Uno. Presentación.
América para los no americanos.
Lecturas sobre los Estados Unidos de Barack Obama,
de Francisco Fuster
Nota de prensa de la editorial (Ediciones Idea):
América para los no americanos se presenta el miércoles 15 de diciembre, a las 19:30 horas, en la Casa del Libro de Valencia (Paseo Ruzafa, número 11).
En el acto intervendrán, junto a Francisco Fuster, el profesor del departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia y prologuista del libro, Justo Serna, y el profesor del departamento de Filosofía de la misma Universidad David P. Montesinos.
Dos. Va a ser un acto divertido y aleccionador. Eso espero. Va a ser una presentación cálida, a pesar del frío ambiental que nos enferma. Y va a ser un ejercicio de reflexión discursiva. No nos vamos a callar: repartiremos a manos llenas lo poco que sabemos.
Estoy muy contento de poder acudir al acto en calidad de copresentador y de prologuista. Además, tenía muchas ganas de coincidir en una actividad con David P. Montesinos, de quien soy adepto incondicional. Ya saben: admiro su sutil ironía, su guasa inteligente y su capacidad para instruir deleitando. Y tenía ganas de que el volumen de Francisco Fuster se presentara en sociedad. ¿Por qué razón? América para los no americanos tiene sobrados merecimientos que ahora, de momento, no voy a revelar, parte de los cuales detallo en el prólogo.
Acudan esta tarde al acto, que nos explicaremos. Se van a enterar… Verán por qué vale la pena seguir a Fuster en este viaje americano.
Tres. La obra de Fuster parte de materiales previamente publicados. Eso, que en otros libros es una pega, aquí no lo es. ¿Por qué razón? Porque el autor sabe componer un volumen entero, hecho de partes muy bien saldadas con un hilo conductor implícito. Tiene una argamasa que sella esos cachos anteriores, nacidos al calor de la actualidad editorial: un libro y otro libro y otro más que Fuster leía son ahora reflexiones coherentes, en colusión y en colisión.
De la novela a la política, de la economía a la vida cotidiana: emprendemos un viaje físico guiados por el autor, recalando en distintos puertos. Cada parada nos da mayor conocimiento y mayor entretenimiento. Tantos, que al final se nos queda corta esa incursión en la vida norteamericana.
Los títulos de los capítulos son reclamos y un primer aviso. Están sabiamente escogidos, con referencias explícitas a la cultura de masas y a la cultura popular, la del cine, la de la televisión, la del rock: «Hijos de un dios menor»; «Todos los dioses del presidente»; «Born to be Wild»; » Take a Road on the Wild Side»; «No digas que fue un sueño»; «Todas las religiones, la Religión», etcétera.
Como tambiéb están cuidadosamente elegidos los exergos con los que arranca cada uno de los capítulos, esas citas traídas ahora para ornamento y para instrucción de lectura. El resultado es un texto maduro al que no le hace falta epílogo: no hay un puerto al que llegar definitivamente y tampoco necesitamos un resumen que dé cuenta de todas las recaladas que hemos hecho.
Lo mejor es, pues, seguir al autor por ese viaje intelectual (y también emocional, según él mismo admite), un viaje tentativo, reflexivo: lo propio del ensayo. Francisco Fuster tiene altura y bien que lo demuestra. No le hace falta auparse para ser visto, identificado inmediatamente: tal es la calidad habitual de lo que escribe. Pero, además, el tipo no peca de autosuficiencia: como decía aquel filósofo medieval, somos enanos subidos a hombros de gigantes. Está bien saberse enano; está bien que nos sepamos pequeños: por eso lee a Alexis de Tocqueville y a tantos y tantos europeos y americanos que le informan de lo que no sabe y quiere saber, de lo que él descubre con asombro para solaz nuestro
Cuatro. Prólogo (por cortesía de la editorial: Ediciones Idea):
Ecos de Norteamérica
Justo Serna
¿Qué sabemos del mundo actual? ¿Qué creemos saber? El autor de este libro, Francisco Fuster, nos propone un viaje físico, pero también un desplazamiento intelectual: a América, a la América de Barack Obama. No sólo para corroborar lo que ya hemos visto, sino para obtener nuevos datos y para iniciar nuevas reflexiones. En ese viaje formativo e informativo, Fuster nos guía como un mentor, como uno de esos preceptores que te indican lo que hay que hacer porque antes marcharon con arrojo y con prudencia, trazando el mapa de nuestros avances. Que te tutelen, que lean por ti y que se te adelanten por un territorio ignoto, siempre es de agradecer: cuando llegamos, ya llevamos mucho conocido. O eso creemos. Pero hagamos como Francisco Fuster: no nos precipitemos. Aprender no es confirmar lo que ya creíamos conocer, sino aventurarnos en lo que no sabíamos o, al menos, en lo que no sabíamos que sabíamos. El conocimiento avanza a tientas y por analogía, por ensayo y error, distinguiendo bien las señales del camino que vamos desbrozando, teniendo claros cuáles son los destinos y el itinerario de vuelta. Aprender es tener datos y criterios, objetivos para las que hay que esforzarse.
