Uno. Regresamos del cine, de una sesión de cine. Acabamos de ver Balada triste de trompeta (2010), de Álex de la Iglesia. Ir a la sala, acompañados de un público numeroso: qué placer dominical. Ha sido, sin embargo, una sesión tormentosa, accidentada. ¿Por qué?
Cuando faltaban treinta minutos de metraje ha habido un fallo técnico en la proyección, un salto: hemos visto el final y los créditos. Se han encendido las luces, el público ha protestado ruidosamente.
Ha salido el encargado, nos ha pedido disculpas, dándonos dos opciones. Primera: abandonar la sala, acudir a taquilla y recuperar nuestro dinero; segunda: permanecer sentados y regresar al momento exacto del corte. Ha habido espectadores que se han ido, airados, ofendidos. Por supuesto, nosotros hemos decidido quedarnos, retomar la historia justo en el instante en que los dos payasos protagonistas siguen disputándose el amor de la trapecista.
Porque ésta es una historia de circo: ambientada en el circo. Pero sobre todo es un film de Álex de la Iglesia. ¿Qué significa eso? Que es una suma de El día de la bestia (1995), de Muertos de risa (1999), de La comunidad (2000), de 800 balas (2002). Es también una mezcla de imágenes que evocan y homenajean el cine de Luis Buñuel, de Federico Fellini, de Alfred Hitchcock, de Luis García Berlanga, de Sam Peckinpah, de Quentin Tarantino.
Es una parodia de sí mismo. Álex de la Iglesia se ríe de sus obsesiones: las reúne otra vez en un esperpento acerbo e hiperbólico, extremadamente violento y cool. Y es una vuelta a la figura del clown, que ya aparecía en su novela Payasos en la lavadora (1997), obra que leí en su tiempo y que recomendé vivamente a mi hijo.
Dos. El protagonista de dicha obra es un joven solitario y sombrío que sobrevive y malvive a la Semana Grande Bilbao. ¿Imaginan algo peor, sentirse aislado e iracundo mientras la ciudad bulle de alegría y camaradería? ¿He dicho que sobrevive…?
El personaje, Juan Carlos Satrústegui, odia a todos y sólo expresa rencor con intenciones claramente homicidas. Es un tipo permanentemente ebrio y desnortado, fuera de lugar: culto y desorientado. Es la suya una historia alocada, delirante y metarreflexiva, la de un poeta fracasado. Ahíto de alcohol y drogas, pero lúcido, crítico y demoledor. Tiene por meta capturar y asesinar a un crítico literario, un tal Marcuse, que ha denostado su primera obra publicada.
El recorrido alucinante –al estilo de El día de la bestia— está lleno de referencias cultas y de influencias más o menos evidentes: algunas traídas del mundo real y otras de la quincalla televisiva (como ese título que alude a un anuncio de Micolor).
Así, la novela parece un cruce de Louis-Ferdinand Céline, John Kennedy Toole y Charles Bukowski: una mezcla de malditismo y autodestrucción. Parece también un combinado de Eduardo Mendoza y Adolfo Bioy Casares con un toque de Julio Cortázar. Parece, en fin, una aleación de pop y filosofía, de literatura de fanzine y tiras cómicas, de metafísica de baratillo y tenebrismo español.
Al protagonista de Payasos en la lavadora, Satrústegui, lo veremos malherido y deforme, como una figura de Francis Bacon. También lo veremos deambular erráticamente, extrañándose de su fiesta y de sus convecinos: como un personaje de mal acomodo, como un Quijote posmoderno y violento, ajeno al mundo que lo rodea, furioso sin norte. Álex de la Iglesia firma la Introducción, una suerte de expediente literario: manuscrito hallado… en un ordenador. Vale la pena que reproduzca esas palabras:
«Encontré su portátil, un Powerbook 150, en una parada de autobuses de la Gran Vía de Bilbao, a altas horas de la madrugada, durante la Semana Grande. En el disco duro sólo apareció esta carpeta, con el extraño nombre de Payasos en la lavadora. Se trata de un conjunto de pensamientos, experiencias y recuerdos sin hilazón aparente, salvo quizá una crónica misantropía.
«No tiene firma, pero, repasando algunos detalles del texto, sospecho que se trata del ordenador de un antiguo vecino mío, un tipo delgado y nervioso al que no veo desde hace meses. En el buzón figura como Juan Carlos Satrústegui. Es escritor. Esto podría considerarse su tercera obra.
«Hablé con su familia y me dijeron que había sido ingresado en un psiquiátrico. Con su consentimiento me hago cargo de la publicación del texto, confiando que ello quizá ayude a su pronta recuperación. Lo he dividido en capítulos, he suprimido la mayor parte de los insultos a personas e instituciones, así como los párrafos directamente incomprensibles –quince líneas seguidas de consonantes, la palabra maricones repetida mil doscientas veces– o los puramente irrelevantes –cinco páginas dedicadas exclusivamente a describir diferentes tipos de cortezas de cerdo–. También he considerado conveniente introducir unas cuantas citas que saqué de un diccionario, para darle un tono un poco más universitario, por consejo de su madre».
Tres. Balada triste de trompeta tiene una banda que nos transporta a la historia sonora de España. El efecto de esa música es bien reconocible: un estremecimiento y una nostalgia inespecífica «por un pasado que murió».
