Uno. Un barrio, El Cabanyal, amenazado por el derribo de muchas de sus edificaciones, un espacio de otro tiempo que puede desaparecer; una avenida que atravesará viviendas y casas deshabitadas, aceras, espacios comunes, lugares íntimos.
Como en el siglo XIX, con afán rectilíneo: a la manera del barón Haussmann en París, aquel que levantó una capital bella, bellísima, atendiendo a los planes imperiales de Napoleón III. Aquí, a la izquierda, lo vemos en una imagen sedente: George-Eugène Haussmann, mostrando su rostro esquivo, suspicaz, institivamente a la defensiva…
¿Tuvo costes humanos? La ciudad medieval quedó arrasada y las cuentas de la operación fueron objeto de escándalo. Más de la mitad de París cambió: las edificaciones transformaron la urbe. Se abrieron grandes bulevares.
¿Quién es nuestro Hausmann y quién nuestro Napoleón III? ¿Para qué conservar lo pasado, el pasado material, si el instante es único, si el porvenir nos redimirá? No hay que rendirse ante lo pretérito: debemos construir sobre las ruinas aún humeantes de una ciudad arrasada. A qué tantos escrúpulos. Lo viejo es desecho y lo nuevo es promesa: promesa edificante. Edificante es lo cuidado, lo cultivado: hay que sacudirse lo sobrante. Hay que evacuar, si es preciso. Qué importan los materiales o las personas cuando lo que se dirime es el trazado rectilíneo de una utopía gigantesca y menestral.
O como decía Usillos, aquel desastroso personaje de El milagro de P.Tinto: si hay que sanear, se sanea. Se sanea aunque los martillos neumáticos, el ruido o la piqueta expulsen a la población o eliminen la ganga: lo que juzgan excedente. Aquí, a la derecha, lo tenemos, con esa mirada penetrante y ciega, dispuesto a erradicar.
En clave paródica, Usillos me recuerda al tipo destructivo descrito por Walter Benjamin en uno de sus ensayos breves. Para el autor alemán, hay una ansia destructora que exalta. Puede tener incluso efectos euforizantes. Por eso hay gentes y directores, masas y líderes, que se aplican con entusiasmo a la destrucción de lo ajeno, dicen, por su propio bien. Aunque los efectos saludables no se vean inmediatamente.
La destrucción erradica y tonifica, la destrucción simplifica el mundo mal hecho o torcido, la destrucción amputa lo cancerígeno. Los destructores no se interrogan sobre el efecto personal, sobre el individuo, sobre su emplazamiento. Gozan con el abismo o con el vano, con el solar que provocan.
Hacen sitio, airean, y donde otros chocan con muretes o con personas, ellos sólo ven lugares vacíos, una amputación propiamente quirúrgica. Hay que retirar los escombros; hay que abandonarse a la ensoñación de un camino expedito.
La creación es, en el fondo, una operación solitaria; la destrucción es un acto visible, hecho ante y para la gente, impotente ante la fuerza del martillo neumático y la taladradora. ¿Pero la destrucción no será también creación? Hoy podríamos arrasar el París de Hausmann, intoxicados como él por una furia reparadora. Haussmann no se arrepintió de sus actos y hoy, cuando la visitamos, gozamos con una capital decimonónica. El barón no tuvo que explicarse. Tampoco los nuevos destructores.
Dos. «Nuestras playas. La gente que ha quedado en Valencia distribuye su tiempo entre la diaria visita a los balnearios del Grao y del Cabañal y la Exposición. Nada más a propósito que dedicar algún espacio en estas columnas al sitio predilecto de los valencianos en estos días de bochornoso calor.
«Muy poco a poco se han ido transformando esos lugares que las brisas marinas atemperan. No se necesita contar muchos lustros para acordarse de cuando las incómodas tartanas, viejísimas en su mayor parte, estacionadas frente al palacio llamdo de la Aduana-Fábrica de tabacos, aguardaban completar el número de asientos para lanzarse, dando tumbos, por el pintoresco camino del Grao.
«Lo incómodo del viaje contribuía a que la gente guardase con especial rigor el novenario de Baños, y en cuanto asomaban las suaves brisas de Septiembre paralizábase el movimiento de bañistas, como también el trabajo de tartaneros, que hacían un verdadero Agosto durante la corta temporada.
