El caso de Charles Dexter Ward. “De una clínica particular para enfermos mentales situada cerca de Providence, Rhode Island, desapareció recientemente una persona de características muy notables. Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido recluida allí a regañadientes por su apenado padre, testigo del desarrollo de una aberración que, si en un principio no pasó de simple excentricidad, con el tiempo se había transformado en manía peligrosa que implicaba la posible existencia de tendencias homicidas y un cambio perculiar en los contenidos manifiestos de la mente”.
Alguien, un narrador, nos cuenta el caso de un joven de veintiséis años: ha estado recluido en un sanatorio psiquiátrico y ahora, desde fecha reciente, está desaparecido. Nunca averiguaremos quién es ese que cuenta para nosotros la historia que nos disponemos a leer, pero narra como lo haría un cronista que reconstruyera la vida y las circunstancias de Charles Dexter Ward. Es preciso, es paciente, rinde homenaje a la exactitud. Con el cuidado de un observador científico reconstruye la vida y las circunstancias, en efecto. ¿A partir de qué? A partir de las averiguaciones de su médico y de su padre. Por tanto, los datos y las informaciones son coherentes, resultado de un proceso de investigación que permite encajar aspectos y hechos como si fueran las piezas de un puzle.
¿Y bien? Los acontecimientos se desarrollan en Providence (la patria natal de Howard Phillips Lovecraft, en Nueva Inglaterra) y la historia que conocemos es la de alguien que parece enloquecer al estudiar el pasado familiar, la vida de un antepasado: un pariente del siglo XVIII originario de Salem y finalmente instalado en Providence.
Aunque me disponga a revelar algo de sus contenidos, en Lovecraft eso no daña la experiencia de leerlo. Si lo hemos leído una y otra vez, si hemos vuelto sobre sus cuentos, sabíamos ya qué pasaba, qué ocurría. Pero no es eso lo que nos atrae. En sus relatos, lo que nos imanta y repele es el clima de opresión y inminencia: ese ambiente ominoso, dirá HPL, que asfixia y que nos hace víctimas de una fatalidad. En sus historias no hay algo que se agrave: el mundo ya estaba dañado y averiado antes de que llegaran Ward o cualquier otro de sus protagonistas. En sus cuentos hay algo que finalmente se revela, algo que a la postre se destapa y que amenaza con desbordarse.
El caso de Charles Dexter Ward es un relato de posesión, de cómo un cadáver, un muerto, se materializa gracias a ciertos conjuros. ¿Qué le ocurrirá a Ward. Las averiguaciones del médico y el coraje con que se enfrenta al antepasado hacen que la historia acabe con su derrota: literalmente pulverizado.
Para algunos lectores hay una pega que imputar a HPL: el horror o la causa del horror son innegables y bien visibles, tajantes, realmente existentes, a pesar de que pudiéramos dudar de su presencia: muertos vivientes, monstruos antediluvianos, brujos con poderes. Se le ha reprochado esto: la falta de sutilezas, de ambigüedades. Yo, en cambio, se lo perdono. Los terrores de los que habla son evidentes, aunque no queramos verlos; son ancestrales, aunque no queramos admitirlos. Esos pánicos los provocan la soledad, la locura, el dolor indecible, el fin que a todos aguarda e iguala.
Pero en este autor, eso que pasa ahí fuera, eso que sucede a vista de los lectores, es sobre todo una degeneración interior: un deterioro humano que padece cada uno de nosotros, unas prácticas aberrantes que han menoscabado nuestra condición. Bajo determinado punto de vista, lo que Lovecraft cuenta es indeciblemente racista. Si queremos verlo de otro modo, lo que HPL nos relata es manifiesta y repulsivamente humano: el miedo a la impureza, a la mezcla. Tememos la perturbación y nos sabemos herederos de malformaciones. Leer una de sus historias es ratificar el infortunio y el destino. Cuando creías progresar, cuando creías mejorar, el resultado a la vista está: sólo te espera la desventura. No hay escapatoria.