Blog de Campaña de El País (Comunidad Valenciana)
Esa pareja feliz. Cuando era niño, a comienzos de los sesenta, la vida era hostil. Raramente nos resarcía y, si tenía compensaciones, eran modestísimas. Nos educaban en la humildad forzada y en el temor al descalabro económico: ahorra y contente –nos repetían–, en cualquier momento todo se viene abajo y te quedas sin una perra gorda. O sin blanca, que era lo que decían en las películas americanas dobladas. Aquélla era una
amenaza muy verosímil que nos hizo crecer con el miedo a la crisis y al cataclismo económico.
Muchas parejas habían padecido grandes penalidades en los años cuarenta y cincuenta para sacar adelante sus hogares. Por tanto, el relato familiar, basado en la propia experiencia o en lo que otros contaban, nos dejaba siempre temerosos. En todo momento, un golpe aciago de la fortuna podía dejarnos en la calle. Sin recursos.
A principios de los sesenta e incluso ya en los setenta, mi padre me lo repetía. Y me repetía algo que hoy parece insólito: mucha gente trabajaba pero tenía unos sueldos ínfimos, casi miserables. Había empleo pero no hay perspectivas. ¿Y pisitos? Acceder a una vivienda en propiedad era la gran gesta familiar, una especie de prodigio para ingresos tan magros.
Yo recuerdo una película de Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga protagonizada por Elvira Quintillá y Fernando Fernán Gómez. Si no me equivoco era Esa pareja feliz (1951), un film malogrado por la censura (que impuso un final milagroso). Era la historia de un matrimonio que esperaba prosperar. Y recuerdo que aquella pareja debía abandonar el pisito en el que estaban alquilados o realquilados. ¿Por qué? Porque no tenían dinero para cubrir el arriendo (que supongo modesto). Hablo de memoria, ya digo, pero las imágenes de angustia que aquella película provocaba no las he olvidado: por edad aún las tenía muy cercanas.
Capitalismo y miseria. Para aquella generación que accedía a la vida adulta o matrimonial en los años cincuenta, la vida era algo doloroso, frecuentemente infeliz. No sé: sueldos bajísimos, subempleo crónico, poco consumo y mojigatería moral. Sólo de pensar en esas cosas, me da mucha pena. No hablo de una ficción cinematográfica; hablo de un mundo relativamente cercano: la España en la que yo nací era así, un espacio penoso, prácticamente sin compensaciones.
Nací escuchando la radio, un armatoste de grandes dimensiones que solía estar en un estante alto, una especie de pedestal: supongo que para repartir mejor el sonido. No he olvidado el día en que tiré del cable del aparato y éste, con gravedad, se vino al suelo. Fue un drama, pero no exactamente porque pudiera haberme dañado,
sino porque aquel valioso trasto podía haber saltado en pedazos. Se salvó milagrosamente.
Luego empezamos a ver la tele, hacia 1964, que es –si no me equivoco– el año en que entró un Kolster en mi casa. Nos seducían los hechizos humildes del consumo, pero esos objetos no solían estar a nuestro alcance. Éramos morenos y no rubicundos como los niños catódicos. No éramos pobres, sino españoles con limitaciones materiales.
Pertenezco a la primera generación que pudo comer filete todos los días, lo cual era un orgullo familiar; pertenezco a la primera generación que pudo ingerir yogures (blancos o de fresa); y pertenezco a la primera generación que se benefició del consumo material: a nuestras casas llegaron los electrodomésticos primitivos, entre ellos, esa televisión de la que estábamos tan orgullosos: en su parte superior tenía un tapetito con algún motivo ornamental (un santo o un souvenir) y tenía un estabilizador para los cambios de corriente y subidas de tensión. Todo era menesteroso. Nací y crecí en un ambiente de freno, de morigeración. Cuando un trozo de pan caía al suelo había que recogerlo inmediatamente para besarlo (el cuerpo de Cristo) y para comérselo sin hacerle ascos.
Los aparatos del hogar duraban y, por tanto, no se reemplazaban cada dos por tres. ¿Por qué? Pues porque no había dinero suficiente para costear esos cambios: cuando se estropeaban había que arreglarlos o conformarse con la pérdida. Pero también por algo más: no entraba en nuestra forma de concebir el mundo. Te fastidiabas y esperabas a que el mecánico tuviera las piezas y sobre todo a que la familia dispusiera de dinero para abonar la reparación. Eso sí, fiable; pues una vez arreglados, aquellos trastos duraban años, qué digo años: décadas.
Apple Store. Ahora, las cosas no son exactamente así. Diría que son exactamente lo contrario. Nada dura y lo que permanece nos daña. Se convierte en un lastre, en un ultraje personal. Los bienes durables son una pesada carga dijo Albert O. Hirchsman. El consumismo ha calado en nuestras vidas y, sin duda, estamos deseando reemplazar el aparatito que ya tiene una temporada o dos por otro más mono o sofisticado.
Durante estos días de concentraciones con gentes indignadas protestando, durante estas jornadas electorales con jóvenes airados, me he acordado de aquella penalidad mostrada en la película de Bardem y Berlanga. Y me he acordado del relato familiar de posguerra en el que mi padre me instruía y me contenía o frenaba. Pero durante estos días de
manifestaciones –con desempleados y subempleados, con precarios y descontentos– he recordado de repente una incongruencia poética. ¿Poética?