«El aspecto de nuestra playa del Cañamelar era muy distinto al de hoy; no existían las Arenas; a las clásicas barraquetas les bastaban varios departamentos nada confortables, con un barreño para lavarse los pies y una soga encendida para prender fuego al cigarro, si eran barraquetas de hombres. Las de las mujeres quizá estaban más desaliñadas.
«Era incómodo, pesadísimo, atravesar aquellos inmensos depósitos de arena caldeada, extendidos desde las casas fronteras al mar a las mencionadas barraquetas. Sólo el ir y venir costaba raudales de sudor o una verdadera insolación; los efectos del baño eran, por consiguiente, nulos, porque al placer de refrescar el cuerpo, sucedía luego un achicharramiento peligroso.
«Las mujeres, principalmente las que vivían en el Cabañal o estaban allí de temporada, defendíanse de los efectos solares vistiendo largos peinadores blancos y llevando sueltos los cabellos después de habérselos remojado en el baño; al llegar a casa ya los tenían secos. Los hombres solían llevar amplios sombreros de jipi y aun de palma vulgar.
«Entre los veraneantes de las poblaciones marítimas, había una clase especial que daba buen contingente de bañistas: els madrileños. Familias modestas de Madrid que venían a gastarse sus ahorrillos invernales viviendo en comunidad con algunas marineras de rompe y rasga, que siempre estaban en continuo litigio y zambra con sus huéspedes.
«No sabemos si por el creciente abuso que en perjuicio de sus intereses cometían con aquéllos algunas patronas del Cabañal y Cañamelar, o porque les resultarían más económicas las excursiones a otras playas, las alicantinas especialmente, es lo cierto que dejaron de venir los madrileños con harto pesadumbre de cuantas personas simpatizaban con ellos y conocían el beneficio económico que en lo porvenir podían proporcionar a los poblados marítimos. Como la aglomeración de tartanas era grande en la playa, se construyeron varios umbráculos antiestéticos –cuatro soportes de madera vieja, techumbre de paja– perteneciente cada uno a un dueño. Recordamos la inscripción de uno de ellos escrita con grandes caracteres de torpe letra hecha a mano sobre un tablón sin pulir siquiera: Sombrajedeta biuda de Jori.
«Junto a estos umbraculos y formando pendant con ellos estaban los merenderos, cuyo eterno menú era el plato de caracoles –muchos de ellos desalquilados– la tortilla y el pescado frito. Para los gastrónomos de menos posibles, allí tenían la vendedora de mojama, el cocotero, vinatero y la galetera sus puestos de venta.
«Los trajes de baño de las mujeres y el de los hombres también pedían un Worth que los reformase. Aquella holgada bata, de lana o de algodón con cola y todo, y el enorme sombrero de palma, daban a los bañistas frailuno aspecto. Creían sin duda que de esa manera podían castigar curiosidades poco castas, y tal vez equivocábanse, porque las olas bravías e inquietas y las impertinencias de la mojada camisola, frustraban las púdicas intenciones.
«Hoy a duras penas se ven esos arcaicos indumentos; el traje de baño con calzón ceñido al tobillo y la chaquetilla o falda marinera ponen a los bañistas a cubierto de cualquier desgraciado accidente, y permiten, sin menoscabo de la honestidad y el decoro, que cada cual luzca las maravillas de su escultura: la esbeltez por lo menos. Con ella ganan la estética y la moral.
«Desaparece asimismo el celebérrimo taparrabos salvaje que vestían los hombres, sustituyéndose por los trajes de lana completos y decentes. ¡Que continúe la mencionada evolución en la ropa de baño femenina y masculina!
«El adecentamiento de las playas data de la llegada del tranvía de sangre frente a las barraquetas y de la competencia que a estas les hizo el balneario Las Arenas. Puliéronse las fachadas de aquéllas; sus títulos fueron menos grotescos, pusieron puertas a los cuartos, enrejados de madera para no ensuciarse los pies, duchas de aguadulce, etc., etc.
«Los merenderos se instalaron ya con honores de restaurants, y hasta se levantó alguno que otro bar junto al apeadero del tranvía. El abaratamiento y comodidad del viaje –sobre todo cuando llegó el ferrocarril a la propia playa– hizo que la gente de la ciudad, no sólo prolongase su temporada de baños, sino que, aun sin tomarlos, acudiese allí en busca de grato solaz.
