Uno. Hay que mirar a los ojos de la gente
El viaje más chocante puede darse cuando nos aventuramos en lo ordinario, en lo cotidiano, en lo próximo, viéndolo de otro modo.
Como traseúntes accidentales, hemos de observar, fotografiar y glosar las caras de la gente, las audacias edilicias, los restos inmobiliarios de bella o fea consumación.
Hemos de pasear por la ciudad, mirando con detalle y con cuidado. En El Cabanyal, por ejemplo. Allí hay casas que se derrumban y hay tapias que se mantienen, pero hay sobre todo gentes.
Quienes dirigen la piqueta municipal, quienes gobiernan el martillo neumático o la taladradora deberían mirar a los ojos de la gente, como decía aquella canción.
No son únicamente los tabiques o los espacios vacíos, los solares resultantes, aquello que habría de observar. Lo que deberíamos escudriñar es el rostro de las personas. Antes de accionar la máquina de fotos o la piqueta municipal, miren a los ojos de la gente.
Eso es lo que hace Ricardo Martín desde hace muchos años. Ése es su empeño particular. Martín, de quien el otro día reproducía una fotografía de Josep Renau, es un retratista antiguo. Digo esto en el sentido más noble de la expresión.
El retratista no es quien protagoniza la fotografía, sino una presencia invisible y necesaria que capta sutilmente el gesto que el retratado hace, un ademán.
O como dice Antonio Muñoz Molina: «el fotógrafo elige estar en sus fotografías, inadvertido y presente, como está el pintor en el paisaje donde sólo hay una montana y unos árboles».
En cambio, «el mal fotógrafo como el director de cine pedante, están obsesionados por mostrar su propia presencia, y convierte una película o un fotografía en actos de penosa gesticulación».
Hace unos años, Ricardo Martín fotografió personas y paisajes de La Alpujarra, no para buscar pintoresquismo. Tampoco para hacer un álbum de arquetipos. No había en él ningún afán propiamente etnológico, clasificatorio.
Lo que veía trataba de representarlo en una escena verosímil de empeño humano y de resistencia. El resultado fue un libro decisivo: Sostener la mirada. Imágenes de La Alpujarra (1993).
Las imágenes de dicho volumen las glosó Antonio Muñoz Molina. Su texto es revelador, en el sentido fotográfico de la expresión: habla de los rostros, pero habla sobre todo del espectador, de quien mira dejándose sorprender por los ojos bien abiertos de la gente, personas humildes en sus casas modestísimas.
No hace falta irse muy lejos. «Viajar no consiste sólo en recorrer geografías distantes e incluso inhóspitas», me decía años atrás en la reseña de La Valencia fea, de Adolf Beltran.
«Hay una superstición novelesca que nos lleva a creer que la aventura es siempre lejana, que el riesgo que nos madura se da en parajes alejados», me repetía.
«Y, sin embargo, lo bueno y lo malo están aquí al lado, así como lo bello, lo siniestro, lo feo o lo sublime: no son sentimientos que se deban buscar a miles de kilómetros, en viajes intercontinentales que templen nuestro espíritu.
Hay aventuras sedentarias u ordinarias que nos sorprenden a la vuelta de la esquina». Así es.
Veo las fotografías de Ricardo Martín que aquí reproduzco, sólo unas pocas de las que están en su libro, y lo primero que me sorprende es el blanco y negro pertinente, remoto: una escala de grises que provocan la impresión de frío y y pobreza.
Corresponden exactamente a los recuerdos que yo tengo de mis abuelos. Hablo, en mi caso, de los años sesenta. A mi abuela Valentina sólo la vi un par de veces: pequeña, enérgica, dispuesta siempre a sacar adelante a su numerosa familia. Decían de ella que hacía gala a su nombre.
Mi padre la idolatraba. Por supuesto vestía de negro a causa de algunas muertes familiares: su luto ya no se alivió. De ella sólo se conservaba una fotografía de carnet, un minúsculo retrato que aún pude ampliar para mi padre. Fue uno de los mejores regalos que le hice.
En el comodín de su habitación, la fotografía escaneada de mi abuela Valentina disfruta de un lugar de privilegio. Y allí sigue. Cuando entro en ese cuarto siempre la miro.
Sus ojos son exactamente igual a los que tenía mi padre, agudos y con un punto de tristeza o de mal humor, no sé. Hay resabio o disgusto antiguo.
Veo a la abuelita fotografiada por Ricardo Martín y veo inmediatamente a la madre de mi padre. La señora retratada no tiene nombre propio: está identificada como la esposa de José Rodríguez.
Pero atisbo algo en su mirada. Fotografiada en leve picado, la anciana nos observa. Tiene el rostro surcado por grandes y numerosas arrugas, el pelo recogido en un moño humilde y viste el negro riguroso del luto permanente.
La pared que le sirve de fondo tiene santos, estampitas: una Virgen, un San José y quizá un hijo que estuvo en la mili. Esos cuadros están colgados de milagro, de puro milagro, sin falsas simetrías.
La anciana no sonríe, simplemente parece resignarse con desconfianza a la pose que se le manda. Su marido esboza el principio de un risa coqueta, conquistadora. No sabemos nada de ellos.
«Pastor, también solo y también abandonado», dice de él Antonio Muñoz Molina.
«Vestido con decencia, afeitado, con una gorra limpia, echado contra la pared junto al televisor y el retrato de su boda, pero sobre todo junto a un búho disecado al que le acertó desde una distancia de doscientos metros, y cuyo cadáver tuvo que guardar varios meses en el congelador hasta que encontró a alguien que quisiera disecarlo», informa.
