominable monumento a qué sé yo que obispo que Rita ha reconstruido en “Les Alamedetes” del Turia o el retorno de la Inmaculada Concepción al centro del patio del Hospital General, un centro público y, por ende, no confesional Entonces, ¿la derecha sí puede hacerlo pero la izquierda no? O sea, que la cruz que se mete con calzador, en 1940, en la Puerta del Mar de la ciudad de Valencia para que Falange Española Tradicionalista y de las JONS haga sus ritos nacional-católicos nos la hemos de tragar “per secula, seculorum” en un monumento civil, en una vía pública y en una sociedad regida por una constitución no confesional. Perfecto, pero resulta que Buenaventura Durruti no puede tener la avenida que se le dedicó cuando lo asesinaron. ¿Me lo explica alguien?… Cualquier país medianamente democrático, y eso abre un arco que va desde el nuevo Iraq a la vieja Alemania, lo primero que hace es limpiar de sus vías públicas la memoria de la dictadura ¿qué tal hoy la avenida Saddam Hussein o la plaza de Adolfo Hitler con sus respectivos monumentitos en bronce? ¡¿Le cabe a alguien en la cabeza?! Bueno, pues aquí hemos de ser más papistas que el papa.
Congelar el presente simbólico de las vías públicas perpetua el olvido que la dictadura impuso para borrar de la memoria colectiva los ejemplos progresistas con los que la república quiso reordenar el nomenclator público e ilustrar al pueblo español. Y no hay más.
Pumby, aunque quizá lo conozcas, quisiera recordar aquí el excelente libro de un amigo, José María Azcárraga -por otra parte, magnífico fotógrafo-, GUIA URBANA. VALENCIA 1931-1939. LA CIUDAD EN LA SEGUNDA REPÚBLICA (Publicaciones de la Universitat de València), donde documenta pormenorizadamente el expolio sistemático que hizo el franquismo de la memoria republicana. Por cierto, Pumby, nuestro nuevo gatillo, que atiende al nombre de Fito, te envía sus saludos -y a todos los demás contertulios- y te advierte cuidado con la presión de esas uñas afiladas que de vez en cuando gastas ;-)
Pregunto otra vez: ¿quitamos la estatua de Jaime I? ¿La dejamos, pero quitamos la placa?
La reflexión a que invito en este post no es proclama ni venganza. Quiero mostrar la contradicción «monumental» de que estamos rodeados. Prácticamente no hay monumento público que no sea una rememoración de la violencia, de la exclusión. ¿Quizá porque todo documento de cultura es un documento de barbarie?
Échenle un vistazo a Aloïs Riegl. ‘El culto moderno a los monumentos’. Visor. La balsa de la Medusa 2, Madrid, 1990. No se arrepentirán.
Don Justo su pregunta está muy clara. Espero que también mi respuesta.
La placa del pedestal de la estatua ecuestre de Jaume I debería ser retirada por anti estética y por no aportar absolutamente nada a la comprensión del monumento, y debería ser sustituida por otra -en valenciano/ catalán- en la que se explicase de forma lo más objetiva posible, con criterios de historiador, quién era Jaume I y el porqué del monumento. Mantener la placa es darle a la estatua de Jaume I la consideración de ninot de falla. A lo mejor es lo que se pretende. Esa es mi humilde opinión.
Por otra parte, tras «la longa noite de pedra» -Celso Emilio Ferreiro, dixit- vivimos en democracia. Crear una cultura democrática no es sólo tarea de la escuela. Hace falta que dicha cultura impregne los máximos ámbitos soiales.
Estoy totalmente de acuerdo con el gato de Villa Rabitos en la necesidad de romper con las falsas dinámicas históricas con las que la derecha quiere perpetuar sus valores en todos los aspectos de la vida.
