Blog enlazado por El País (Comunidad Valenciana)
¿Berlusconi es un desecho sin resto de virtud? Dimite Silvio Berlusconi y siento una alegría triste. Cómo es posible que un
país de logros tan admirables haya convivido con un primer ministro que tanto nos ha avergonzado. El honor es algo muy apreciado en Italia: la palabra, el coraje, el arrojo, todo lo que hizo de los italianos ingeniosos y aventureros.
Generalizo, ya lo sé: por lo que se ha dicho y se ha difundido, Berlusconi es un desecho sin resto de virtud. Yo no puedo creer que un primer ministro de la Italia grande y creadora haya sido tan deplorable. No lo puedo creer… ¿O sí?
¿Qué es la cultura popular? Leo a Antonio Gramsci, ese libro ¿Qué es la cultura popular? que Anaclet Pons y yo hemos editado. Lo que dijo tiene un gran valor. Una reflexión profunda, una observación aguda, un análisis fino: todo lo que laboriosamente escribía en la celda, como un cenobita forzado, era fruto del
discernimiento, de la razón operante, de la intelección.
Gramsci fue comunista corajudo en la peor época que podía serlo: cuando el marxismo era ideología de Estado, ideología totalitaria, en la Unión Soviética estalinista; o cuando el fascismo –violento, masivo, dictatorial– se presentaba como el ariete anticomunista.
Estar en prisión por sus ideas no fue lo peor que le sucedió a Gramsci. El régimen de Benito Mussolini persiguió, encausó y encarceló a numerosos ciudadanos italianos. El fascismo fue un experimento depurativo: como en otras tiranías, también la dictadura apartó o eliminó a quienes se oponían. Lo peor que le ocurrió a Gramsci fue su dilapidación intelectual, un despilfarro del que él mismo fue consciente. En la cárcel, con información censurada, con los libros restringidos, con escasos papel y tinta, Antonio Gramsci vio arruinarse su energía.
Literalmente le impidieron vivir, tratando de que no pensara, de que no analizara, de que no especulara, de que no se desarrollara. La madurez intelectual de una persona tarda en llegar, pero cuando llega que cada uno dé lo mejor de sí mismo: es eso, justamente eso y no más, lo que vamos a alcanzar. No hay vida ultraterrena, no hay un más allá que complete nuestras carencias.
El marxista Gramsci supo pensar por sí mismo, incluso alejándose de la ortodoxia del leninismo. Supo desarrollar su capacidad de observación sorteando las pésimas condiciones de su encarcelamiento. Al menos en parte. Estudió la cultura italiana y su progreso histórico. Pero dictaminó sus males. Lamentó también el diletantismo, el charlatanismo, el ilusionismo: la malicia de los pícaros y de los aprovechados.
Gramsci no fue un santo ni un héroe que saliera indemne: la prisión acabó minando la resistencia física de su cuerpo… En ese estado de desarrollo analítico y de deterioro emocional, Gramsci escribió unos cuadernos, unas notas: fragmentos de una obra mayor, esbozos de un pensamiento que avanzaba y ahondaba, una razón y una clarividencia que lo aupaban y lo hundían.
Durante un tiempo aún tuvo la esperanza de ver crecer a sus hijos. De la cárcel salió para morirse. Eso sucedía en 1937. En 2011, setenta y cuatro años después, dimite Silvio Berlusconi, de quien otras veces me he ocupado. Dimite el populista, el ilusionista, el vendedor, el charlatán. No quiero imaginar el diagnóstico que Gramsci podría haber hecho de él.
Un zombi es un zombi es un zombi… Hablando de diagnósticos y de muertos en vida, acabo de leer Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo, editado por Anagrama en 2011. Lo digo con todo el respeto y sin ninguna guasa. Alguno ha hablado de Berlusconi como un zombi.
David P. Montesinos, filósofo, tuvo la gentileza de advertirme sobre este libro e incluso me dejó leer una reflexión que él mismo había escrito acerca de dicha obra. Montesinos, Alejandro Lillo y yo compartimos afición por estos monstruos amenazantes. Justamente por eso habrá un festín zombi dentro de quince días: vamos a escribir y verán ustedes. Hagan el favor de esperar.
Por mi parte, ¿recomendaría este volumen? A bote pronto, tendría mis dudas. Si uno no está familiarizado con la jerga filosófica, es probable que no entienda parte del lenguaje abstruso de que se sirve el autor: hace metáfora del zombi como expresión de lo real y para ello se vale de filósofos de última o de penúltima hora.
Vamos a la deriva: ésa sería la tesis del libro. Dicho diagnótico es interesante y debatible, pero se formula con un lenguaje frecuentemente inadecuado: con una erudición filosófica que espantará a los amantes del fenómeno zombi. El problema no es si estamos de acuerdo con la reflexión; el problema es el exceso metafórico. Una rosa es una rosa es una rosa. Un muerto viviente es un muerto viviente es un muerto viviente. Si lo convertimos en símbolo de cualquier malestar o amenaza, entonces perdemos el miedo concreto y real que nos inspira: y el miedo concreto y real que nos inspira es su ciega inhumanidad. Vamos, lo suyo es un no parar. Me refiero a la voracidad. Ya lo explicaré cuando escribamos Montesinos, Lillo y yo. ¿Les interesa? Aguanten y aguarden.
El muerto viviente es como el Lobo de Caperucita: podemos admitir que el cuento tenga muchas lecturas y que esa fiera tenga múltiples interpretaciones, incluso sexuales y freudianas. Pero antes que nada un lobo es un lobo es un lobo. Y un zombi es un zombi es un zombi…
Por cierto, les dejo, que voy a releer El hombre de los lobos (1919), un caso clínico de Sigmund Freud que alcanzó gran celebridad. Y, puestos en materia, también releeré la crítica imaginativa que Carlo Ginzburg le hiciera en un capítulo de Mitos, emblemas e indicios, publicado originariamente en 1986. Esto es un no parar…






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