El que no está conmigo, está contra mí. Rita Barberá hace declaraciones cuando llega a un acto institucional o cuando sale del evento público. La persiguen los reporteros, ávidos de noticias, deseosos de palabras oficiales o de revelaciones off the record.
Por supuesto, Barberá tiene derecho a pronunciarse sobre el hecho en el que participa. Tiene todo el derecho a la palabra. Permítanme la observación trivial: el parlamento o el parlamentar son fundamentos de la democracia.
Rita Barberá también tiene derecho cuando habla de temas ajenos al acontecimiento público, cuando aprovecha las cámaras o los micrófonos para verbalizar sus deseos o sus fantasías políticas.
Para el editorialista de El País, la alcaldesa de Valencia ha convertido la queja en arma política: a poco que pueda, se lamenta; a poco que se lo permitan las circunstancias, reprocha o se duele. Es un lamento frecuente.
Vemos aparecer a la alcaldesa y ya sabemos que pronto, que inmediatamente, deplorará la conducta de Rodríguez Zapatero. Le afeará su comportamiento y le atribuirá todo los males. Es un ejercicio cansino y seguramente eficaz: emplea un arma política, la de la repetición y el agotamiento. No le falta razón al editorialista de El País, pero ese dictamen carece de algo esencial. Lo razonaré.
Como un político quejica, Barberá protesta contra quienes se le oponen, haciendo de todo un agravio. Vive, en efecto, en la representación pública de los agravios reales o fingidos de los que ella hace inventario. Siempre oímos la voz grave de Rita amonestando severamente a sus adversarios: ejerce de oposición cuando resulta que es gobierno y, por tanto, también tiene responsabilidades.
Hacer eso continuamente –me refiero a lo de quejarse– es síntoma de populismo, un ejercicio consumado y prepolítico de demagogia instititucional. Es prepolítico porque se basa en el reproche personal, en la acusación ad hominem. ¿Y por qué es un gesto populista? Es populista porque invoca al «pueblo», ese entero al que dice representar completamente: apela a él para exigir algo a otro poder.
Como leíamos en Doktor Faustus, de Thomas Mann, «para todo amigo de la ilustración, la palabra pueblo y su concepto mismo conservan algo de primitivo que causa aprensión y es porque se sabe que basta tratar de pueblo a la multitud para predisponerla a actos de regresiva maldad». Punto y aparte.
Rita encarnaría a todos los valencianos y, en virtud de ello, estaría autorizada para condenar a sus opositores, que por supuesto siempre están fuera, lejos, distantes; unos adversarios que, como alguien ha dicho, si pudieran , harían desaparecer la Comunidad Valenciana, unos enemigos peligrosímos por lo que se ve: algo así como la quinta columna.
Que Barberá sea legítima representante porque ha sido elegida resulta indudable. Sin embargo, no tiene autoridad ni delegación para invocar a todos, para apelar a los intereses valencianos, con el objeto de librar batallas institucionales. También es legítimo representante de esos intereses valencianos el Gobierno central, que invierte en la Comunidad Valenciana.
Barberá imagina una guerra en la que se habrían anulado ya las diferencias entre amigos, afines, simpatizantes, templados y fríos. Todos, Valencia en su conjunto, enfrentados a un oponente artero en un conflicto total, sin matices: o estás conmigo o estás contra mí.
La interpretación de la realidad. Estas demagogias expresivas, en las que Rita Barberá es experta, no las limita a circunstancias excepcionales. Siempre que puede se pronuncia con estrépito. Ya digo: antes, durante o después de los actos públicos. Los periodistas acuden en tropel, seguramente esperando las palabras ruidosas de la alcaldesa y, por lo común, así ocurre: Rita Barberá dice algo grueso. Allí tenemos a los reporteros de distintos medios registrando lo que la alcaldesa ha largado. Algunos después no componen la noticia: se limitan a poner por escrito la versión de la alcaldesa, como si ésta fuera quien tuviera la última palabra, la interpretación correcta de los hechos.