En su primera novela, Umberto Eco ambientaba los hechos en la Edad Media, no en el mundo actual. ¿Por qué razón?, le preguntaban, extrañados, los periodistas. Umberto Eco respondía con paradoja, con guasa y con verdad. Del mundo de hoy sé muy poco, decía; del de la Edad Media sé mucho más. Del tiempo reciente conozco lo que veo por la televisión, añadía; del Medievo conozco lo que leo: muchos y muchos libros que me dan un saber de experto. Especialista en la estética de Santo Tomás y gran estudioso, Eco admitía ignorar muchas cosas de la época contemporánea: como igualmente reconocía la suma inmensa de sus erudiciones medievales.
Informarnos de algo cuesta y para eso, para colmar nuestras lagunas, tendremos que emplear numerosas horas documentándonos, leyendo libros: precisamente lo que ha hecho Francisco Fuster por nosotros. Lo actual creemos conocerlo porque accedemos a su síntesis, copia o simulacro accionando un botón: el que conecta el televisor, por ejemplo. En cambio, de la Europa remota sólo tenemos vagas nociones. Para averiguar algo de ese Continente lejano deberemos esforzarnos justamente; deberemos valernos de los libros, de ciertos pertrechos y recursos; y deberemos establecer criterios de discriminación, principios que nos ayuden a ordenar, a distinguir lo que va antes y lo que va después, lo que es importante y lo que es secundario. La lectura nos ayuda a entender un objeto ajeno, un asunto que, de entrada, no nos concierne. Lo inmediato nos atañe y es eso, lo inmediato, lo que vemos o creemos ver en la televisión. Los medios han avecindado acontecimientos lejanos y han reunido personajes distantes: todo se aúna en el noticiario y todo se vuelve simultáneo. Así, el espectador alberga informaciones de hechos que no son contemporáneos, una mezcla confusa que sólo disolveremos si aplicamos cierta disciplina, si nos aplicamos con disciplina. Francisco Fuster es un lector muy disciplinado, alguien que atiende a los datos y alguien que se atreve a conjeturar a partir de los sospechas. Pero más allá de las fantasías, está la precisión: la exactitud de nuestras informaciones. Y Fuster es preciso.
Para empezar, la cronología ayuda. Dice Umberto Eco que cuando impartía lección el primer día de clase, cuando empezaba cada curso universitario, trazaba en la pizarra una línea vertical. Conforme mencionaba nombres y más nombres, títulos de libros o de obras de arte, iba colocando unos a la izquierda y otros a la derecha: antes y después de Cristo rotulaba. Ese sencillo criterio, esa línea simple, le servía para deshacer las confusas mezclas a que los medios nos tienen habituados. Todo es coetáneo, pero el saber distingue, separa, discierne: con precisión, con exactitud. Luego, Umberto Eco invitaba a leer a sus alumnos: no podemos tener una idea cabal del mundo sin documentarnos.
Norteamérica es un país remoto, pero a la vez nos es próximo. La prensa nos lo muestra constantemente: nos lo acerca tanto que nos resulta familiar y sobre dicha nación, sobre sus gentes y sus parajes, creemos saber muchas cosas, justamente porque los mass media nos sirven sin esfuerzo imágenes de sus habitantes y de los acontecimientos más llamativos. Por una parte, el cine y la televisión son ingenios del siglo XX, medios de expresión cuya industria más potente ha sido principalmente la norteamericana. De ellos nos vienen los iconos principales y más influyentes, los reclamos más perdurables y más emocionales. Por otra parte, el Novecientos es la centuria en que se ha hecho visible el dominio de los Estados Unidos, un poder duro: una influencia territorial, un poderío geopolítico y diplomático, bélico y armamentístico. Pero Norteamérica también logra imponer una hegemonía cultural, un poder blando, un repertorio de imágenes propias que el resto del mundo reconoce, identifica, copia o repudia. Imitamos ciertas formas de vida o lo que creemos que son sus formas de vida. Rechazamos también ciertos hábitos o lo que creemos que son sus hábitos. En realidad, Estados Unidos es el referente del siglo pasado, el vecino que observamos, envidiamos, tememos, un país cuya política, cuyo cine, cuyo capitalismo nos atraen y nos repelen pero de los que, en cualquier caso, no podemos dejar de hablar. De eso, de todo eso, creemos saber, no porque hayamos hecho un esfuerzo intelectual, sino porque las imágenes nos llegan con facilidad pasmosa, como síntesis de lo que nosotros mismos somos o aspiramos a ser, como condensación de lo que deseamos o evitamos ser.
