Viaje al centro de la tierra

Viaje al centro de la Tierra. «Era el domingo 24 de mayo de 1863, cuando mi tío, el profesor Lidenbrock, regresaban apresuradamente a su reducida vivienda del número 19 de la calle Königstrasse, una de las más vetustas del barrio antiguo de Hamburgo.

Marta, la sirvienta, al comprobar que la comida puesta al fuego iniciaba apenas el primer hervor, se culpó pensando que se habría entretenido.

–¡La que nos espera! –le dije–. Con lo impaciente que es mi tío, oiremos cómo grita, sobre todo, si el hambre le aprieta.

–¿Ya está aquí el señor Lidenbrock? –inquirió nerviosa, Marta, mirando por entre los batientes del comedor.

–En efecto, Marta; pero no te preocupes si la comida no está a punto, pues no son todavía las dos; ahora mismo ha dado la media en San Miguel.

–Pero, ¿por qué habrá vuelto tan pronto el señor Lidenbrock?

–Probablemente él mismo nos lo va a explicar.

–¡Ahí viene! Yo me escabullo, señor Axel; por favor, haga los posibles por calmarlo”.

 El principio de esta novela de Julio Verne no puede ser más corriente. Reproduce una circunstancia de la vida ordinaria en pleno siglo XIX. Un profesor convive con su sobrino. La sirvienta se dispone a preparar el almuerzo de ambos. Una situación normal, vulgar y masculina. Tío y sobrino viven juntos. En la historia efectiva del Ochocientos, en el mundo burgués del siglo XIX, eso no era infrecuente. El servicio doméstico se ocupaba de los menesteres cotidianos y los hombres de la casa, en este caso solteros, protagonizaban la vida pública, con resuelto dominio, con determinación viril. El primero de los personajes es Otto Lidenbrock, un afamado profesor de mineralogía, alguien con experiencia y reconocimiento. El segundo, un joven que está empezando, es el narrador de la historia: pariente, ya digo, de Lidenbrock y a su vez novio de Graüben, ahijada del profesor.

Ese esquema es muy frecuente en las novelas de aquel tiempo: el hombre maduro que guía al muchacho, el preceptor que instruye al atolondrado chico. El mundo siempre es un lugar peligroso, inhóspito, lleno de asechanzas y riesgos, un sitio incluso infernal: una caldera a punto de estallar. Que crezcamos en compañía honesta, a la sombra de parientes tutelares, es ventajoso y es una forma de cultivar la virtud, de despertarla. O al menos de favorecer el aprendizaje, la experiencia recta de las cosas.

Por eso, en estas novelas, es tan eficaz darle la voz narrativa y la perspectiva al joven: es una manera de descubrir el mundo, de consignar los tropiezos que tendrá y de precisar las enseñanzas que lo mejorarán. El tío, en este caso Lidenbrock, puede ejercer de consejero, de maestro; el sobrino desempeña el papel de asombrado observador y discípulo. Es una relación moral que podemos remontar a la cultura clásica de la Antigüedad, cuando Mentor se ocupa de tutelar al impetuoso Telémaco, hijo de Ulises. Los jóvenes suelen ser exaltados e inexpertos, carecen de conocimientos y se dejan llevar por sus emociones. En cambio, los adultos que los guían son templados, moderan los arrebatos de sus pupilos.

¿Moderan los arrebatos de los pupilos? Si leemos otra vez el inicio de la novela de Verne, inmediatamente parece ocurrir lo contrario: el joven es un tipo sosegado, sensatísimo y, por los indicios, es el tío quien parece un  individuo de carácter nervioso o irascible, alguien que no tolera demoras o desórdenes. Es un científico obsesivo.  Si lo pensamos bien, la circunstancia lo justifica. ¿De qué va la historia de Verne? Del viaje al centro de la Tierra, meta antigua e inabordable: lo más parecido al descenso al Averno. Por supuesto, la ciencia no ha confirmado las fantasiosas conjeturas del novelista. ¿Nos vamos a lamentar?

El profesor Lidenbrock ha descubierto un escrito cifrado, el garabato de un viejo erudito islandés. En ese mensaje, Arne Saknussemm, que es un alquimista, dice haber llegado al mismo centro de la Tierra. ¿Podemos imaginar la inquietud que esto puede provocar en el lector, en nosotros mismos? El efecto de una novela se consigue cuando el autor consigue vencer nuestra incredulidad, cuando derriba nuestras defensas. Nos dejamos llevar, nos dejamos persuadir, concediendo verosimilitud a lo que el novelista nos cuenta. Verne es especialista en ello: a sus primeros lectores y a nosotros aún nos convence. Yo sé que la ciencia ha adelantado una barbaridad y que no podemos pretextar ignorancia, pero el encanto de Verne en esta novela es insuperable.

Me refiero al viaje iniciático, a ese descensus ad inferos. Sigo emocionándome con ese periplo increíble. ¿Cuántas veces lo habremos leído? ¿Cuántas veces lo habremos contemplado en la pantalla? En versión de Henry Levin o en la  de Juan Piquer Simon. Yo siempre veo a James Mason protagonizando este épico descenso al interior del globo terrestre. Y siempre recuerdo al guía islandés, Hans. Me estremezco cada vez que acompaño al grupo. Es cierto: vamos bien equipados, bien pertrechados. Llevamos armas, víveres y un botiquín de primeros auxilios. Pero los seres humanos están indefensos siempre ante el ataque de la Naturaleza o ante la embestida de lo ignoto.

Puedes ser joven o anciano: el miedo reaparece. Necesitamos temple y coraje, un valor que no se aprende: se tiene. ¿Imaginan qué se siente cuando ingresamos por la boca de un volcán en Islandia? Yo lo sé: el cráter nos traga, nos absorbe y el fuego primordial puede carbonizarnos para siempre. ¿Imaginan qué sentimos cuando nos acechan peligros primitivos, mesozoicos, en un tránsito que es penoso y prometedor? Yo lo he experimentado siendo joven y siendo adulto. ¿Por qué me seduce tanto esta novela de Verne?

Descendemos. Se supone que la temperatura aumentará conforme nos adentremos, conforme nos acerquemos a ese infierno terrestre. ¿Es así? El corazón de las tinieblas es el principio de la humanidad, lo más bajo, lo más profundo, lo enterrado. ¿Qué podemos producir al airear lo estancado, al exhumar lo sedimentado? No tardaré en volver a leerla, ahora en la edición de Everest (que es la que leyó mi hijo). No tardaré en volver a ingresar en la boca del lobo, en ese fondo oscuro del alma, tan negro como un tizón.

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