Cero. Cuando un estremecimiento nos atraviesa la espalda o cuando simplemente temblamos y sentimos que el corazón se precipita, con una palpitación incontrolable.
Cuando desistimos, quizá derrotados, observando con aprensión: precisamente como mira Edgar Allan Poe al retratista, a W.S. Hartshorn. Hay algo avinagrado y doliente en ese rostro temeroso: unas pupilas empañadas, el cerco de la ojeras. Sólo falta un año para la muerte de Poe.
O cuando cerramos los ojos para no distinguir lo que ya se cierne. O cuando entornamos los párpados para la velar la visión, para atisbar mínimamente lo que nos amenaza. O cuando no vemos nada, pero nos aterrorizamos igual, pues nos lo están contando o lo estamos leyendo.
La palabra recrea entonces el hecho y lo venidero, lo que está a punto de asfixiarnos. Entonces, sólo entonces, descubrimos cuál es el trastorno más antiguo e intenso de los seres humanos. El miedo, el miedo preternatural o el ordinario. Experimentarlo, padecerlo.
Sentimos pavor a lo desconocido, al roce de lo áspero o de lo blando y untuoso, de lo frío, que nos quema, o de lo excesivamente tórrido, de lo que nos consume y agosta. Son sensaciones que no frenan la luz, la razón o la ventilación.
Obcecado, vives con aturdimiento el desorden. Oyes un chillido infantil. ¿Será tuyo? Es entonces cuando te tapas con el embozo de la sábana, cuando te encoges hasta hacerte un ovillo. Te sabes inmerso en una atmósfera que ahoga. Te sabes víctima de un irrefrenable espanto, de un presagio que se va materializando: pequeños signos que parecen indicar algo, ruidos que no identificas, sospechas que no puedes olvidar.
Nada inquieta más que un relato de terror. No pides una acumulación de horrores o de páginas; tampoco exiges una suma de torturas o de lances. Lo único que reclamas al autor es economía de medios: que administre con sumo cuidado los materiales cotidianos y terroríficos. A veces un simple dato cambia radicalmente el orden natural de las cosas presentando la realidad bajo un monstruoso aspecto, una presencia, una insinuación.
¿Hacen falta muertos, vampiros, cementerios, bruma, oscuridad, luna llena? ¿Hacen falta maldiciones antiguas, pecados sin penitencia, prácticas culpables? Pues sí, por qué no. Pero sobre todo hace falta que nos hielen el corazón poco a poco o que nos asombren al final. ¿Con qué recursos? Nos pueden aturdir con ese aparecido que se resiste a morir, con ese doble que nos enajena…
Decía Javier Marías que un fantasma es “alguien a quien ya no le pasan de verdad las cosas, pero que se sigue preocupando por lo que ocurre allí donde solían pasarle y que –aun no estando del todo– trata de intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia”. Es una figura evanescente que bien podría ser el doble del escritor: “habla e influye, pero no siempre se deja ver; a veces desaparece y calla durante largo tiempo, en otras ocasiones arma grandes estrépitos con sus ficticias cadenas o intenta ahuyentar con su sábana blanca de intangibles palabras. No está del todo presente, pero asiste a los acontecimientos, y sobre todo ronda».
Las figuras fantasmales de los cuentos, los espíritus, los vampiros son así y aún nos inquietan. Pero hay más, más espectros cuya vida o mala vida nos apena y nos sobrecoge. Han venido para quedarse.
El caso de Charles Dexter Ward. «…Pero en este autor, eso que pasa ahí fuera, eso que sucede a vista de los lectores, es sobre todo una degeneración interior: un deterioro humano que padece cada uno de nosotros, unas prácticas aberrantes que han menoscabado nuestra condición. Bajo determinado punto de vista, lo que Lovecraft cuenta es indeciblemente racista. Si queremos verlo de otro modo, lo que HPL nos relata es manifiesta y repulsivamente humano: el miedo a la impureza, a la mezcla. Tememos la perturbación y nos sabemos herederos de malformaciones. Leer una de sus historias es ratificar el infortunio y el destino. Cuando creías progresar, cuando creías mejorar, el resultado a la vista está: sólo te espera la desventura. No hay escapatoria». Leer más aquí.
El fantasma de Canterville. «…¿Tantos siglos de culpa para esto? “Hace trescientos años que no duermo y me encuentro muy fatigado”, admite pronto ante Virginia, la joven norteamericana. Y lo necesita, vaya si lo necesita: reposar blandamente abandonando toda esperanza. ¿Esperanza, un fantasma? En realidad, es otra cosa lo que precisa: “no saber que existe el ayer ni el mañana… Olvidar el tiempo y la vida, yacer en paz… Usted podría ayudarme”. ¿Es posible lo que estamos leyendo? ¿Un fantasma pidiendo ayuda a una jovencita? Ojalá lo consiga. Visto de lejos, un fantasma da miedo, señala Wilde; de cerca…, de cerca nos provoca una gran compasión». Leer más aquí.
Seguirá en otro post.
Blogosfera La biblioteca del hijo


Deja un comentario