La muerte en Venecia
“Gustav Aschenbach –o von Aschenbach, como se le conocía oficialmente desde su quincuagésimo aniversario— salió de su apartamento de la Pinzregentenstrasse, en Munich, para dar un largo paseo a solas. Era una tarde de primavera de aquel año de 19…, que durante meses mostró a nuestro continente un rostro tan amenazador y cargado de peligros. Sobreexcitado por el difícil y azaroso trabajo matinal, que le exigía justamente en esos días un máximo de cautela, perspicacia, penetración y voluntad de rigor, el escritor no había podido, ni siquiera después de la comida, detener en su interior las expansiones del impulso creador, de ese motus animi continuus en el cual reside, según Cicerón, la esencia de la oratoria, ni había encontrado tampoco ese sueño reparador que, dado el creciente desgaste de sus fuerzas, tanto necesitaba una vez al día. Por eso decidió salir de casa después del té, confiando en que un poco de aire y movimiento lo ayudarían a recuperarse y le procurarían una fructífera velada”.
Leo y reproduzco el principio de una novela corta, de una nouvelle, que aún me asombra y me incomoda. Lo hago en la versión de Juan del Solar.
Los protagonistas son dos personajes en los que uno podría mirarse fantasiosamente.
El primero, un escritor que sobrepasa la cincuentena, afligido y aburguesado, se sabe capaz de la gran creación, aunque ahora viva un agostamiento. El segundo, un adolescente, bello e ignorante de los efectos que provoca, es primitivo, literal, aunque también sibilino o quizá perverso.
Inevitablemente, al leer La muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann, no podemos dejar de pensar en la adaptación cinematográfica de Luchino Visconti: Muerte en Venecia.
Uno siempre llega tarde a esta novela, pues las imágenes del film se anteponen. El lector también es espectador y recuerda a Dirk Bogarde. Lo recuerda encarnando a Gustave von Aschenbach.
El espectador aún ve al personaje enamorado y finalmente patético, cayéndole churretes de maquillaje derretido. Qué dramatismo grotesco: qué personaje triste, descentrado, ansioso y vencido.
Dice Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras que esta obra “merece figurar junto a obras maestras del género”. Como las de Kafka o Tolstói.
¿Qué destaca en ella?
“La excelencia formal, lo fascinante de su anécdota y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector”, precisa Vargas Llosa.
Sin duda, es cierto todo eso.
Pero hay algo más: lo que por encima de todo sobresale en La muerte en Venecia es el problema de la creación, de la sublimación, de la expectativa artística, de la belleza, del triunfo o de la derrota.
¿Qué hacemos cuando queremos ser originales? ¿Es posible hacer algo nuevo, distinto, grande, propiamente irrepetible, o nos conformamos con lo alcanzado y ya ensayado?
En Thomas Mann hay una pregunta recurrente: la cuestión del arte y de la vida, el interrogante sobre la relación conflictiva entre la inspiración y la existencia.
El protagonista de La muerte en Venecia es un escritor (un compositor en el film), ese Gustave von Aschenbach que nos revela el inicio de la novela. Es un creador ya célebre, asentado e instalado en la cumbre burguesa de su gloria. Eso le hace ser conservador en las formas y en las ideas, dedicado exclusivamente a cultivar el arte.
¿El arte por el arte?
Un día sale a la calle. Comienza el mes de mayo. Tras varias semanas de humedad y frío, el ambiente mejora, quedando “un tiempo falsamente estival”.
Aschenbach se deja llevar por esa sugestión, que le excita grandemente. La impresión perdura. Algo le impulsa a abandonar su ciudad para establecerse provisionalmente en Venecia.
Es el Sur, uno de los destinos del Grand Tour. En la ciudad italiana busca relajación y también expansión, paz, algo que amortigüe la exaltación o, por el contrario, que impulse su genio.
¿Es así?
Venecia es el arte, la belleza, pero también es la putrefacción, la derrota de lo elevado y espiritual. En aquella urbe triunfan lo orgánico y lo que corrompe y se corrompe.
Allí, Aschenbach se enamora platónicamente de Tadzio. ¿Quién es? Un efebo de catorce años, un jovencito polaco que lo trastorna con su sola presencia.
Ambos coinciden en el Excelsior, hotel en el que se alojan. Poco a poco, el delirante amor que el artista siente va aumentando, va colmándose, y con ese sentimiento crece también la degradación: crece conforme se extiende el contagio, la invasión del cólera asiático en la ciudad.
La muerte y los sentidos destruyen la tranquilidad y la honorabilidad burguesas de Aschenbach: él, que tanto se protegía de sus propias pasiones e inclinaciones; él, que tanto se resguardaba de lo carnal con un elegante autodominio.
La novela está narrada en tercera persona bajo la perspectiva del artista. Por ello, son frecuentes las reflexiones sobre la creación, interesantes y grandilocuentes reflexiones sobre la creación.
El arte es una frágil coraza, una defensa contra las ofensas de la pasión. ¿Sucumbe el personaje? ¿Le pueden la vida o el instinto de muerte?
Las góndolas semejan ataúdes, y Venecia parece un cementerio marino, con sus mefíticas emanaciones, el húmedo infierno.
Constatamos la vehemencia y el escalofrío que despiertan en el creador, el viaje que emprende como huida, el trastorno sentimental que disloca al burgués: el abismo, la humedad pantanosa y sensual que arrebata, que extenúa, que despierta lo dionisíaco, el puro desvarío.
“¿Qué podían importarle ahora el arte y la virtud frente a las ventajas del caos?”, leemos en una página.
¿Quién mira y quién pervierte? ¿Quién triunfa y quién queda derrotado? ¿El creador envejecido y maquillado que busca la belleza o el joven efebo que ignora su perfección?
Madurar e incluso envejecer no garantizan nada. Todo esto podría ser risible, ridículo, si no fuera por la ironía que siempre hay en la prosa de Thomas Mann y en la elegante traducción española. ¿Y en el film de Visconti?
Eso ya es otra historia.
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