Nos lo provocan canciones populares del muestrario kitsch. ¿La principal de ellas? La de Raphael (La balada de la trompeta), que nos lleva a finales de los años sesenta y principios de los setenta, justo cuando el payaso protagonista de la película accede a la edad adulta.
«Balada triste de trompeta / por un pasado que murió / y que llora / y que gime / como llooooooraaaaa».
Pero ese pasado que murió no es un tiempo mejor. Si nos remontamos a la Guerra Civil, que es cuando empieza el film, entonces la circunstancia no puede ser más desastrosa. Si avanzamos y nos situamos a la altura de 1973, cuando el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco, entonces la mediocridad y la violencia siguen presidiendo la vida española.
Álex de la Iglesia recrea con perfecto artificio ese momento especial y lo hace con las armas que le son propias: las de la caricatura y el brochazo esperpéntico. Los personajes visten pantalones acampanados y viven en un mundo hostil y miserable. Todo sale mal y sale torcido.
Cuatro. Tienen un pasado con el que cargan y tienen una expectativa que mengua. Su profesión está en declive y los personajes del circo, anclado en un barrio semiderruido, se emplearán finalmente en un club de estriptís. La mugre, la miseria, la doblez, la purria, la tristeza son ingredientes de una historia también colectiva. No hay salida y por el amor de una mujer (como en aquella canción de Dani Daniel) son capaces de todo: hasta de destrozarse la vida y de magullarse el rostro:
Es una pena que Álex de la Iglesia no haya recuperado a Dani Daniel para su película. Pero la letra de su canción, tontorrona y cursi a simple vista, aún nos conmueve: nos transporta a esa España de raylite y plástico, de casticismo pobretón y modernidad menesterosa. Como en la película de Álex de la Iglesia: con dos payasos disputándose el amor de una mujer. El protagonista ha dado cuanto fue, lo más hermoso de su vida. Aún confía en recuperar ese tiempo que perdió: ha de servirle alguna vez, cuando se cure bien su herida. Eso cree y eso nos cantaba Dani Daniel:
Por el amor de una mujer / jugué con fuego sin saber /que era yo quien me quemaba / bebí en las fuentes del placer / hasta llegar a comprender / que no era a mí a quien amaba / Por el amor de una mujer / he dado todo cuanto fui / lo mas hermoso de mi vida / mas ese tiempo que perdí / ha de servirme alguna vez / cuando se cure bien mi herida / Todo me parece como un sueño todavía / pero sé que al fin / podré olvidar un día / hoy me siento triste / pero pronto cantaré / y prometo no acordarme nunca del ayer…»
Cinco. He regresado al cine. He vuelto a ver Balada triste de trompeta. Es curioso lo que uno aprecia la segunda vez. Como es sorprendente lo que uno distingue cuando relee. No me refiero sólo a las grandes obras de la literatura y el cine. Hablo de todo trabajo que tenga hondura (o una mínima hondura).
Al ver de nuevo la película de Álex de la Iglesia percibo algo que no subrayé cuando me puse a escribir: estamos ante un melodrama, claramente inspirado en Pedro Almodóvar y, remotamente, en Douglas Sirk (cuyo nombre no conseguía recordar esta misma tarde hasta que me ha auxiliado un amigo). Pero hay algo más que blandura: la violencia en De la Iglesia ensombrece absolutamente cualquier atisbo de esperanza.
Balada… es un film en el que la banda sonora es mucho más que música ambiental o mero acompañamiento. Es el nervio de lo que vemos, el hilo conductor, la expresión misma de los sentimientos que se desgarran con énfasis en cada fotograma. Por supuesto, la canción que interpreta Raphael es central: por cierto, una composición cuyo autor no es Juan Carlos Calderón. Es imprescindible también Tengo el corazón contento, cantada por Marisol y bailada en la película por Carolina Bang, justo cuando está actuando en el Club Kojak. Es uno de los pocos momentos en que sentimos alegría en una película tan sombría.
En la historia de los dos payasos y la trapecista, en la historia de Sergio, Javier y Natalia, hay también reminiscencias del cine mudo. Los gestos exagerados, incluso histriónicos, esos ademanes que manifiestan el estado de ánimo son un calco de aquella época remota del celuloide. Pero son también, claro, la expresividad de los clowns, que deben gesticular para ser vistos a distancia.
Aunque hay más, algo que aprecié la primera vez: la apropiación de la Historia que hace Álex de la Iglesia. Dicho en otros términos: las imágenes documentales, procedentes de TVE, provocan un efecto de realidad, pero sirven también para cambiar levemente los hechos y bromear de nuevo con humor negro: como, por ejemplo, cuando el payaso que interpreta Carlos Areces persigue a Natalia por la zona de Claudio Coello en Madrid. Estamos en diciembre de 1973 y algo pasa… O como cuando Francisco Franco sufre un percance en una cacería, asunto sobre el que aquí hemos hablado en el post Las cacerías de Franco. Ah, y en otra entrada titulada Mundo bizarro.
¿Y qué decir del personaje que encarna Antonio de la Torre? Impresionan la brutalidad primitiva de la que es capaz y el sentimiento de desamparo salvaje. Es un gran actor, desde luego, y su papel da miedo. Al final uno no sabe si él y sus compañeros del circo son caricaturas, justamente unos payasos que exageran, o si interpretan papeles de gran naturalismo.
En fin, tendré que dejarlo…
Hemeroteca:
Justo Serna, «La locomotora», El País, 22 de diciembre de 2010.






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