«Uno imagina las noches de soledad de este hombre», escribe Muñoz Molina, «mirando también al televisor, mirando al búho disecado y el retrato de bodas mientras sorbe la cena y se acuerda del viaje de novios o del día en que vio al búho en lo alto de una higuera y suavemente se llevó la escopeta a la cara, o de cuando se desvelara de noche, abriera el frigorífico para beber un vaso de agua y viera el cadaver tieso del búho en el congelador».
Hay estampas que ya hemos visto, imágenes que Ricardo Martín reproduce para nosotros como si fueran fotogramas de la España menesterosa del racionamiento.
O como si fueran escenas comunes del hambre. Hay personas que parecen supervivientes de otro país que fue nuestro. Uno de ellos es Francisco López.
Antonio Muñoz Molina nos dice de él que
No sé si hablamos de la misma persona. Yo veo otra escena. Distingo a un hombre ya anciano que se asoma con suspicacia, como si hubiera sido sorprendido en sus quehaceres ordinarios.
Se ve su soledad. Acaba de llegar al comedor o acaba de incorporarse. Atisbo al fondo el espejo del aparador y un televisor de pocas pulgadas, dispuesto sobre el mismo mueble.
Francisco López tiene el rostro severo, envejecido por la vida a la intemperie; tiene una boina que no se quita en interiores, con una cazadora de plástico o de cuero que lo protege malamente del frío de su vivienda.
Parece estar apagando una colilla en ese momento, junto a la perola y el plato, en el que vemos un resto de caldo. De ser así, entonces es que acaba de cenar. Parece estar solo, insisto. La mesa está cubierta por un medio mantel, seguramente un hule.
Sólo vemos un cubierto: mejor dicho sólo hay una cuchara. El plato de cuchara, la cocina de los humildes, con tocinos nutritivos: para muchos, la única manera de aliviar el frío.
La bombilla alumbra porque sobresale. La tulipa es escasa. La luz incandescente daña la vista e ilumina pobremente, como una mariposa antigua.
Cinco. Francisco López, otra vez
Ahora lo entiendo. Ricardo Martín me ha escrito para sacarme de mi error. De paso me manda otro objeto valiosísimo: un nuevo retrato de Francisco López que también está en su libro. Significativa confusión, sí.
Esto me pasa por haber mirado sin cuidado. Estoy diciendo aquí que hay que escrutar, que hay que observar con detalle y, de repente, cometo un desliz, incumpliendo mi propio programa.
No entendía las palabras que Antonio Muñoz Molina le dedicaba a Francisco López. Yo lo veía junto a la bombilla. Este segundo
Se le ve poco afeitado, con ese rostro curtido del campesino criado a la intemperie extrema, como antes decía. Y se le ve la boina sucia, en efecto. No sabría decir si la camiseta tiene la misma falta de limpieza que le atribuye Muñoz Molina.
Al escritor le llama la atención el tapiz de caballos a galope junto al que posa. A mí, por el contrario, me sorprende el rostro.
En el retrato anterior, el personaje era alguien suspicaz; aquí se le ve con cierto abatimiento, incluso con un resto de miedo: como alguien inerme que se abandona ante su única pertenencia valiosa. Está exactamente recostado en el tapiz. No sé, me da mucha pena.
Seis. Una exposición religiosa
La tía Eloísa está bien tiesa, firme ante la cámara. Seguramente se ha mudado o arreglado para la ocasión. Tiene un punto coqueto: ese collar de perlas que alivia el luto de sus prendas.
Nos muestra un rincón de su casa, probablemente el más apreciado del hogar, ese espacio en el que se combinan lo moderno y lo antiguo.
Allí atiende las visitas. Allí parece hacer la vida. Hay un indicio: está el televisor. Colocado sobre un mueble de diseños audaces, de metales y railites, ahora no está prendido.
Como ocurría antes, la parte superior del aparato está decorada con un tapetito, que le da humanidad y calor a sus aristas. Otra puntilla gigantesca cubre la mesa. Sobre el televisor navega un barco velero. ¿Se trata de una ensoñación incongruente?
El rincón de la tía Eloísa está atestado: lo tiene como si hubiera deseado mostrar sus mejores posesiones para salir en la foto. Por eso aparece con un Sagrado Corazón.
Alguien le ha puesto una estampa al Cristo: es un impreso de Juan Pablo II con la leyenda Totus Tuus, el lema de la visita papal de 1982.
La tía Eloísa está protegida por la sombra tutelar de Jesucristo, que parece señalarla expresamente. A sus pies tiene bucaritos con flores seguramente artificiales, de un plástico tieso e irreal, que ella habrá dispuesto para honrar al hijo de Dios.
La tía Eloísa no se retrata con gesto contento. No sé. O tal vez es su mohín habitual. En su rostro hay algo de miedo, pero yo percibo una expresión enérgica.
Hay que ser una persona muy segura, nada indecisa, para posar con una figura tan desproporcionada.
Tengo un recuerdo de infancia en un pueblecito cercano a Valencia. Es un episodio que se repetía regularmente. Tras hacer una ronda de varias semanas, a mi casa llegaba un altarcito. Durante unos días podíamos disponer de él.
Tenía sus puertas, que se cerraban con llave para mayor protección. Descubrí esa práctica piadosa a los diez años.
Yo procedía de la ciudad y me sorprendió la naturalidad de dicha costumbre, las rutinas a que obligaba: adecentar las figuras, principalmente. Creo que tenía alguna perilla para iluminarlas.