Recuerdo al respecto, la breve polémica que hubo sobre la conveniencia de seguir dando el nombre del general Elio a una calle de Valencia, tras la presentación del libro de las hermanas García Monerris, y que fue saldado por la alcaldesa con el despotismo a que nos tiene acostumbrados. Desde luego Rita no es nada partidaria de peligrosas consultas ciudadanas. Se empieza decidiendo el nombre de una calle y se termina pidiendo más democracia.
http://www.levante-emv.com/secciones/noticia.jsp?pRef=2009031200_16_565716__Valencia-calle-General-Elio-mantiene-coherencia-historica
Por supuesto, el espacio urbano tiene que estar plagado de referentes democráticos y no de guiños a la Dictadura. La ley de la memoria histórica debería cumplir, entre otros objetivos, ese papel de saneamiento del callejero.
Un abrazo y buen aterrizaje a todos el martes y 13. Un día para estar atentos a la pantalla.
«Cualquier país medianamente democrático, y eso abre un arco que va desde el nuevo Iraq a la vieja Alemania, lo primero que hace es limpiar de sus vías públicas la memoria de la dictadura».
De acuerdo totalmente con Pumby. También en cualquier país medianamente democrático, como la vieja Alemania, es delito hacer apología pública del Nazismo y aquí no lo es hacerla, de lo que «ellos», llaman santa cruzada, pero por algo hay que empezar. Todas las ciudades del mundo están llenas de estatuas que loan a villanos, pero que, por añejos los retratados, o por bellas las obras, nadie se plantea demoler y casi ni se recuerda quiénes fueron. Los asesinos recientes, de los que quedan víctimas de segunda o tercera generación; aquellos cuyas voces, cuyos cuerpos en movimiento, recordamos todos vivamente, ni pueden ni deben presidir nada ni ofender la vista de sus víctimas a toda hora. En ofensa, además, doble, porque suelen ser unos monumentos horrorosos. Los dictadores acostumbran a tener un gusto pésimo y, cuando ya están en condiciones de autodedicarse monumentos, no suele quedar artista digno de ser llamado así, porque son los primeros que caen en esas épocas. Son seres, en general, libres y con criterio propio. Seres muy peligrosos.
En fin, aparte de la broma sobre arte y dictadura, me parece que los demócratas somos demasiado melindrosos a la hora de tomar decisiones. Hay demasiado miedo a que puedan considerarse dictatoriales. Es la falta de costumbre de actuar en democracia y terror a que puedan confundirnos con los otros, cuando quitar una estatua de Franco, de Hitler, o esa placa, es algo de cajón. Y, además, por feas.
Hoy me he acordado de ustedes. He oído a dos señoras, por la calle, comentar que en el país de una de ellas (América del sur), se estaban planteando quitar las estatuas de Colón ¿Qué les parece?
En Madrid, hace 15 años, se sometió a plebiscito la colocación de una estatua ecuestre de Carlos III. Había tres opciones y, mientras se decidía su lugar, estaba en la Puera del Sol. Los domingo aquello era una fiesta; familias enteras íbamos con nuestras criaturas a colocar la papeleta en la urna, sin control ni medida. Estoy segura de que muchos repitieron y opinaban los niños pequeñitos, como mis hijos, de 10 y 8 años, que sintieron la profunda emoción de votar por primera vez en su vida. Aquello fue bonito, estuvo bien, pero votar sobre la permanencia o no del monumento a un dictador no.
http://es.wikipedia.org/wiki/Estatua_ecuestre_de_Carlos_III
Curioso juego, este, el de las suplantaciones sucesivas, cíclicas, marmóreas y siempre revisables de la memoria histórica…
Sólo un apunte al margen: ¿Por qué será que todos los vencedores me parecen igual de soeces?;-)
Saludos!
Adito. Darle una avenida a mi admirado Durruti debe de ser una broma, no?:-P
Hola, buenas. En unos minutos publico una nueva entrada en el blog. Trata…, ¿pues de qué va a tratar?
