Blog enlazado por El País (Comunidad Valenciana)
Uno. Sigmund Freud está aquí, entre nosotros. Notamos su presencia. Su imagen se repite constantemente y las instantáneas que le tomaron son objeto de reproducción y de caricatura. Es un icono de la cultura de masas, un grafismo universal o incluso un espejo en el aún se contemplan muchos. Es una presencia viva. También la de Karl Marx, que aún nos escruta: como si estuviera interpelándonos.
¿Y Freud? Mira tan retadoramente, con tanto desafío, que el espectador teme ser descubierto, amonestado, recriminado. Ahí está, con ese enfado tan vivaz, tan convincente. Vemos una foto suya y no le echamos muchos años. A la imagen, me refiero. Va vestido de un modo fino y algo anticuado, y sin duda su apostura de caballero otoñal nos parece muy elegante. Pero en esas fotografías –y en las de Marx– hay suspicacia: como si el retratado temiera ser sorprendido o agredido por alguno de sus muchos enemigos.
Los pensadores influyentes no lo son sólo por el número de seguidores que tienen, sino también por la nómina de adversarios que se ganan. Por eso, Marx y Freud no son únicamente antepasados varones, occidentales, blancos y muertos. O no sólo eso. Son contemporáneos nuestros, algo fantasmales, es cierto. Vuelven una y otra vez porque nunca han acabado de dejarnos. Y regresan para retarnos y retratarnos.
Cuando le tomaron algunas de sus célebres fotografías, un Freud, ya anciano y enfermo, posaba seguro y dominador. Como en la instantánea de Max Halberstadt, fechada en 1922, que reproduzco. Se sabía duradero: a pesar del cáncer que lo consumía y que tantos padecimientos le infligía en la mandíbula. Se mostraba como un caballero severísimo y algo ceñudo. Se había pasado la vida librando batallas y eso se nota en su aspecto. Es como si la foto se hubiera tomado aprovechando un alto el fuego, un alivio temporal entre partes de guerra y choques dialécticos más o menos armados.
He publicado una reseña en Ojos de Papel. Ha aparecido el nuevo número
de verano de esta revista digital. No se pierdan su índice. Entre otros escribe Alejandro Lillo una reseña muy interesante sobre la época de Freud, precisamente. Y sobre la época de Ludwig Wittgenstein, ese vertiginoso principio de siglo.
Mi escrito, concretamente, trata de Freud, El crepúsculo de un ídolo (2011), de Michel Onfray. La primera persona que me habló de esta obra fue Anaclet Pons, que además la ha consignado en su blog una, dos veces. El de Onfray es un libro de gran estrépito. En Francia ha causado mucho ruido. ¿Vale la pena leerlo? Vale la pena leer a Freud.
Hay que regresar a los clásicos con perspectiva crítica, tomándonos sus obras como indicios de vida y de deseos, de fantasías y de expectativas, tal vez no cumplidas. Como atisbos de lo que pudo ser un pensamiento latente o manifiesto. Como restos de un cerebro imaginativo. Ludwig Wittgenstein admiraba en Freud su poderosa imaginación, capaz de hacer pasar por evidente lo que era tal vez una ocurrencia o una intuición. No era un científico, decía Wittgenstein. Era un literato bien dotado para las metáforas, para las analogías: ajeno a la experimentación científica. Creía hacer ciencia, pero Freud era otro de esos creadores que, como William Shakespeare, imaginan trágicamente la condición humana con un proverbial uso de la palabra, de la expresión. Nada más. O nada menos.
Ahora, Michel Onfray emprende una crítica de Freud que él autor francés juzga novedosa y demoledora. Como en Francia el psicoanálisis ha sido tan poderoso e influyente, es tarea perentoria mostrar al emperador desnudo.
Nada que tenga que ver con Freud o con Marx es absolutamente menospreciable: al estudiar a sus respectivos adversarios actualizamos nuestras lecturas y mejoramos lo que de ellos sabemos o creemos saber. Gracias a Onfray he releído algunos ensayos de Freud que había olvidado prácticamente. Con ello he constatado lo obvio: que Onfray es un pálido reflejo del biografiado. Su obra desmitificadora, que tanto revuelo ha causado en Francia, es una andanada feroz. Poco más. Y es un panfleto larguísimo contra el psicoanálisis.
Ya que estamos en Francia y ya que estamos desmontando a Freud, yo prefiero la prudencia crítica y analítica de Jacques Bouveresse, cuya Filosofía, mitología y pseudociencia, publicada en España en 2004,
opone serios reparos al genio inspirándose en Wittgenstein. Pero a Onfray le gusta el estrépito. Y sobre todo lo que le puede, lo que le pone, es medirse con un gigante.
Wittgenstein desdeñó la imaginación de Freud por literaria. Yo derribaré a martillazos esa efigie falsa, la de quien tanto mintió para tapar sus vergüenzas, y lo haré valiéndome de los propios recursos freudianos. Es podríamos decir parafraseando a Onfray.
Ahí está la paradoja, real o presunta. Onfray debela y desvela. O eso cree. En realidad, le sobra inquina y le falta prudencia analítica. Hace sobreinterpretaciones y lanza conjeturas muy dudosas o simplemente calumniosas. Quizá Onfray esté matando al padre, quién sabe: al padre tutelar e intelectual que lo sedujo durante décadas, un Freud leído a los quince años que perturbó su imaginación con sexualidades culpables y luego hedonistas.
Ilustraciones:
Sigmund Freud, fotografía de Max Halberstadt (1922)
Ludwig Wittgenstein, Pencil on board, Christiaan Tonnis (1985)

Deja un comentario