Por ejemplo, Francisco Tomás, el anterior rector de la Universidad de Valencia, acude a despedirse de la primera munícipe. Ha acabado su mandato al frente de la institución académica. Despedirse forma parte de las cortesías institucionales. El periódico El Mundo de 23 de marzo de 2010 presentaba la noticia así:
De acuerdo con lo dicho, Barberá es quien tiene la última palabra, quien juzga la gestión de Tomás, quien evalúa la actividad o el ensimismamiento de la Universidad. Es decir, la primera edil de la corporación, el Ayuntamiento local, examina al representante de la primera institución académica de la Comunidad Valenciana. El periodista se limita a poner por escrito la versión de la alcaldesa, dando por bueno que los hechos fueron así. Porque si fueron así, Francisco Tomás salió muy poco airoso del encuentro. ¿Por qué se deja examinar? O, mejor, ¿por qué se deja intimidar como si fuera un estudiante novato?
Formulemos una pregunta inocente. ¿Por qué ciertos periodistas y ciertos medios se conforman con ser meros portavoces de la alcaldesa? Ponen un micrófono y después transcriben esas palabras, más o menos ruidosas. Barberá espera definir lo real y su significado; espera establecer lo correcto y lo legítimo; espera señalar lo deseable y lo venidero. ¿Por qué algunos reporteros y algunos periódicos escriben al dictado?
La Valencia floral. La arrebatadora alcaldesa se apoya en los votos para retar a las otras instituciones. Se apoya, especialmente, en las redes de sociabilidad y solidaridad falleras, formando un entramado afín, un ejército servicial de reserva, con obsequiosos periodistas dispuestos a justificar, a confirmar, a reforzar y a difundir el sentido que Barberá le da a las cosas: una mezcla de lo pagano-mercantil con lo católico-conservador. Si, además, presenta esos roces institucionales como un repertorio inacabable de agravios, como una letanía de ataques furibundos contra lo valenciano, el resultado es una distorsión material se signo populista, en efecto.
He visto dirigentes socialistas haciendo explícita profesión de fe fallera: Jorge Alarte y Salvador Broseta, ataviados adecuadamente, se dirigen a hacer la ofrenda floral a la Virgen de los Desamparados. Buenas intenciones. La Comisión fallera con la que desfilan tiene un aura popular. Suele despertar las simpatías de gentes progresistas y esforzadas. Pero, qué quieren, la ofrenda mariana es una festividad impuesta durante la dictadura franquista que ha cobrado carta de naturaleza: parece obvio que fervorosos valencianos se emocionen ante su patrona. ¿Cuándo acabará el sentido religioso de la festividad popular?
Rita Barberá participa activamente en la calificación fallera de Valencia, en la definición mariana de esa ofrenda y en la identificación floral de la urbe. Estamos perdidos, estamos rodeados: un manto vegetal de gran colorido tapa los desperfectos y las averías, seduciendo a propios y extraños, muchos de los cuales miran la ciudad como un jardín de flores, como un Levante ornamental y feraz: exactamente como ya la glosó Teodoro Llorente hace más de un siglo.
El colofón es muy evidente: hay que ser muy insensible para criticar el lujo floral con el que Rita Barberá engalana, por ejemplo, el pontón, también llamado Puente de las Flores. La realidad urbana se confunde con su tópica puesta en escena, un parquecito de solaz primaveral. Y Rita coopta a vates y reporteros para afirmar y asentar el tópico. Lo dicho: estamos rodeados y yo me veo cada vez más insensible.
Provocan bochorno tanto clientelismo de nuevo cuño y tanto patronazgo dispensador de beneficios, un patronazgo que se vale de los recursos colectivos y del endeudamiento para ganar las elecciones, para ganar el alma fenicia de los nativos. Nos hace un gran novelista que narre el tiempo de Rita, que haga de la alcaldesa el personaje de un folletín acomodaticio y consolador, una novela de espejismos y de vellón.
Hemeroteca:
1. Nuevo artículo de Justo Serna:
«Los muertos de Rita», El País, 31 de marzo de 2010
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2. Otros artículos de JS sobre Rita Barberá:
«El bolso», El País, 22 de julio de 2009
«Los amigos de Rita», El País, 7 de enero de 2009
«La vergüenza del cementerio», Levante-Emv, 6 de mayo de 2006
«La ficción de Barberá, Levante-Emv, 2 de mayo de 2006
«La ola», El País, 16 de mayo de 2002
Fotografías:
Efe, El Mundo



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