Las responsables de la pieza, quienes debían custodiarla, eran las mujeres de la casa. Sé que mi madre nunca se sintió cómoda con esa obligación adquirida.
Además, el cristo, la virgen o el santo no llegaban solos: coincidió por aquellas fechas la recepción periódica de El Propagador de las Tres Avemarías.
Mi madre había sido obsequiada con una suscripción gratuita. Me recuerdo leyendo sus páginas en cuarto.
Escribo lo anterior y al cabo de un rato recibo un correo del retratista que tan agudamente captó los rasgos de la tía Eloísa. Veo que esta vez no me he equivocado en la descripción y en la conjetura. No creo ser indiscreto si revelo parte de su contenido.
Dice Ricardo Martín: «Pues sí, ésta es la tía del fotógrafo, la famosa tía Eloísa, hermana de mi padre, soltera toda la vida, con un carácter fuerte y dominante. Recibía en esta sala un montón de visitas porque además era muy alegre y dicharachera».
Por lo que cuenta, debió de ser decidida, sí. «…«Sácame guapa», casi me ordenó el día de la foto; era domingo y acababa de arreglarse para ir a misa. Se tomó la pose muy en serio. Murió a los 95 años con la memoria intacta. El que hay detrás en una foto es mi abuelo Paco», revela Ricardo Martín.
Leo lo anterior y, la verdad, regreso a aquellos años. Yo también tuve tías así, enérgicas, resolutivas. Es un modelo entrañable y temible, y quizá perdido.
La descripción que Antonio Muñoz Molina hace en 1993 lo confirma: la tía Eloísa «vive sola, a los ochenta y siente años, tiene las paredes de la casa llena de fotos de sobrinos y de parientes muertos».
Además, «guarda en el comedor un Sagrado Corazón imponente, el que hubo en la iglesia hasta que llegó aquel cura posconciliar e iconoclasta que dejó la capilla tan desnuda de santos como la de una antipática iglesia protestante…», concluye Muñoz Molina.
Por su parte, Ricardo Martín corrobora hoy, en su correo, el otro elemento piadoso de la vida cotidiana: esos santos familiares que saliendo de las iglesias ingresan en los hogares. Eran imágenes a las que encomendarse, figuras protectoras.
Me dice: «Yo también recuerdo esos altarcitos de madera con santos. Iban de casa en casa, tenían un cristal y dos puertas, y debajo una pequeña ranura, el cepillo, para las limosnas».
El pasado no es algo inerte.
Ocho. Ut pictura poesis
Ahí los tienen. Muchos, identificados por su mote. Enumeraré a unos cuantos: el Trigorro, el Rebeco, el Sordo, el Guarda, el Aguardientero, el Cortijero.
El nombre propio es un designador muy secundario en la vida rural. En cambio, el mote personal o familiar lo es todo: identifica a un individuo o a sus ancestros por su habilidad o por su vicio, por un hecho memorable. Los motes son el aura o el estigma de un linaje.
Aquí los vemos. Cinco de pie y cinco sentados, descubiertos, posando con sus respectivas vidas
Si examináramos rostro a rostro, descubriríamos aquello que los distingue, lo que a cada uno separa.
En sus caras hay algún gesto retador; hay algún ademán de sorpresa, hasta de estupefacción; hay alguna mirada atravesada, achulapada incluso; hay alguna piel que adivinamos quemada, de soles, vinos y fríos; y hay sonrisas que se esbozan, con incomodidad y duda.
Pero en todos ellos hay una fraternidad anciana.
El fotógrafo ha sabido reunirlos, sacando de ellos lo que tienen de común, lo que los amista. Luego, la mirada encuentra las diferencias, incluso los rencores que entre ellos quizá se profesan.
«Cualquier lance en la escena se reduce / o a representación, o a narrativa. / Cierto es que hace impresión menos activa / lo que por los oídos se introduce / que lo que por los ojos se aprehende / y el mismo Espectador por sí lo entiende».
Eso decía Horacio en su Arte poética, también llamada Epístola a los Pisones, que reproduzco en versión de Tomás de Iriarte.
Lo que por los ojos se aprehende. Eso es lo que Ricardo Martín nos enseña: a aprehender por los ojos, a captar lo que parece evidente.
Y a estos viejos nos los saca con todas sus pintas, con su aspecto de aseo festivo o de muda dominical, cargando orgullosamente con sus biografías, pues, como dice Horacio del anciano, tienen a la vida un inmortal cariño. Literalmente:
«Una tropa de afanes importuna / Al hombre anciano asalta, / Ya por que junta bienes de fortuna, / Y por ruindad mezquina / Para usar de ellos ánimo le falta / Y por que en él domina, / La fría timidez y la tardanza. / Con su irresolución nada termina; / Difícilmente admite la esperanza; / Tiene a la vida un inmortal cariño; / Siempre gruñe o se quexa».
Como estos ancianos, yo también me descubro. Me quito el sombrero.
Galería alpujarreña de Ricardo Martín
…/…
Hemeroteca del día
Justo Serna, «Retrato feo», El País, 20 de enero de 2010 (aquí).
Reseña de La Valencia fea, de Adolf Beltran, Ojos de Papel, 4 de abril de 2006 (aquí).
Totalmente de acuerdo. Los ojos de la gente, los sentimientos de perdida, de pesar son los verdaderos protagonistas de esto. Perder parte de su vida, de su paisaje, de su realidad cotidiana es lo terrible.
Incluso cuando vas a conocer otros países te das cuenta que la principal aventura es conocer a su gente, además de todas las influencias del paisaje circundante.
No tengo tiempo para más.