«Convertidos el Grao, Cañamelar y Cabañal en barrios ciudadanos, creció el número de veraneantes; fueron desapareciendo poco a poco las típicas barracas y construyéndose en cambio hermosos edificios con honores de palacete. Debido a ese afán constructor por una parte, y por otra no quedando terreno hábil para edificar, hubieron de ocuparse –valiéndose para ello de argucias curialescas– ciertos terrenos concedidos exclusivamente para que industriales humildísimos construyesen merenderos y horchaterías.
«Hoy, cubiertos con ese pabellón, o porque realmente puedan ostentarlo, se ha construido frente a las casetas de baño una hermosura de chalets, con sus correspondientes verjas y terrazas, que prestan animación a la playa pero que han quitado vista y despejo a las alquerías que dan frente al mar.
«Los tranvías electricos acaban de conquistar definitivamente la playa. Atenta la compañía a su negocio, facilita el acceso a dichos lugares, que ha procurado hermosear, construyendo cómodos umbráculos y apeaderos. También organiza alguna que otra vez conciertos musicales. Para formarse idea de lo que es en la actualidad semejante lugar de esparcimiento, hay que visitarle un día festivo, si es por la tarde mejor. Desde las cuatro de la misma, los eléctricos de la Glorieta se toman por asalto; un gentío inmenso, en el que se confunden gentes de todas las categorías sociales, aguarda con impaciencia la llegada de los carruajes; miles de pasajeros los ocupan en un momento, y no cesa el rápido acarreo hasta bien entrada la tarde.
«Por el ferrocarril, en los riperts y en carruajes particulares marchan, tanto a la playa de Caro como a la del Cabañal, la mayor parte de los valencianos, muchos de ellos con sus respectivas meriendas-cenas, otros con el apetito dispuesto para procurárselas en bodegones, merenderos y restaurants.
«La hora del baño es pintoresca, de mucho colorido. Sorolla lo sabe y ha ocupado varias veces sus pinceles en sorprender contrastes de luz, reflejos de sol y diafanidad de ambientes.
«Centenares de bañistas se zambullen en el manso mar, cada cual de la manera propia de su temperamento, unos con calmosa prosopeya, regateándoles a las aguas la gracia de su cuerpo; otros entregándose todos de una vez con evidente nerviosismo; juguetones y despreocupados aquéllos, recelosos y serios éstos. Las mujeres en grupos o cogidas de la mano y persignándose devotas; sueltos y dando brincos los hombres. Percíbense lloros de niños, gritos de mujeres, voces masculinas, confundido todo ello con el lejano silbido de la locomotora, el pregón de los vendedores. el ulular de las sirenas, las campanadas secas del tranvía y los apagados acordes de una banda de música.
«Es eminentemente popular el carácter de nuestras playas, sobre todo desde que por las exigencias de la vida moderna emigran las clases aristocráticas a las costas francesas o del norte de España. Cierto es que los balnearios montados con cierto lujo como Las Arenas, La Perla, La Florida y otros de reciente creación, reúnen a muchas familias distinguidas, pero no es lo general; la clase media y la artesana son las únicas que prestan animación y vida a nuestras playas.
«Ése es un problema que los valencianos han de resolver lo más pronto posible. Valencia debe ser una estación veraniega de primer orden, como por su templada temperatura en los meses de frío merecer ser también refugio de gente adinerada. Tomemos ejemplo de nuestra hermana Alicante; no es cuestión de dinero tan sólo, sino de higiene y de raciocinio.
«Los valencianos nos hemos preocupado más de lo debido en asuntos de orden ínfimo, de trascendencia escasa; desde hace algunos años padecemos la tontería doctrinaria; creemos que todo es cuestión de principios y de discusiones, en las que la pasión y el afecto personal intervienen; los provechos materiales para la ciudad se relegaron a segundo término (…). Imitemos a dos poblaciones celosas de su prosperidad, Barcelona y Aalicante, y no olvidemos que las ciudades que quieren realizar algo en su favor, pueden siempre, porque los gobiernos abandonan a los indolentes y protegen a los laboriosos».
Valencia. Literatura. Arte. Actualidades, 22 de agosto de 1909.

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