En El descubrimiento de América, un librito que Umberto Eco publicó hace años, el autor hablaba de Estados Unidos como modelo y como excepción. Como modelo: la americanización del mundo, tras la Segunda Guerra Mundial, se impone gracias al poder duro de las armas y al poder blando de las imágenes. Norteamérica sería así el espejo de nuestra sociedad y de nuestra cultura, el Occidente figurado y real, condensado y depurado en el que reconocernos, en el que mirarnos. Pero sería también la excepción, ese espacio nuevo, insólito, sin tiempo, que ha nacido desmintiendo a Europa, negando su herencia, el peso de un pasado secular, milenario; ese inmenso territorio en el que siempre es posible moverse, desplazarse, irse: lejos, más lejos, hacia un Oeste que colonizar y con una frontera que ampliar.
Digo todo esto, valiéndome de Umberto Eco, y lo hago para destacar, para confirmar el gran mérito de Francisco Fuster. América para los no americanos es el libro que ha escrito tras sus muchas lecturas, tras sus pesquisas particulares. Es una obra concebida a partir de las reseñas y artículos que ha ido publicando en los últimos años. Esos textos son como cachitos de un todo, fragmentos de un entero que él reconstruye tentativamente, conforme lee y pone por escrito sus indagaciones. La elección presidencial de Barack Obama y los hechos culturales y políticos de la actualidad han despertado y multiplicado su interés, que es el de un observador atento y el de un investigador inquieto, alguien que aprendió sobre el pasado de Norteamérica y que lee ahora para enriquecer su perspectiva, para hacerla más compleja y troceada. Con este volumen Fuster empieza a publicar, pero cuando acabamos su libro tenemos la impresión de haber leído a un historiador consumado: tal es la calidad de sus reflexiones.
El sistema y la coherencia tienen buena prensa. En cambio, el fragmento está muy desprestigiado. Como un espectador sagaz, Fuster parte de lo troceado, de esos cachitos que le llegan en forma de libros. Son como piezas distintas de un todo que nunca acabará, que nunca acabaremos. Pero son para él como ecos de voces, como señales que marcan la reconstrucción tentativa del territorio por el que avanza. Lee dichos volúmenes, algunos clásicos; otros circunstanciales. Aprende, atesora conocimientos, conocimientos que reparte a manos llenas, generosamente, para suerte del lector: al final podemos tomar su libro como un mapa inevitablemente incompleto en el que distinguimos los accidentes del terreno, lo básico e imprescindible de esa geografía fantástica y cambiante que son los Estados Unidos. O como un registro de voces lejanas. Al modo de Umberto Eco los toma como modelo y como excepción, como ese país distante del que aprender y como ese espejo en el que ver reflejados algunos de nuestros rasgos y algunas de nuestras expectativas. Su obra es un ejercicio de historia cultural del presente, una reflexión muy madura, una aproximación seria e irónica, documentada. No se contenta con lo que ve en la televisión: aprende de libros que le complican un enigma, la Norteamérica actual. Parte de Alexis de Tocqueville y llega a Barack Obama; maneja con gran aplomo y desenvoltura a pensadores muy relevantes y trata con gran seriedad y rigor a autores menores. Obra como un historiador en el archivo: no desprecia nada que pueda servirle o nada de lo que pueda servirse. Es una suerte leerle: no nos abrevia el conocimiento; simplemente, se pronuncia. Oye ecos de voces y se interroga.
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Crónica fotográfica del acto de presentación
Por Isabel Zarzuela
(Para ver las fotos a mayor tamaño haga click sobre casa una de ellas)














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