Tenemos que mirar a la gente para no tirar los edificios y para no destruir sus paisajes.
Estoy de acuerdo con Inés.
Muy buenas las fotografias.
Adéu!
1. Convengo con ustedes, Inés y con Ximo. Y añado al sr. De Villa Rabitos, que está en el otro post. Hay que construir para la gente, mirando a los ojos cuando se van a hacer cosas terminantes.Pues de eso hablo, precisamente. Contaré una anécdota real, absolutamente verídica, que algunos ya me conocen.
2. En cierta ocasión, un taxista me llevaba en su vehículo. Parecía muy resuelto y gruñón. A partir de un cierto punto, la marcha se ralentizó hasta casi pararnos. Estábamos en medio de un atasco, el taxista, terminante, me dijo:
-¿Sabe lo que yo haría con todo esto?
-No -le dije cortésmente, aunque la verdad no me interesaba su opinión.
-Pues asfaltaría y empezaría de nuevo.
-¿Asfaltaría? -pregunté haciéndome el inocente.
-Sí, echaría asfalto sobre todos los coches y empezaríamos otra vez. Las calles ya las llenaríamos más adelante, pero de momento se habrían acabado todos los problemas.
-¿Y quiénes empezarían otra vez? -pregunté.
-Pues los que quedaran por encima del asfalto -concluyó sin mayor precisión.
-Ah, vaya -dije cobardemente. No sabía si alegrarme por estar en el coche de quien se iba a salvar.
Aquel taxista no miraba a los ojos de la gente: sólo veía obstáculos que sortear, muros que derribar. Le bastaba con erradicar el problema del tráfico tapándolo, echándole una gruesa alfombra de asfalto a los otros.
Mientras duró aquella conversación, yo me esforzaba en mirar el retrovisor. No recuerdo haber visto sus ojos.
3. Y ahora regresen a la parte superior y miren la cara de los retratados por Ricardo Martín. Miren a Jéssica López, a Francisco López, a José López, al tío Joseíco, a la tía Eloísa, a José Rodríguez y esposa, y a otros vecinos de Almegíjar.
A los vecinos de El Cabanyal habría que retratarlos: a los guapos, a los feos y a los mediopensionistas. El rostro del barrio cambia: deja de ser una mera cuestión urbanística. No me harán caso.
El título del post y esas fotografías que ha seleccionado me han recordado el poema de Gamoneda ,les copio unas estrofas,es posible que lo conozcan pero vale la pena recordarlo.
“ojos” (sublevación inmóvil)
De vivir poco, de
un hombre contenido,
tenso hacia dentro, sólo
como el pájaro libres
quedan, puros, los ojos.
Luchadores, materia
prodigiosa del fuego
procedente y del llanto;
consistencia y penumbra
donde el ansia trabaja
hasta que el agua tensa
su contorno y, ya, queda
cristal vivo que, nunca,
no volverá a llorar.
En los ojos el ruido
del dolor se convierte
en música tan pura
que no se puede oír.
Muchas gracias, R.S.R. Aquí le dejo otro presente:

«…Pero atisbo algo en su mirada. Fotografiada en leve picado, la anciana nos observa. Tiene el rostro surcado por grandes y numerosas arrugas, el pelo recogido en un moño humilde y viste el negro riguroso del luto permanente…»
No, no, don Justo, ya estoy en este «post». Es que corre usted muchísimo y yo ya no estoy para estos trotes, por más que trate de atajar saltando de tejado en tejado.
Llego a éste y veo con agrado unos ojos. Veo personas. Veo vida.
Incluso veo esas casas que son hogares, no viviendas.
¡Pero si hasta el ambiente sugiere poesía! Fotos excelentes, memorias entrañables y versos acerados… Por cierto, señora Erreserre, excelente elección.
Ah, y como andaba yo de “recomendador” de libros en el pasado “post”, el de Adolf Beltran – que tengo en su edición valenciana, “La València lletja” – he de recomendarlo también. Les confesaré una vivencia personal. La Caja de Ahorros de Valencia, eso que llaman Bancaja (?), publicó, años ha, un libro de Manuel Sànchis Guarner titulado “La ciudad de Valencia”. La colección de fotos urbanas antiguas que aporta ese volumen es impresionante. Y depresivo. Es un libro que hace años que no leo, ni siquiera ojeo u hojeo. Me entristece. Ver “lo que fue” (hasta los 50 del siglo XX) y compararlo con “lo que es” (en los 70-80, cuando se publicó) me desmorona. En cambio, el libro de Beltrán, que básicamente es “lo que hemos hecho de postmoderno”, o sea, especialmente lo heredado de los despropósitos urbanos de los 80 y lo habido bajo el gobierno de la señá Rita, me crea tan mal café – por no decir, mala leche – me genera un espíritu tan incendiario, tan dinamitero, que me vivifica. No hay nada como su lectura para comprobar, en su parte práctica, aplicada, cómo lo que analizó con socarronería Tom Wolfe (sí, el mismo de “La hoguera de las vanidades”) en “¿Quién teme al Bauhause feroz?” (lo tienen en Anagrama), lejos de ser un exabrupto intelectual, es una mera descripción del lugar que el mundo contemporáneo depara para que las personas vivan. Si eso es vivir.
PS para arquitectos de postín. Comentaba en el anterior post que Sudjic citaba a Calatrava – ¡casi dos planas! – en su obra “La arquitectura del poder”. Nuestra arquitectura, siempre en la vanguardia (y dejo sin definir, en la vanguardia de qué), también es citada por Wolfe en su obra citada “ut supra”. En concreto, se menta a Ricardo Bofill… ejem… me refiero al padre, el que trabajó. El señor Bofill, arquitecto de guardia de PSOE (bueno, o del PSF) es citado, en una ocasión, en una línea, como miembro de un grupo de arquitectos, de, digamos, moral voluble, universalmente conocidos como “The Rats”, Los ratas. Muy significativo.