En la Puerta del Sol, justamente en donde se han concentrado los indignados, se instalará Apple Store: sí, la tienda de tecnología de la comunicación. Concretamente ocupará todo el edifico del Tío Pepe en dicha plaza. He recordado también algo que sabía y había olvidado: que el primer Apple Store de Valencia ocupará igualmente otro inmueble histórico, el que hace esquina a la calle Lauria con Colón. Hablo de la zona comercial más céntrica de la ciudad, la más pujante: muy cercana al lugar en que se concentran los indignados de esta población.
Ésta es mi historia breve del consumismo. Hemos pasado de pisitos en arriendo o subarriendo a tiendas de varias plantas con lujazo y diseño. Hemos pasado de trastos primitivos a la última modernidad. Hoy, las expectativas de mucha gente son sombrías. Poco o nada les depara el porvenir, sí, pero mientras tanto adquirimos los productos Apple o nos empeñamos aplazando los pagos para costear así el último capricho tecnológico.
Estas incongruencias existenciales no se sacan en campaña electoral, porque sería afearnos la conducta. Pero tenía que decirlo. Aún vivimos bajo la contradicción cultural del capitalismo, cuya fase temprana diagnosticó Daniel Bell: por un lado, el hedonismo material nos seduce; por otro, el ahorro ya no garantiza la supervivencia o simplemente nos endeuda. Aún vivimos en el temor de la crisis, del hundimiento económico del que ya no podríamos salir.
Ésta es mi historia personal, abreviada, del capitalismo.
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Colofón. La historia abreviada del capitalismo que he contado no es una parábola, por supuesto. Tampoco es una batallita de abuelo (aunque respeto mucho a los abuelitos que me cuentan su dura experiencia). Es algo bien real, una percepción bastante común de las generaciones que nacieron en los cincuenta: aún nos tocó vivir bajo los efectos de una sociedad materialmente pobre, muy pobre. Fuimos educados en el freno, en la contención. Pero no sólo por la represión política y moral del momento, sino por el miedo al descalabro económico, el miedo a perder los ahorros o, simplemente, a no poder ahorrar.
Por supuesto, hubo gente que se desmelenó: quiero decir, que creció y consumió hasta morir. Divertirse hasta morir o consumir sin freno y hasta el final –echando mano de los fondos o del crédito– no es sólo cosa de jóvenes desorientados. Es también compulsión de adultos.
Nunca he entendido el consumismo. A los políticos se les reprocha todo, pero a El Corte Inglés, por ejemplo, no le tosemos. Me explicaré. Nos sentimos muy felices cuando en Rebajas nos llevamos una prenda que valía 300 euros a sólo 60 euros. ¿No hay nadie que se indigne? A mí hace años que me indignan las Rebajas: las de El Corte Inglés y las de tantos y tantos comercios. Nos cobran precios abusivos y luego nos hacen el favor de descontarnos un gran porcentaje… sin que ellos pierdan dinero.
Al principio de la crisis, numerosos negocios de ropa, etcétera, se quejaban de la falta de ventas. Sólo sale el género en Rebajas y así no hay ganancias, decían. ¿Y qué esperaban? Seguir tomándonos el pelo. Me parece un abuso el precio que le ponen a las prendas de temporada. Por supuesto, yo consumo y gasto. E incluso, cuando puedo –repito: cuando puedo–, me doy un homenaje y compro algo que me produce placer o satisfacción. Pero creo que hay un consumismo que nos ha aturdido.
¿Y Zara, etcétera? La ropa barata con diseños aceptables ha sido también una fuente de confusión: como es muy económica y de calidad inferior, no dura o nos desprendemos de ella al cabo de una temporada. Eso es una forma de vivir que era impensable años atrás. Punto y aparte.
¿Qué ha pasado en estos últimos años? Andrés Boix sostiene algo bien cierto: hemos tenido la impresión de que se estaba dilapidando el ahorro de varias generaciones. Muchas personas –y no sólo los políticos, como dice la generalización al uso– se han empeñado sin tener un respaldo financiero real y, por supuesto, se han visto apuradísimas o asfixiadas en el momento de la crisis.
En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, es costumbre endeudarse para pagar una Comunión (que es nuestro equivalente a las puestas de largo de otros países). Nos gusta exhibirnos e incluso fanfarronear. ¿Nadie ha considerado que eso es un descalabro para la economía familiar? ¿A quién hay que echar la culpa? ¿A los banqueros? Desde luego, la alegría crediticia fue cosa de ellos. Desde luego, la burbuja inmobiliaria y el crecimiento facilitaron que mucha gente pensara en términos de rico o de nuevo rico. Desde luego, hay jóvenes que seguramente no tienen sentido del freno o del ahorro. El argumento lo he oído en más de una ocasión: total, como no tengo futuro, consumo lo que me da satisfacción inmediata; total, como no voy a poder comprarme un piso, me lo gasto en vacaciones, en viajes, en saraos.
Perdonen este discursito tan incorrecto. Sé que hay personas que lo están pasando muy mal, que están en paro. O que están en trabajos muy precarios o muy mal remunerados. Pero un poco de reflexión colectiva no nos iría mal. Echar la culpa a los políticos es relativamente sencillo: es un chivo expiatorio sobre el que volcar la desazón. Ahora, de paso, que la clase política repase y revise: no les iría mal algo de autocrítica. ¿Y los banqueros? Uf, mejor lo dejamos para otro día.

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