El impostor inverosímil Enric Marco (2005)

Los archivos de Justo Serna, 17 de mayo de 2005
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El caso del embaucador Enric Marco está sirviendo para muchas cosas. Para hacer literatura, para comparar la mentira biográfica con la invención literaria, como hace Mario argas Llosa; o para denunciar otra vez los riesgos de la ficción, en confusa mezcla con lo real, según acostumbra Arcadi Espada. No sé qué tiene que ver el caso de Marco con la literatura y con la ficción: tiene que ver con la mentira, con el narcisismo de quien se inventa un pasado; tiene que ver con el empeño de engañar. Es sorprendente que alguien construya una efigie falsa durante treinta años, sobre todo por el esfuerzo que eso supone. No menos sorprendente es la repetición de argumentos archisabidos a que da lugar este caso. Y, además, por parte de personas que admiramos. Lo que leemos de Vargas Llosa ya se lo tenía leído y, la verdad, cualquier envidia literaria está fuera de lugar: los mejores mentirosos deben ser auténticos artistas del embuste. A qué admirarse, pues: la vida está llena de farsantes. Menos aún entiendo la porfía de Espada contra la novela, contra la literatura, contra “Miralles, coño, Miralles”, es decir, contra Javier Cercas. El novelista no miente: advierte que es ficción lo que presenta y advierte que urde e inventa una historia que, en parte, procede del mundo externo y, en parte, de experiencias transfiguradas.

Lo que sucede es, precisamente, todo lo contrario: que el caso de Marco nos obliga a revisar las cómodas posturas que cada uno mantiene a la hora de definir la ficción. Tiene razón Vargas Llosa cuando refiriéndose a los pretextos que el impostor catalán señala: “las explicaciones que ofrece sobre su proceder tienen un inconfundible saborcillo borgiano y él mismo parece un tránsfuga de la Historia universal de la infamia”. Aceptando lo borgiano del asunto, creo, sin embargo, que el caso se asemeja a otro relato del argentino. ¿Qué es Marco? Un impostor, cierto. Pero…, sólo es un traidor real o tiene algo de héroe imaginario.

En Tema del traidor y del héroe, Jorge Luis Borges escribe un cuento bajo la forma de un argumento incompleto, como si todavía fuera un work in progress. Por tanto, faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia “que no me fueron reveladas aún”. El argumento refiere el caso de Fergus Kilpatrick, un irlandés heroico de comienzos del Ochocientos, la acción transcurre en 1824 y el narrador del futuro cuento que aún no está concluido será su bisnieto, llamado Ryan, que escribiría en el siglo XX, contemporáneo de Borges, pues.

“Kilpatrick”, nos dice el narrador del argumento, “fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores que pereció en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado”. Un siglo después, su pariente se propone escribir la biografía del héroe, sabiendo, además, que “las circunstancias del crimen son enigmáticas”. Murió en un teatro y “la policía británica no dio jamás con el matador”.  ¿Lo hicieron matar los propios guardias? Más aún, esas circunstancias son confusas, puesto que “nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro”.

Este hecho le hace suponer a Ryan que hay coincidencias y paralelismos con el caso de Julio César, un tiempo cíclico que repite los sucesos, tal vez. O quizá no, quizá las cosas hayan ocurrido de otro modo y con otros significados, pues ciertas palabras pronunciadas por un mendigo que habló con Kilpatrick el día en que lo iban a matar “fueron prefiguradas” nada menos que por Shakespeare en Macbeth”. “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”.

Pero no es eso lo verdaderamente pasmoso, lo inconcebible es que la gran rebelión que se fraguaba y de la que Kilpatrick sería su organizador casi fracasó por ser éste su traidor. No diré por qué. Al ser descubierto ante sus compañeros por un conmilitón, un tal Nolan, que aportó “pruebas irrefutables”, los conjurados “condenaron a muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria”, dado que Irlanda idolatraba a Kilpatrick. De ahí que Nolan tuviera que idear una oscura muerte de gran efecto, de gran impacto en la imaginación popular y que precipitara la rebelión, tuviera que inventar esas circunstancias. Como había sido traductor de Shakespeare al gaélico, acabó repitiendo escenas de Macbeth, marcando lo que debería ser su final. Kilpatrick, “arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía” con una muerte gloriosa (aunque impostora) colaboraría hasta que un balazo, “que prefiguraba el de Lincoln”, acabaría con su vida en 1824 en aquel teatro. Lo curioso es que de alguna manera (y no les revelaré en qué sentido) Ryan también estaba prefigurado en la mentira urdida por Nolan.

Es decir, una biografía tan admirable como la que Marco se ha construido prefiguraba al inevitable historiador que exhumara su caso para mostrar la gesta de supervivencia. De algún modo, pues, este profesional de la exactitud estaba previsto indirectamente por el propio impostor con el fin de que al desvelar su embuste el público celebrara su imaginación y su pertinacia. De algún modo, Marco habría dejado chinitas en el camino para que se descubriera su simulación, como previstos estaban el novelista Vargas (así lo llamaba Espada la segunda vez que lo citaba en su blog) y el periodista Arcadi. De no ser por la revelación, el embustero habría quedado oculto, uno más de los damnificados del nazismo, uno más de los recluidos en los campos. Ahora, sin embargo, vive sus momentos de gloria y de infamia, regañado por el reportero inquisitivo, reseñado por el literato que lo admira con horror y glosado por un humilde lector de Borges.

Un comentario

  1. […] Por otra parte, si yo empleo un alias para hacer como que existealguien y de ello se siguen consecuencias para otros, entonces soy un caradura. Si además, digo ser progresista y de ello hago causa, entonces estafo, confundo a quienes están dispuestos a creerme. Hay muchacredulidad en este lado… Enric Marco fue un caso ejemplar de esta conducta, según me recuerda Rogelio López Blanco. De ello escribí en 2005. […]

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