Los aparecidos
Jaime Gil de Biedma
Fue esta mañana misma,
en mitad de la calle.
Yo esperaba
con los demás, al borde de la señal de cruce,
y de pronto he sentido como un roce ligero,
como casi una súplica en la manga.
Luego,
mientras precipitadamente atravesaba,
la visión de unos ojos terribles, exhalados
yo no sé desde qué vacío doloroso.
Ocurre que esto sucede
demasiado a menudo.
Y sin embargo,
al menos en algunos de nosotros,
queda una estela de malestar furtivo,
un cierto sentimiento de culpabilidad.
Recuerdo
también, en una hermosa tarde
que regresaba a casa… Una mujer
se desplomó a mi lado replegándose
sobre sí misma, silenciosamente
y con una increíble lentitud –la tuve
por las axilas, un momento el rostro,
viejo, casi pegado al mío.
Luego, sin comprender aún,
incorporó unos ojos donde nada
se leía, sino la pura privación
que me daba las gracias.
Me volví
penosamente a verla calle abajo.
No sé cómo explicarlo, es
lo mismo que si todo,
lo mismo que si el mundo alrededor
estuviese parado
pero continuase en movimiento
cínicamente, como
si nada, como si nada fuese verdad.
Cada aparición
que pasa, cada cuerdo en pena
no anuncia muerte, dice que la muerte estaba
ya entre nosotros sin saberlo.
Vienen
de allá, del otro lado del fondo sulfuroso,
de las sordas
minas del hambre y de la multitud.
Y ni siquiera saben quiénes son:
desenterrados vivos.
Pordios, qué post más bonito.
Qué evocadoras esas paredes blanqueadas con cal, irregulares. Esos retratos y cuadros colgados de una alcayata….y el luto…
Precioso, de verdad.
Muchas gracias Sr.Pumby.Ya que está de “ recomendador de libros” como eso de “cuando la fatiga cunde, cuando las fuentes parecen fangales, los textos que redactamos, apuntes de un orate y el desánimo cunde…” ocurre con más frecuencia de lo que a una le gustaría, podría decirme alguna aventura de Marco Didio que le haya gustado especialmente.
Helena Justina se lo agradecerá.
Gracias, R.S.R. Aún no ha acabado. Las fotografías son verdaderamente sabias y el texto de Antonio Muñoz Molina ayuda. Yo sólo pongo mi propia experiencia de espectador y de nieto.
En el Discurso del método René Descartes se plantea la necesidad de reformar de arriba abajo el pensamiento, dado que advierte que, en su tiempo, todas las viejas e incuestionables convicciones parecen haber entrado en situación de incertidumbre. Si decide convertirlo en una operación meramente subjetiva, -«resolví poner en duda todas mis opiniones»- es porque sabe de lo irresponsable y violento de echar abajo esas «habitaciones» que no tienen nada de imaginarias y en las que nos albergamos. Se sirve del símil del urbanista que, cuando es preguntado, termina reconociendo que su auténtico deseo es echar abajo las ciudades enteras para poder reconstruirlas sobre plano libre, pues solo así crearía la ciudad perfecta con la que sueña.Toda ciudad, piensa el urbanista, está en realidad mal construida, todas se han ido haciendo con el tiempo, desde la aldea primitiva, a golpe de la necesidad de cada momento.Descartes lo compara con la biografía que un hombre puede recordar de sí mismo. Si volviéramos a nacer, con todo lo que sabemos ahora, elegiríamos vías distintas a las que en el pasado nos llevaron a error. El problema es que no podemos volver a nacer.
Da un poco de miedo, la verdad, parece que en el alma de su amigo el taxista haya un Goebbels urbanista con ganas de aplicarle la «solución final» a los barrios mal construidos del mundo, incluyendo al mío, seguro.
Y bueno, Gamoneda y Gil de Biedma, dos de mis debilidades, me quedaré a ver cómo acaba esto. Por cierto, y ya que a algunos les molesta que hablemos de «peliculitas», me da un poco de miedo El cónsul de Sodoma, ¿la han visto los señores contertulios?
Como decía aquel humorista de la época rancia de TVE, esta anécdota del taxista es «verídica». Sr. Montesinos, a mí me dio miedo ese taxista urbanista, un visionario peligroso capaz de asfaltarlo todo.
También Gil de Biedma es, para mí, una debilidad. Justamente por eso, me da pereza ver ‘El cónsul de Sodoma’.
Me dice Ricardo Martín lo siguiente: «Me han emocionado las respuestas,tan sensibles y educadas, de tus contertulios, a los que ya voy conociendo poco a poco; dales las gracias de mi parte,qué gusto de blog».
Gracias a Ricardo.
Adoro Las Alpujarras, durante mi Séneca en Granada tuve la suertecita de vagar por aquellos lares, y siempre las recordaré exactamente como eso, como casitas antiguas con personajes que hablan de la última noticia de no sé quién que se fue del pueblito de al lado años ha, a «hacer estudios», frente a un paisajito tan modesto como inolvidable, lleno de bultitos blancos y verdes: casa encaladas y vegetación frondosa. Ays (suspiro)… Estoy convencida de que ese es un sentimiento universal, como bien comparas con El Cabanyal. Mira, (bueno, lee) me han entrado ganitas revisar mis fotografías de aquellos días sin fin. Bonito post. Saluditos!
