Uno. Vuelvo a la realidad gracias al compromiso virtual. Si no fuera por el blog, seguiría desconectado. Disfruto de un pequeño privilegio: aún me quedan unos días antes de cargar con las tareas de septiembre. Puedo holgazanear y seguir leyendo, pues.
No sé ustedes, pero yo tengo la impresión de que los agostos duran cada vez menos: las vacaciones se acortan, las horas pasan veloces, los libros pendientes no menguan y uno –qué quieren– no se repone del todo. Escribo lo anterior y repaso las acepciones del diccionario de la Real Academia: reponerse significa «recobrar la salud o la hacienda». Significa también «serenarse, tranquilizarse».
Asocio reponerse a la infancia, al relax absoluto, a la siesta prolongada un día y otro día, a la indolencia, al ensimismamiento, a la lectura de novelas, a las películas de sobremesa: acompañado por Gary Cooper, por Ingrid Bergman…
Entonces no pasaba nada y para cada cosa había su tiempo. Oías las chicharras y el calor lo agostaba todo. Buscabas la sombra y el fresquito, mientras los demás dormían. No pasaba nada, me decía. Qué embuste.
Ahora, por el contrario, siempre pasa algo grave: la convulsa realidad que los informativos presentan nos conmociona diariamente. ¿Convulsa realidad? Eso es un tópico expresivo: los hechos noticiables siempre bullen aunque los medios no den cuenta de ellos.
Durante estas semanas he tenido la impresión de que las redacciones de los periódicos estaban repletas de esforzados redactores: como si todo el mundo estuviera en guardia ante la próxima caída de la Bolsa o la inminente toma de Trípoli. Libia se cuartea con un dictador otoñal que opone resistencia, Siria se desangra con un joven tirano que reprime salvajemente, la prima de riesgo casi nos desarbola. He vivido estos acontecimientos con impresión de irrealidad y con distancia culpable. A pesar de seguir los sucesos con dos periódicos al día.
Dos. Hace muchos años, cuando yo era un muchacho, el veraneo se prolongaba durante semanas y semanas. Uno acababa aburriéndose: deseando el inicio del curso para disponer de libros nuevos que oler, que olfatear. Conservo un recuerdo imborrable que data de agosto de 1974. Tengo quince años y estoy pasando unos días felicísimos en el pueblo de mi padre. El Caudillo está oficialmente enfermo y me apresuro a informarme. Muy mal, claro: la televisión está sometida a una censura estricta. Oficialmente no pasa nada…
A la hora de
la siesta, cuando todos efectivamente duermen, yo leo. ¿A quién? A Ernest Hemingway. Mi padre me ha recomendado El viejo y el mar (1952) y Por quién doblan las campanas (1940). Me impresiona su escritura, la sequedad expresiva del novelista. No hay que ser esforzadamente literario para narrar bien, me digo.
Leo a Hemingway en el verano de 1974 y vivo los hechos de la Guerra Civil con ansiedad. Por quién doblan las campanas se me mezcla con lo real: a la altura de aquel mes de agosto, el general Franco está decrépito y el novelista me hace revivir el pasado.
Digo bien: revivir. Para quienes nacimos bajo el régimen anterior, el conflicto no había acabado en 1939. El dictador y sus adláteres se ocupaban de sermonearnos constantemente con el recuerdo la Cruzada. Y nuestros padres y abuelos nos advertían sobre el riesgo de un nuevo conflicto. La angustia de la guerra era muy real.
Aquel verano de 1974, Por quién doblan las campanas me hizo presente la crueldad de la batalla, de la represión en el frente y en la retaguardia. Debería releer ahora, con espíritu crítico, dicha novela: probablemente, Hemingway fabula con exageraciones. O no. Pero lo que retengo y aún me impresiona son episodios en que se ajusticia o se pasa por las armas al enemigo. Con una ferocidad extrema. Aprendí lo que era el odio civil en esas páginas.
En aquel verano del 74, yo escribía en un cuaderno. Era una libreta pobretona e incómoda. No era la Moleskine de Hemingway. La mía carecía de elástico y además no acababa de abrirse bien: el bolígrafo debía luchar contra la resistencia de las grapas. ¿Dónde habría ido a para todo eso, aquel bla-bla-bla adolescente? Por supuesto, yo imitaba el estilo de Hemingway. Y recreaba con pobre imaginación lo que el novelista ya me había contado. Por ello, la lectura se me mezclaba con la escritura en un caos del que no me
arrepentía y del que no me arrepiento.
Tres. Semanas atrás me deleité con la Quimera del lector absorto (2010), de Juan Manuel González Lianes. Es una filigrana que trata de lo que la literatura ha tratado habitualmente: de la ficción, de su poder.
El autor tiene un gran dominio del relato, pues hace que fluyan historias increíbles con total verosimilitud. La novela recrea la experiencia del lector absorto, perdidito, ensimismado: precisamente absorbido por la lectura y, por tanto, capaz de crearse un mundo propio que coincide con la ficción.
Como intentaba hacer yo mismo en aquel verano de mi adolescencia.

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