El túnel del tiempo. Recuerdo que la máquina estaba en unas profundidades remotas, una excavación en la roca, en la montaña. Creo que en un desierto del Medio Oeste americano. Muy lejos, vamos. O más o menos, pues escribo de memoria y no quiero documentarme ahora para alardear de falsa precisión sobre una serie de los años sesenta.
Que el artefacto estuviera en un túnel le daba secretismo a toda la operación. ¿Por qué había que ocultar aquellas operaciones?, nos preguntábamos. El secreto es algo muy apreciado por los jovencitos: conforme perdemos la inocencia de la primera infancia aprendemos a encubrir algunos pensamientos a nuestros mayores; aprendemos también a tapar algunos sentimientos; y aprendemos, en fin, a hacer ciertas cosas sin comunicarlas.
Para los niños (al menos lo era para mí), el interior de una montaña siempre es algo atractivo, temible. En Huckleberry Finn o en Tom Sawyer, las andanzas de los muchachos ocurrían a lo largo del río, pero sucedían también en cuevas, en riscos, en el interior de grutas por las que se adentraban con temeridad. ¡Ah, las cavidades, los salientes, los huecos y los promontorios! Como dijo Sigmund Freud, a veces un puro solamente es un puro. Pero volvamos a las cavidades…
Más que los desplazamientos interespaciales, de niño me inquietaban los viajes a las profundidades: al fondo del mar y al centro de la tierra, claro. Por eso, que la serie El túnel del tiempo, de Irwin Allen (luego especialista en cine de catástrofes), tuviera como base el laboratorio excavado en una roca era algo perturbador: un espacio de reserva absoluta, el umbral del misterio. Nada de lo que allí se hacía podía ser revelado. Hechizado por ese sigilo, propiamente político y militar, veía yo aquella serie de mi infancia, una historia troceada en capítulos independientes que siempre empezaban con una espiral metafórica: con un giro muy sesentero, muy pop, diría yo ahora.
Cuando se activaba ese túnel, con la espiral rodando velozmente, comenzaba la aventura. ¿Adónde iremos a parar hoy? Unos científicos habían ideado el artefacto para teletransportarse, para viajar a lo largo de los siglos. Antes de que yo leyera La máquina del tiempo, de H. G. Wells, mi imaginación ya estaba dominada por ese artilugio. Antes de que yo estudiara historia, el pasado ya formaba parte de mí.
Me parecía un portento glorioso. Desplazarse a un momento o a otro de la humanidad, pero con los conocimientos y la experiencia del siglo XX: qué admirable prodigio. Había unos mandos con numerosos botones y monitores que ponían en marcha una especie de generador o dinamo, esa espiral que absorbía a los viajeros. Las vueltas que daba el cacharro mareaban: a los viajeros del tiempo y a los espectadores adultos que no comprendían la fascinación de los niños. Recuerdo siempre a mis mayores lamentando los extraños giros del aparato, tan semejante por otra parte a las alteraciones psicodélicas de los sesenta. Parecía, sí, una experiencia de escape, una disolución de los límites de la conciencia y por supuesto una superación de las fronteras.
La máquina estaba protegida por el ejército, nada menos; y estaba gobernada por científicos que esperaban el regreso de los viajeros. Los salvaban en el último momento, cuando las cosas se complicaban para ellos. Accionaban los mandos y de repente con un fundido o con humo del plató, no recuerdo bien, los transeúntes ya estaban en otro siglo. Pero siempre, siempre, el curso de los acontecimientos era inevitable. Las revoluciones ocurrían, las decapitaciones, las explosiones: todo tenía una fatalidad que los protagonistas no podían evitar. Qué angustia.
Karol Wojtyla decía que “la televisión también puede acarrear efectos negativos en la familia, aun cuando los programas televisivos no sean de por sí moralmente criticables: puede alentar a los miembros de la familia a aislarse en sus mundos privados, relegándolos de las auténticas relaciones interpersonales, y también dividir la familia, distanciando a los padres de los hijos y a los hijos de los padres”.
Si no recuerdo mal, yo veía El túnel del tiempo inmediatamente después de cenar. ¿Cómo? Solo, sin adultos, aislado, en trance: experimentando lo más parecido a una alucinación. Los mayores habían abandonado la sala, esperando el final del capítulo. Ay, señor.