Marpop
Pr cierto, sr. Montesinos, hablando de Jaime Gil de Biedma. Aparte de su poesía, inagotable, ¿ha disfrutado del ‘Retrato del artista en 1956’? Lo releo asombrado una y otra vez. El diario de una convalecencia.Qué débil y qué belleza, que sutil y qué procacidad. Cada una de sus páginas es pura literatura. Cómo recrea su vida con la escritura, en cada frase hay pensamiento audaz de cuidada exoresión. Bueno, qué les voy a decir que ustedes no sepan.
Pues no, no lo he disfrutado, pero tomo nota. Uno de mi parte: la biografía que le hizo Dalmau.
Sr. Montesinos, sobre la base de esa biografía está hecha la película de ‘El cónsul de Sodoma’. Las pocas referencias que he leído de este film destacan el asunto de la procacidad. No sé. No puedo hablar. En ‘Retrato del artista en 1956’, que tuvo su primera edición incompleta como ‘Retrato del artista seriamente enfermo’, la procacidad está rodeada de tal voluntad expresiva, de tal capacidad expresiva y de tal sentido de liberación y culpa que sus páginas estremecen. ¿El resultado? Un libro inolvidable. No sé si eso se ha plasmado en la pantalla.
Cuatro. La mariposa de Francisco López. (…) Sólo vemos un cubierto: mejor dicho sólo hay una cuchara. El plato de cuchara, la cocina de los humildes, con tocinos nutritivos: para muchos, la única manera de aliviar el frío. La bombilla alumbra porque sobresale. La tulipa es escasa. La luz incandescente daña la vista e ilumina pobremente, como una mariposa antigua.
Qué curioso ¿no?: me da la sensación que éste “post” es como el reverso del anterior. Aquel proclive a lo iracundo, éste más sereno y, sin embargo, no creo haber salido del tema. No dejamos de hablar de las personas, sus hogares, sus barrios – o pueblos, que al fin y al cabo, aquellos eran algo así hasta hace bien poco, incluso algunos, aun conservan esa condición – y la incapacidad para hacerlos evolucionar de una forma sensata, serena. Ora se propone el arrasamiento, la asolación del territorio y la desmembración de sus comunidades humanas, desposeyendo a sus individuos de su identidad colectiva más inmediata – sobrepasada la familia, claro – y se tiene el cinismo o la cortedad de miras de llamarlo “progreso”. Ora se propone la congelación irracional del primero con la consiguiente cerrazón vital y mental para sus habitantes en nombre de una presunta, e inventada, “tradición”. Sáquenme de la sensación, pero esta cultura, en la que vivimos, se demuestra incapaz de resolver los problemas que se le plantean por la vía de la razón.
No hace mucho hablaba de “la Ilustración Incompleta” (un saludo doña Marisa) y, bueno, creo que el tema de El Cabanyal – que se identificaría con el primer tipo de “soluciones”, la ¡¡¡¡”progresista”!!!!… el PP, progresista… en fin… – es un bonísimo botón de muestra… dejamos dormir a la razón cuando interrumpimos el camino que la Ilustración marcaba y ahora – desde la eclosión de la Postmodernidad, y tomemos la obra de Lyotard, “La condición postmoderna” como fecha simbólica – despiertan los monstruos. Y no será porque no lo avisaron…
No sé si han recaído ustedes, o lo recuerdan, pero este “blog” tiene un lema bajo su título – “Los archivos de Justo Serna” – dice “Microhistoria de un mundo hecho pedazos”. Permanentemente, desde una fotografía, un libro, un barrio, una idea, una persona… desde un cachito de vida, desde una parcialidad que el magister señala, comenta, analiza y propone, miramos al mundo… y qué mundo… Uf, perdón, se me va la bola. Debe ser cosas del “pensamiento lateral” que, esto sí que creo que no hemos comentado nunca, pero en este “blog” va que vuela. Fíjense, “grosso modo”, en este «post», hablando de unos ojos, hablamos de fotografías, que nos portaron a lo fotografiado, que nos condujeron al ser humano en su hábitat, que despertaron poesía, literatura, cine y crítica urbana. Este tejado es la más óptima atalaya para un gato. Gracias don Justo y gracias a los contertulios.
No voy a pedir perdón por las últimas lineas del párrafo anterior. En demasiadas ocasiones nos olvidamos de decir a quien queremos que lo queremos, aunque sea porque sí, sin que venga a cuento. Pero no está de más ir diciéndolo. Así que se lo digo a ustedes y ya está. Los quiero. Especialmente a mis enemigos, que tan buenos ratos me han proporcionado riéndome de/con ellos. Hala, ya está. Lo que si les voy a pedir que me perdonan es el ex-curso que tanto ha ocupado… y más que ocupará porque, con su permiso (y sin él también) me voy a dirigir a la señora R.S.R. que me aludió “ut supra”.
