Friedrich Nietzsche. Leo con extraordinario interés la filípica que David P. Montesinos publica en su blog. Entre otros se vale de Friedrich Nietzsche y de E. M. Cioran, dos autores que frecuento y con los que no siempre puedo estar de acuerdo. Son dos tónicos…, o dos tóxicos: brebajes cuya dosis hay que calcular con precisión.
Lo de Montesinos no es una jeremiada; es una filípica contra ese personaje odioso que siempre se cruza en nuestro camino, un tipo que consigue despertar nuestra animadversión, nuestra ojeriza. Se refiere al individuo que nos provoca o nos reta, incluso sin saberlo.
En vez de mostrarse modosito, el blogger proclama su malestar ante esa gente que conspira contra él. O contra mí o contra ustedes: gente resentida que vive agazapada; o en público, a vista de todos.
Resentimiento: digo esta palabra e inevitablemente pienso en Nietzsche. Tiene razón Montesinos: hay que librarse de los resentidos que viven –ya digo– agazapados, esperando el día de su consumación o su éxito. Pero también hay que evitar a quienes hacen ostentación de su yo invasor, ajenos a toda piedad.
Pienso en todo esto y me pregunto quién consigue despertarme el mal humor. O el rencor más primitivo… Respondo: pues esos tipos que chillan porque se saben seguros. O esos que, poseedores de la verdad, hablan despacito y ceremoniosamente para amonestarnos. O esos otros que dicen querernos y sólo piensan en fastidiarnos.
Lo informe. En El nacimiento de la tragedia (1872), Friedrich Nietzsche describía el ser originario como un todo informe, previo; como una unicidad en la que aún no había detalle ni concreción; un magma sin molde…
Las figuras habrían venido después, resultado del principio de individuación. Lo primitivo y fusional habría sido domado, configurado, hasta casi amputarle el fondo bestial, indómito, impreciso, para ordenar el mundo, para racionalizarlo.
Nietzsche examina el estado de Occidente, de su cultura, con el fin de rastrear ese fondo originario. Se remonta a los antiguos griegos. Entre ellos aún puede atisbarse la potencia primera, ese mundo originario reciente y sin forma, un mundo inexpresado.
Es una tensión cultural y se formula en el arte trágico bajo la oposición de contrarios: lo dionisíaco como reminiscencia de lo primordial, de lo que carece de límite, de contención, lo puramente material e instintivo, aún en latencia; lo apolíneo como el equilibrio y la forma ya madura y definitiva, lo ya manifiesto.
Leo y releo a Nietzsche. Con placer. Con un puntico de rabia.
Lo contradictorio. Leamos a Nietzsche, al joven pensador que ama el Arte, que cree que en el Arte está la redención, que espera de Richard Wagner la consumación del genio, la movilización de todas las fuerzas creativas, la expresión de la vida sin hipotecas.
Pero leamos también al Nietzsche positivista de Humano, demasiado humano (1878), aquel que somete a crítica las ilusiones del arte, de la religión, de la moral. «No sin profundo dolor confesamos que los artistas de todos los tiempos, en sus impulsos más elevados, han glorificado de un modo celeste precisamente aquellas ideas que ahora vemos son falsas», dice en uno de sus aforismos.
«Ellos [los artistas] son los glorificadores de los errores religiosos y filosóficos de la humanidad, y no habrían podido serlo si no hubieran creído en la verdad absoluta de aquéllos. Cuando decrece la fe en tal verdad, cuando se extinguen los abigarrados colores que rodean las mayores lejanías del conocer y soñar humanos, aquel género de arte no puede volver a florecer».
Leamos los ensayos de Nietzsche, obras de incisión y de irrigación, textos que aborrecen de la academia, de esa academia que seca la vida. Pero leamos también sus aforismos, que disuelven el sistema, unas iluminaciones con las que se expresa el «espíritu libre», un inquisidor juguetón que danza iluminado por La gaya ciencia (1882). Leamos, sí, hasta llegar a Así habló Zaratustra (1883-1885), que abre un nuevo género, ni ensayístico, ni aforístico propiamente: un género poético, declamatorio, evangélico y narrativo, en el que el arte es expresión y conmoción de la vida, una escritura en la que hallamos las sutilezas de sus sofismas o los martillazos de su filosofía.
Algunos aforismos. Dicen algunos biógrafos que Nietzsche escribía sentencias breves porque sus dolencias le impedían concentrarse mucho tiempo. Desde luego, las jaquecas no facilitan una reflexión de largo aliento. Pero en el caso de Nietzsche ese diagnóstico está equivocado.
El aforismo no es un ensayo en estado embrionario ni una carencia de algo potencialmente extenso y sistemático. No es el esbozo de una obra mayor. Menos aún es el detalle de un todo conocido.
El aforismo es un fragmento, un trozo de un conjunto que se ignora. O mejor aún: es un entero que con economía verbal dice todo lo que hay que decir. Es una lección o una observación, pero es sobre todo una clarividencia que ha de ser escrita, enunciada, para que no es disipe.