Juan Antonio, atiendo tu sugerencia sobre mis uñas… pero está en mi naturaleza. Y felicidades por Fito, a quien te ruego que presentes mis respetos.
Estoy seguro que a Buenaventura Durruti le hubiera repugnado que se le diera su nombre a una vía pública pero en Valencia se hizo y no en una arteria menor. Tras su asesinato, la actual Avenida del Reino de Valencia, dicha durante la democracia, AR (“antes de Rita”), Avinguda de l’Antic Regne, dicha durante la dictadura, Avenida de José Antonio Primo de Ribera, fue, previamente, sí, Avenida de Buenaventura Durruti. Lo peor del caso es que ya no me acuerdo cómo se bautizó originalmente esa avenida, cuando se creó, en tiempos de la República, me parece… ¿Puede ser más significativo el devenir de la denominación de dicha avenida?
mmm… ¿Hablando con gatos?… ¿Invocando a Durruti?… Ya que estamos en pleno desvarío… ¿Por qué no acabamos de una vez con esa iconofilia callejera?… A ver… ¿lo ponemos, lo quitamos?… ¿dejamos hasta aquí o hasta allá?… ¿somos correctos políticamente o sinceros ideológicamente?… ¡Nada de melindres! (¡gracias, Ana!), ¡¡seamos radicales!!… ¿y si numeramos las calles y nos dejamos de zarandajas?… ¿que queda feo o monótono?… de acuerdo, denominemos las vías públicas sólo nombres inocuos, la Madre Natura nos regala tantos que no tendremos nunca una ciudad que los pueda abarcar todos (“¿Y tu donde vives?, ¿Yo?, en leucocito, esquina con esternocleidomastoideo”… ¡sería fantástico!) ¿Y los monumentos?… (1) repártanse escrupulosamente entre museos, cementerios y parques infantiles para deleite de la chiquillería; y (2) no volvamos a hoyar la ciudad con esas fallas incombustibles que, a lo visto, más que ejemplo de civilidad son una coartada para el asilvestramiento de la plebe y plantemos árboles en su lugar.
De todas formas, no quiero escurrir el bulto: a la cuestión serniana de qué hacer, en concreto, con la estatua de D. Jaime y ya que presiento que mi propuesta anarco-iconoclata no va ser secundada por las masas enfervorecidas, me apunto a la propuesta de A.Álvarez. Dejémosla donde está, dentro del dislate de una ciudad donde ningún monumento ocupa la vía pública que lleva su nombre (en este caso, D. Jaime está en la plaza de D. Alfonso el Magnánimo, de la misma forma que Ribera ocupa la de Teodoro Llorente, Vinatea la del Ayuntamiento, el Marqués del Campo la de Cánovas… etc, etc…) y substituyamos la placa al calor de los tiempos. De la misma forma que los puentes góticos se ensanchan para adaptarlos a la nueva circulación urbana o los viejos mercados de productos naturales pasan a ser centros comerciales de manufacturas, las placas también deberían ajustarse a la lógica de los tiempos. Todo serían ventajas. Los monumentos, así, serían “dinámicos” haciendo las delicias de los críticos de arte para imaginar mil majaderías conceptuales; las sucesivas generaciones de vecinos se encontrarían a gusto con ellos y se troncharían de risa con cada cambio; y trabajo no faltaría nunca para picapedreros, fundidores, historiadores y cronistas. ¿Quién puede dar más por menos?
[…] https://justoserna.wordpress.com/2009/10/08/el-yugo-musulman […]
[…] todo ello bajo el amparo involuntario del rey conquistador, aquel que nos libró del “yugo musulmán“. ¿Y el 12 de octubre? Ah, la fiesta nacional de España sirve para que en la parada militar […]
[…] hay que mantenerlos: eso sí, con cartelas debidamente explicativas. El texto que abajo reproduzco, El yugo musulmán, lo publiqué en octubre de 2009. Han cambiado algunas cosas. Pero yo me mantengo en mis trece. Me […]