Uno. Durante varios días he estado prácticamente desinformado, captando sólo retazos de lo que ocurre. Algunos asuntos familiares, ahora felizmente resueltos, me dejaban angustiado e irritado, sin fuerzas para consultar la prensa. Además, otros trabajos académicos o extraacadémicos urgentes me remataban.
Fíjense en la fotografía de la izquierda: a la altura del viernes pasado, cuando fui a atusarme los cabellos frente al espejo, me sorprendí al verme con ese aspecto. La fase no ha acabado, pero parece que he encontrado un momento en esta plácida y fría mañana de noviembre para reabrir el blog.
¿Qué pasa cuando no me informo? Los libros se me amontonan formando pilas aún más inestables; los periódicos se me acumulan en el cesto que reservo para la prensa. ¿Qué hago entonces? Palío esas faltas con un repaso superficial de los diarios digitales o con un vistazo a las mesas de novedades bibliográficas. Eso es lo que me ha ocurrido durante estos últimos días.
En algún momento empecé a sentirme mal, de pura rabia: no había manera de saber qué sucedía en el planeta Tierra y, además, me veía rebasado. Fíjense: ni siquiera he comprado aún la última novela de Umberto Eco. Con eso está todo dicho. O casi todo…
El mundo parece estar otra vez al borde del abismo y yo sin enterarme: las dos Coreas se retan, como en los viejos tiempos de la Guerra Fría; la solidez financiera de España se ve amenazada por los especuladores, confirmación de que la economía tiene mucho de esoterismo y de magia negra; Obama se parte un labio jugando a baloncesto, hecho simbólico que prueba la caída de los dioses o la humanidad de los deportistas; el Papa acepta el condón para algún caso, excepción de la que ignoro sus razones; Ana María Matute, una escritora que siempre admiró mi padre, recibe el Premio Cervantes, cosa que me alegra…
No sé: llega un punto en que el retraso informativo te deja totalmente desorientado y perezoso. Aunque, como decía Umberto Eco en Cinco escritos morales, al final tampoco es tan grave. Vuelves al cabo de una semana o de un mes y las circunstancias siempre están en el punto en que las dejaste. Es el momento idóneo para leer la prensa atrasada, prensa que tiende a semanalizarse, decía Eco. La jerarquía de lo relevante parece estar más clara siete días después. Empiezo, pues, la semana del blog publicando un post que será el de mi vuelta: breves notas dispares sobre asuntos distintos que iré añadiendo. Serán mi despertar a lo que ocurre. No me pidan muchos datos. Les daré sólo mi impresión, la de quien está prácticamente desinformado.
20 horas del domingo 28 de noviembre. Cuando me disponía a agradecer las amables palabras que me dedican en los comentarios; cuando me calmaba a mí mismo restándole gravedad a la actualidad incesante, esa a la que uno no llega…, va y leo lo que destapan El País y otros medios y que el periódico español llama «la mayor filtración de la historia»:
http://www.elpais.com/documentossecretos/#
Tres. Justo Serna, «Soldadito español», Levante-Emv, 5 de septiembre de 2006.
Yo estuve en un Servicio de Información Militar. Hace de esto más de veinte años. Clasificaba, archivaba expedientes secretos que debía ordenar en pliegos. Allí quedaban retratados personajes, individuos más o menos decisivos del espectro político. Aquellos informes daban cuenta de sus rarezas, de sus inclinaciones: lo que cabía esperar de ellos, lo que presumiblemente podían hacer en el espacio en el que se desenvolvían. En otras ocasiones, los expedientes no se referían a políticos, sino que registraban a los propios miembros de la Institución en la que yo estaba. Se les había espiado por sospechar algo de ellos, por saberlos de opiniones aventureras, por suponerlos de conducta comprometida.
Me recuerdo archivando recortes de periódico, pegados con engrudos vastos en carpetillas de cartulina. Hablo, claro, de un mundo muy antiguo, cuando los Servicios de Información más corrientes no operaban con recursos electrónicos ni con computadoras, artefactos sofisticados que sólo habíamos visto en el cine. Me recuerdo también leyendo extensos informes sobre los grupos políticos más peligrosos o más violentos o más desafectos. Eran laboriosos estudios escritos con máquinas humildes, ruidosas. Me recuerdo, en fin, destruyendo documentos: justo cuando el cambio electoral se avecinaba, los jefes de aquel Servicio me encargaron expresamente triturar numerosos expedientes, muchas de las carpetillas más comprometedoras. No convenía que se supiera a quién se había espiado, qué se había subrayado de su actuación pública o privada o en qué se consideraba delicado este o aquel comportamiento.
Era un ambiente de recelo militar, de reparos frente al exterior y, a la vez, de suspicacia hacia los próximos: nadie estaba libre de ser investigado y la vida privada podía convertirse en objeto de presión, de represalia, de chantaje. La verdad es que era aquél un aire irrespirable, de sospecha, de reconcomio, unos escrúpulos que, sin embargo, no servían para nada. No creo que aquel Servicio fuera eficaz en algo o que funcionara, en efecto, para lo que había sido ideado: para atajar los peligros externos o para corregir las conductas incorrectas de los internos. ¡Cuánto dinero se sepultó en papeles inútiles, parte de los cuales finalmente destruimos con aburrimiento o con premura! Hoy ya no estoy allí, pero alguna vez me veo afectado por los mismos sentimientos que entonces tuve: cuando más cansado estoy, cuando más presuroso voy, cuando las cosas no me salen rectamente, me noto invadido por la misma compulsión conspirativa de aquellos jefes, e incluso cedo a una chifladura pasajera. Hace de esto más de veinte años, como digo, justo cuando el partido socialista ganaba las elecciones, y aún lo evoco con inquietud. Menos mal que ya acabó todo aquello y que me voy recuperando de un recuerdo entre absurdo, pobretón e infecundo. El ejército español ya no es el mismo.
Durante generaciones se había forzado a los jóvenes españoles a hacer del servicio obligatorio su tránsito a la edad adulta, siempre aplazada por madres atentas. En el cuartel, los varones madurábamos con una experiencia nueva que nos devolvía distintos, talludos. A mí me había tocado aguardar el paso de los meses en una Capitanía General, en una Sección de Información, precisamente, en donde –como ordenanza– archivaba aquellos expedientes. Supongo que, a falta de una ocupación más solvente, mi competencia de historiador, de licenciado en Historia, sólo servía para tales menesteres: de periodista, añadieron. Ni siquiera podía aspirar a mecanógrafo. Durante aquel tiempo volví a experimentar el tedio propio de la edad adolescente, esos días en que no pasaba gran cosa, en que no sucedía nada que mereciera ser recordado: sólo aquellas carpetillas reservadas, escritas algunas con la caligrafía esforzada de los semianalfabetos.
Ahora, cuando leo que el ejército español acude presuroso a cometidos internacionales de vigilancia y de protección, siento inquietud -qué duda cabe- por la suerte de esa milicia profesional, pero a la vez experimento un orgullo quizá nostálgico y retrospectivo: por fin, de aquella mesnada roma, administrativa y africanista, aquejada de resabios dictatoriales, hemos pasado a una tropa avalada por la ONU. Quién me lo iba a decir.


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