Grandes esperanzas. «Al ser el apellido de mi padre Pirrip y mi nombre de pila Philip, mi infantil lengua de trapo no consiguió sacar de ambos nada ni más largo ni más explícito que Pip. De modo que me llamé a mí mismo Pip, y me llamaron Pip. Digo que Pirrip era el apellido de mi padre basándome en la autoridad de su lápida y en mi hermana, la señora Joe Gargery, que se casó con el herrero. Como nunca vi ni a mi padre ni a mi madre, ni retrato alguno de ellos (pues sus días eran muy anteriores a los de la fotografía), mi primeras fantasías acerca de cómo eran derivaban lógicamente de su lápida…»
En Grandes esperanzas, publicada en 1861, Charles Dickens demuestra sus habilidades como novelista. No sólo concibe una historia completa y muy minuciosa–toda una vida con sus detalles, avatares, avances y quiebros–, sino también una narración convincente y aleccionadora. Pip se extiende con elocuencia educada y es creíble.
Cuenta ya es adulto, justamente cuando una parte de sus nociones vitales han cambiado o cuando sus expectativas infantiles y juveniles se han desvanecido o modificado. Tan persuasivo es el relato en primera persona, que queremos creer que es exactamente autobiográfico: vamos, que Dickens nos cuenta su existencia con apenas filtros y correcciones. No es así.
La historia de Pip no es un calco de la Charles, aunque, claro, ambos compartan muchos valores morales y sobre todo la ganancia que rinde ser caballero compasivo, un patrimonio inmaterial que pesa más que el dinero. ¿A qué cosa mejor se puede aspirar en la Inglaterra victoriana? Un joven ha de hacerse a la mar, si es que tiene el acicate de la aventura. Pero si es de tierra firme, la meta apetecible es ascender en la escala social, otra suerte de viaje, de singladura.
Pip pasa de huérfano rural a caballero burgués: una misteriosa ayuda le permite estudiar, formarse para gentleman. También el novelista se beneficiará de un gran ascenso social y de un reconocimiento público. Pero en Dickens la orfandad no es la clave con la que interpretar sus anhelos. En el personaje de Grandes esperanzas, sí: la muerte de los padres le deja anímicamente desamparado, sólo bajo la tutela de su señora hermana, una mujer siempre avinagrada, siempre irritada, siempre malhumorada.
El comienzo de la novela que hemos leído, en la versión de María Engracia Pujals para Cátedra, es proverbialmente informativo. Proporciona muchas pistas de lo que va a ser su vida, esa orfandad simbolizada en las lápidas, así como las expectativas desmesuradas y despiadadas que Pip se forja. Contempla la lápida de la tumba de sus padres, pero no puede retener imagen alguna de ellos, que no pudieron servirse del prodigio técnico de la fotografía. No nos hacemos a la idea de lo que esto significaba en otros tiempos. ¿Como conservar el rostro de tus seres queridos ya muertos?
Los objetos cobran vida propiamente anímica y sin duda reemplazan a los que ya no están. En Dickens, los aperos, los adminículos, los muebles son algo concreto, bien real, pero tiene también un trasfondo simbólico: cada cosa pregona a su propietario. Con ese sencillo recurso, el novelista consuma el realismo por vía indirecta, pues describe el entorno material, congruente y verosímil del personaje. Pero el realismo en Dickens es también psicológico.
Y psicológico es el tránsito de Pip, que experimenta un rito de paso, un largo proceso de formación que le lleva de la infancia a la edad adulta. Una niñez huérfana con escasa atención emocional le hacen ser un tipo cínico. O, cuando las cosas materiales le marchen mejor, le harán ser un snob. Como su propio origen etimológico revela, snob significa sine nobilitate, un nuevo rico sin condiciones, un sujeto próspero pero competitivo, despiadado, rudo en el fondo. En la infancia tuvo apoyo amistoso de gentes aldeanas, algo que fue para él un lenitivo. En la vida adulta, su ascenso le llevará en principio a olvidarse de esos seres dignísimos, como un londinense desagradecido que desprecia el mundo rústico del que realmente procede.
Pero Grandes esperanzas es una rehabilitación moral. No es que de repente se haga buen chico. En realidad, de lo que se trata es de ser caballero con cualidades, alguien que no reniegue de ese pasado que no cesa y que llega a las puertas de la gran metrópoli. Es tal el grado de sinceridad con que se expresa el Pip adulto, tal el grado de autocrítica, que es capaz de revisar las fantasías compensatorias que se había hecho; que es capaz de aceptar la humildad como virtud valiosa que produce grandes rendimientos anímicos; que es capaz, en fin, de criticar con humor, con ironía, la voracidad burguesa.
Siempre me ha resultado simpatiquísimo Pip, mucho más que esos otros personajes que en parte –sólo en parte– se le parecen: sus primos literarios David Copperfield u Oliver Twist. De verdad, de verdad, que los jóvenes que hoy llegan a la edad adulta tienen mucho que aprender de Pip. No sermonea, no sotanea, no se alza sobre una superioridad moral para amonestar. Es la suya una levedad expresiva y emocional, una madurez en la que aún tiene que optar. Saber elegir bien es la clave, viene a decirnos. ¿Y la altura? Un caballero no la alcanza cuando ha reunido una fortuna, sino cuando aprende a compadecerse y a agradecer, cuando aprende virtudes morales que ya estaban en los remotos aldeanos que lo asistieron o incluso en un deportado, finalmente generoso.