Señora mía de imposible nombre y más difícil pronunciación – “Erreserre” es todo un manifiesto de virilidad lingüística castellana… me daría igual que se llamara Rigoberta o Ramonastra, Rodomira o Rumpelstilzchen, pero, en fin, algo pronunciable, aunque fuera “malamente” – me pide usted un imposible. Como soy dado a hazañas lectoras sin cuento – si le digo a qué edad leí por primera vez la obra homérica completa o el “Martín Fierro” no se lo iba usted a leer – he creado en mi cabeza la idea, no sé si absurda – sólo la propia Linsay Davis nos lo podría resolver (ay, cómo me gustaría hablar con esa mujer en persona…), de considerar las aventuras de Marco Didio Falco como una única narración. Cada tomo, así, no es sino un libro de una obra magna, descomunal y completa. A partir de tal planteamiento, pedirme que le recomiende uno de sus capítulos, bueno, se me hace imposible. Todos los personajes están imbricados, todas las historias se vinculan. Por supuesto que se puede tomar un volumen y leerlo con pleno placer y satisfacción – ahí está una buena parte de la magia de la escritora – pero, por todos los Dioses, te pierdes una cantidad muy importante de detalles, guiños y pistas sobre la trama general de la vida de Marco y Helena Justina. Quien no lo ha leído nunca, obvio, no lo percibe, pero quien se ha metido en esa Roma que acabas conociendo hasta en sus callejones más sórdidos… ah… ¿cómo renunciar a ello? Le seré franco, a mi la primera – la que usted ha leído – no me disgustó aunque tampoco acabé de entender su éxito. Me aproximé al segundo con una cierta desconfianza – ya sabe usted ese vértigo que se produce con cualquier “segunda obra” y que se suele saldar con una decepción – y, sin embargo, sí, algo de aquello había pero el tono se mantenía firme. El tercero, definitivamente, me gustó, me enganchó; y con el cuarto me di cuenta que, en realidad, las cuatro novelas eran una sola. El quinto me lo confirmó a la vez que consolidaba al personaje y su compañera como excelentes vehículos narrativos. Y a por el sexto voy. Pienso leerme un par o tres al año. Mis hijos y mi ex ya no tienen problemas para hacerme regalo de Reyes, nada de corbatas, las siguientes trapisondas de Didio Falco. Ellos contentos y yo feliz durante los próximos lustros. Así que, lo siento, señora mía, pero no me atrevo a sugerirle título alguno dada mi pintoresca visión de la autora y de, esta, su obra.
Uy, don Justo, lo que señala en la última foto, me recordó aquel grito callejero que hoy ya no se escucha ni por casualidad: “Arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor, mueran todos los fascistas y viva la revolución”
Sr. de Villa Rabitos, le agradezco mucho las palabras tan cariñosas que me dedica o, mejor, que dedica al blog. Hoy es un día de masajes: es usted un lindo gatito.
Cinco. Francisco López, otra vez.
…Se le ve poco afeitado, con ese rostro curtido del campesino criado a la intemperie extrema, como antes decía. Y se le ve la boina sucia, en efecto. No sabría decir si la camiseta tiene la misma falta de limpieza que le atribuye Muñoz Molina. Al escritor le llama la atención el tapiz de caballos a galope junto al que posa. A mí, por el contrario, me sorprende el rostro. En el retrato anterior, el personaje era alguien suspicaz; aquí se le ve con cierto abatimiento, incluso con un resto de miedo: como alguien inerme que se abandona ante su única pertenencia valiosa. Está exactamente recostado en el tapiz. No sé, me da mucha pena.
Desde luego las fotografías me resultan verdaderamente perturbadoras. Crudeza, soledad, miseria, tristeza. Y otras emociones que no plasmaré aquí. Prefiero callar.
Amigo Pumby, comparto el sentimiento expresado «ut supra», como usted dice. Que Hermes logios guíe nuestras palabras y podamos todos los contertulios, en este nuevo año, proseguir con nuestras disertaciones de las que tanto se aprende. Por mi parte, intentaré provocarle tanto como usted me incita a mí. Y que las puertas del templo de Jano permanezcan por mucho tiempo cerradas.
No sé que pasa con este post, las fotografías, sus exquisitas y minuciosas observaciones, los comentarios de los contertulios parece que todo se conjuga para que aflore de una manera más visible la sensibilidad, lo emotivo.
Estas fotos, que nos certifican unas existencias, unas vidas, nos muestran también, o al menos así lo percibo, el valor de la sencillez, de lo natural, la cotidianidad nada sofisticada. Derraman autenticidad.
Francisco López sostiene la mirada, no siempre es así, hay miradas tan perturbadoras- o por mucha atracción o por lo contrario- que no pueden sostenerse, pero no es el caso, a él no parece perturbarle la cámara y no da miedo mirarle de frente.¿Se acuerdan de la canción de Golpes Bajos «no mires a los ojos de la gente…»
Sr. Montesinos , yo tampoco he visto el Cónsul de Sodoma ( en la lista va primero “la cinta blanca” ) así que no puedo decirle pero… es posible que la vea.
Sr. Pumby no sabría decirle si ya tengo el rango de contertulia, pero si lo tengo, le doy las gracias por la parte que me toca y quiero decirle es bonito leer esa sincera intervención hacia quien dirige este blog, (no digo yo… con este post lo emotivo esta a flor de piel)
Mire que es una cosa simpática cuando veo eso de “erreserre”, inevitablemente me hace sonreír (y usted lo sabe) porque sí que es difícil de escribir, pero que quiere…R.S.R. fue lo único que se me ocurrió cuando tímidamente me asome a este blog y vi que estaban en la luna.
Bueno, respecto de mi petición veo que no ha sido satisfecha pero, ante tamaña explicación he de decir que no puedo manifestarle mi queja. Me lo deja difícil, eso sí, no sabe todo lo que tengo que leer, pero agradezco sus argumentos para ello.
«No mires a los ojos de la gente, porque la gente siempre miente», decía el grupo español Golpes Bajos.
Por cierto, curiosos retratos.