En su caso, el pensamiento a ráfagas produce estos chispazos, estas iluminaciones, que son críticas de todo lo que nos ata y ciñe o de todo lo que colectivamente nos salva o nos sujeta, esa ciencia que destruirá la religión, la moral…
Leo y releo en Humano, demasiado humano, en la versión de Alfredo Brotons para Akal, algunos aforismos que ahora reproduzco. Unos pocos que nos levantan los velos y que nos quitan los frenos. No son expresión de un cinismo, sino destrucción de lo supuesto, de lo presuntamente obvio o universal:
-«La mentira. ¿Por qué en la vida cotidiana los hombres dicen la verdad la mayoría de las veces? No por cierto porque un dios haya prohibido la mentira. Sino, en primer lugar, porque es más cómodo; pues la mentira requiere invención, disimulo y memoria. (Por eso dice Swift: quien cuenta una mentira rara vez se da cuenta de la pesada carga que se impone; en efecto, para sostener una mentira le hace falta inventar otras veinte.) Luego, porque en circunstancias simples es ventajoso decir directamente: quiero tal, he hecho cual, etcétera; por consiguente, porque el camino de la coerción y la autoridad es más seguro que el de la astucia. Pero si el niño se ha criado en circunstancias domésticas complicadas, maneja la mentira con la misma naturalidad e involuntariamente dice siempre lo que le conviene; un sentido de la verdad, una repugnancia por la mentira en sí le son enteramente extraños e inaccesibles, y miente por tanto con toda inocencia».
-«Adónde puede conducirnos la sinceridad. Alguien tenía la mala costumbre de a veces expresarse con entera sinceridad sobre los motivos por los cuales actuaba y que eran tan buenos o tan malos como los motivos de todas las personas. Primero suscitó escándalo, luego recelo, poco a poco fue proscrito y desterrado de la sociedad, hasta que finalmente la justifica se acordó de ser tan depravado en una ocasión en que de ordinario no solía tener ojos o bien los cerraba. La falta de discreción sobre el secreto general y la propensión irresponsable a ver lo que nadie quiere ver –a sí mismo– le llevaron a prisión y a una muerte prematura».
-«La esperanza. Pandora trajo el tonel de los males y lo abrió. Era el regalo de los dioses a los hombres, por fuera un bello y seductor regalo, etiquetado como ‘tonel de la dicha’. De allí salieron volando todos los males, seres vivientes alados: desde entonces andan vagando y causando daño a los hombres día y noche. Cuando Pandora cerró la tapa por voluntad de Zeus, un único mal no había aún escapado y quedó dentro del tonel. Tiene ahora el hombre para siempre el tonel de la dicha en casa y piensa maravillas del tesoro que en él tiene; está a su disposición y se sirve de él cuando le place; pues no sabe que ese tonel que Pandora trajo era el de los males, y considera el mal que quedó dentro como el bien supremo: es la esperanza. En efecto, Zeus quería que el hombre, por atormentado que estuviese por los otros males, no se quitase la vida, sino que continuara dejándose atormentar siempre de nuevo. Para ello le da al hombre la esperanza: ésta es en verdad el peor de los males, pues prolonga el tormento de los hombres».
-«El cristianismo como antigualla. Cuando un domingo por la mañana oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿será posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que dijo ser hijo de Dios. Falta la prueba de semejante afirmación. No cabe duda de que en nuestros tiempos la religión es una antigualla subsistente desde época muy remota, y el hecho de que se crea esa afirmación –mientras tan estricto se es en el examen de las aserciones– es tal vez la parte más antigua de esta herencia. Un dios que engendra hijos con una mujer mortal; un sabio que incita a no trabajar más, a no juzgar más, sino a atender a los signos del inminente fin del mundo; una justicia que acepta al inocente como víctima propiciatoria; alguien que ordena a sus discípulos beber su sangre; oraciones por intercesiones milagrosas; pecados cometidos contra un Dios, expiados por un Dios; temor de un más allá cuya puerta es la muerte; la figura de la cruz como símbolo en una época que ya no conoce la condena y la vergüenza de la cruz; ¡qué hálito estremecedor nos lanza todo esto, como procedente del sepulcro de un remotísimo pasado! ¿Cómo creer que algo así sea todavía creído?».
-«Promesas de la ciencia. La ciencia moderna tiene como meta el menor dolor posible, vivir tanto como sea posible; por tanto, una especie de felicidad eterna, ciertamente muy modesta en comparación con las promesas de las religiones».
-«Para la explicación del ascetismo. Hay una porfía contra uno mismo entre cuyas exteriorizaciones más sublimes se cuentan muchas formas de ascetismo. Ciertas personas tienen, en efecto, tan gran necesidad de ejercitar su poder y su ansia de dominio, que, a falta de otros objetos o por haber fracasado siempre, caen finalmente en la tiranización de ciertas partes de su propio ser, por así decir, secciones o grados de sí mismas. Por eso más de un pensador sostiene puntos de vista que a todas luces no sirven para aumentar o mejorar su reputación; más de uno concita expresamente sobre sí el desprecio de otros, mientras que le sería fácil seguir siendo, mediante el silencio, un hombre respetado; otros revocan opiniones anteriores y no temen ser llamados en lo sucesivo inconsecuentes: por el contrario, se esfuerzan en ello y se comportan como jinetes temerarios a los que como más les gusta el caballo es desbocado, cubierto de sudor, espantado. Así el hombre asciende por peligrosos caminos a las más altas cumbres para burlarse de su medrosidad y de sus rodillas temblorosas; por eso sostiene el filósofo enfoques de ascetismo, de humildad y de santidad, cuyo resplandor desluce su propia imagen del modo más horrible. Este despedazarse a sí mismo, este escarnio de la propia naturaleza, este sperneri se sperni que tanto han exaltado las religiones, es propiamente hablando un grado muy elevado de vanidad. Toda moral del Sermón de la Montaña cabe aquí: el hombre tiene una verdadera voluptuosidad en ultrajarse mediante exigencias excesivas y en deificar después este algo tiránicamente imperioso en su alma. En toda moral ascética adora el hombre una parte de sí como Dios y tiene para ello necesidad de diabolizar la parte restante»…
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