En efecto, R.S.R.: Golpes Bajos En efecto, aleskander62: muy bien traída su referencia y cita. En el primer apartado de este post, ya tenía en cuenta implícitamente a Golpes Bajos (que me entusiasmaban, por cierto). Escribía: «mirar a los ojos de la gente, como decía aquella canción». Germán Coppini decía, sí, «no mires a los ojos de la gente, porque la gente siempre miente». Yo me he permitido darle la vuelta.
En Golpes Bajos, Coppini se permitía toda clase de guiños. Hasta con Bertold Brecht: «malos tiempos para la lírica».
Vaya.
Una ocupación que me tiene absorbido el tiempo libre, me impide saludarles con la misma asiduidad de siempre. Algunos de ustedes descubrirán, más pronto que tarde, cuál es esa prolija tarea.
Pero, ¿cómo no entrar a agradecer al minino sus dulces palabras? No sé si me creerán, pero yo he intentado muchas veces decirles cuánto les quiero, cuánto representan en mi vida. Pero no sé si por timidez o por miedo al ridículo, nunca he llegado a expresarlo. Pero Pumby tiene toda la razón, ya va siendo hora de que descubramos nuestros sentimientos, no sólo en este blog, sino en todas las estancias que habitamos. No entiendo porqué nos limitamos a decir de una persona que «nos cae muy bien», cuando sencillamente habríamos de decir «la quiero un montón». Pero eso tiene remedio, ¿no?
Por cierto, yo sí he vito «El cónsul de Sodoma». Y no puedo entender, de ninguna manera, la rabieta de Juan Marsé. Las imágenes que a él le parecen pornográficas, a mí me parecen expresión cinematográfica del alma -y el cuerpo- del poeta. Me parecen bellas, sinceras, naturales y libres ¡por fín! de la hipocresía que nos ha estado acosando tanto tiempo, a la hora de encarar las diferentes formas que adopta la sexualidad.
Añado que, no habiendo conocido antes al poeta, la película, añadida a los pocos versos que ustedes han desgranado ustedes aquí, ha despertado mi interés por conocerle y me dá la sensación de que Jaime Gil de Biedma era, en definitiva, una excelente persona y como tal se expresaba.
Mis cariños a todos (también a la contertulia erreserre) y sigan así, que leerles se ha convertido en una parte muy impoortante de mi vida.
Actualización de la página dedicada a Manuel Talens:
https://justoserna.wordpress.com/manuel-talens/
Marisa, un abrazo.
¡Qué bonito post Marisa!. Estoy de acuerdo contigo, los sentimientos son lo mejor de la vida y, a veces, somos tan parcos expresándolos.
También coincido en otra cosa: me encanta leer el blog. Soy casi tan nueva en esta plaza como tu hijita pero ya no puedo vivir sin darle un vistazo, aunque sea rápido. Ayer casi hago tarde al trabajo.
Los tema que elige D. Justo son muy interesantes pero, además, es que se acaba hablando de todo un poco: de poesía, de cine, de cualquier cosa. Resulta muy estimulante poder hablar tan libremente con gente tan estupenda. Como en las fotos, como en el Cabañal lo principal es la gente.
Gracias, Inés. Ya sé que eres nueva en estos lares, y lamento no haberte dado la bienvenida en su momento, como hemos venido haciendo con los demás participantes. Valga también el recibimiento para el resto de los que han llegado últimamente, excepto los trolls, que nunca serán de mi agrado.
Pero tengo que deshacer un pequeño error: ¡qué más quisiera yo que ser la mamá de Helenita!
Desgraciadamente (o por fortuna, según) ya hace mucho que superé la «edad fértil». Aunque, no es la fertilidad lo que echo en falta, sino la «edad moza». Mi nombre viene de María Luísa, no de María Isabel, que ella -nuestra Isabelita- es la reciente mamá, y no yo.
Además, doña Isabel es una joven bellísima, inteligente y dulce, y yo una provecta anciana gruñona y de escasas luces.
Pero gracias, Inés, y bienvenida.
Seis. Una exposición religiosa.
La tía Elosía está protegida por la sombra tutelar de Jesúcristo, que parece señalarla expresamente. A sus pies tiene bucaritos con flores seguramente artificiales, de un plastico tieso e irreal, que ella habrá dispuesto para honrar al hijo de Dios…
Ocho. Ut pictura poesis
…Aquí los vemos. Cinco de pie y cinco sentados, descubiertos, posando con sus respectivas vidas. Miran el objetivo. Los aúna la uniformidad de su indumentaria. Si examináramos rostro a rostro, descubriríamos aquello que los distingue, lo que a cada uno separa. En sus caras hay algún gesto retador; hay algún ademán de sorpresa, hasta de estupefacción; hay alguna mirada atravesada, achulapada incluso; hay alguna piel que adivinamos quemada, de soles, vinos y fríos; y hay sonrisas que se esbozan, con incomodidad y duda. Pero en todos ellos hay una fraternidad anciana…
A Martin, le están aterrorizando, y humillando, a cuenta de lo de mirar a los ojos:
http://www.filmaffinity.com/es/film919652.html
Àngel, no sé a qué se refiere.
Serna, le quiero bien y le respeto, pero si vuelve a llamar «lindo gatito» al elemento ese soy capaz hasta de meterle una denuncia.
Un regalo, sr. Montesinos.
Justo, a que en ocasiones el puro terror motivado por el hecho de ser objeto de dominación impide mirar a los ojos de la gente. O, en caso de proseguir la indagación, no dicen mucho. En esas situaciones es imposible la recriminación. Suele ser una cierta gramática corporal la que, por el contrario, da cuenta de la exacta naturaleza de las cosas. Me parece, vamos.
Saludos cordiales.
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