Uno. “Las películas mudas son la forma más pura del cine”, responde Alfred Hitchcock en una entrevista de 1962. Aquella interviú es muy célebre y se editó en forma de libro, uno de los clásicos de la literatura fílmica, mil veces citado y reverenciado: El cine según Hitchcock, publicado
originariamente en 1966. ¿El interlocutor? François Truffaut.
En la respuesta del director británico no hay nostalgia alguna. Es una constatación: como no había “el sonido que salía de la boca de la gente y los ruidos”, los cineastas debían mostrar en imágenes lo que no podía decirse u oírse. Nada podía darse por supuesto, sabido o fácilmente entendido. Como lo que vemos es lo que hay, aquello que contemplamos puede malinterpretarse. ¿Cómo evitarlo?
Primero, con los títulos que informan, las acotaciones narrativas o la transcripción de los breves diálogos. Son imprescindibles. No debe abusarse de ellos, decía Hitchcock. Pero sirven para decir lo esencial. A veces, incluso, sirven para reescribir un film. “El actor simulaba hablar y el diálogo aparecía después en un rótulo. Se podía hacer decir cualquier cosa al personaje y, gracias a este procedimiento, se salvaron frecuentemente malas películas”.
Segundo, el significado de lo que vemos se refuerza en el cine mudo con la interpretación de los actores. Lo normal es que gesticulen con mucho énfasis. Para nuestro gusto actual, diríamos que frecuentemente sobreactúan, que son histriónicos, muy teatrales.
No, respondería Hitchcock. Para él, lo teatral es el verbo, la palabra: el diálogo, en fin. Hitch exagera, pero quizá no este lejos de la verdad. “Con el advenimiento del sonoro, el cine se estancó bruscamente en una forma teatral. La movilidad de la cámara no cambia nada. Incluso si la cámara se pasea a todo lo largo de una acera, es siempre teatro”.
En efecto, si toda imagen está acompañada de palabras –de palabras abundantes o redundantes–, entonces todo queda aclarado, glosado. En cambio, la imagen muda o el verbo escaso exigen mayor cooperación del espectador. ¿Qué estoy viendo? ¿Qué es lo que pasa en la pantalla?
En el cine mudo, las imágenes deben mostrar por sí solas y deben facilitar el sentido de las cosas: o deben inquietar, si ése es el propósito. Como hay elipsis, como todo no puede rodarse ni mostrarse, aquello que se ve debe estar bien enfocado, bien iluminado, bien montado.
Con la llegada del cine sonoro, esa exigencia ya no fue tan esencial. Así, se lamenta Hitchcock, con frecuencia llegó a abandonarse la técnica del cine puro. ¿Y qué es el cine puro? A su juicio, aquel en el que lo visual se impone sobre lo verbal. Y añade: “En la mayoría de los films hay muy poco cine y yo llamo a esto habitualmente `fotografía de gente que habla´. Cuando se cuenta una historia en el cine, sólo se debería recurrir al diálogo cuando es imposible hacerlo de otra forma”, insiste.
Cada vez que veo una película me acuerdo de la advertencia de Hitch. Veo films en los que sobre todo hay gente que habla y films preferentemente mudos. En todos ellos, el acompañamiento sonoro impone el sentido. La vida corriente no tiene banda musical, pero el cine siempre lo tiene, aunque no lo apreciemos.
Alfred Hitchcock hace explícita esa banda sonora llevándola propiamente a la pantalla. En El hombre que sabía demasiado (1956), por ejemplo, decide poner en peligro a un personaje en plena actuación musical. «Los espías han decidido matar a este hombre de estado extranjero durante un concierto en el Albert Hall. Han decidido que el asesino deberá disparar durante la ejecución de la cantata, en el momento exacto en que se dé el único golpe de platillos de la partitura», le recuerda Truffaut. «Así pues, empieza el concierto, todos los personajes están en su sitio y esperamos con creciente angustia el momento en el que el cimbalista, impasible, va a utilizar su instrumento».
Por influencia del cine, todos estamos a la espera del golpe de platillos, del único golpe de platillos.
Dos. Hay una película reciente en la que música y palabras son contraste. Literalmente presentan situaciones opuestas. Claro que no es un caso raro ni único. ¿A qué film me refiero? A Carnage o, como se ha titulado en España: Un dios salvaje
(2011), de Roman Polanski.
Cuando escribo no tengo la costumbre de hacer loas o denuestos de lo que leo o veo. Prefiero analizar cómo funciona el artefacto o producto. Ahora, sin embargo, no puedo callarme.
La película de Polanski es sencillamente excepcional. Todo es perfecto. Insisto: todo encaja a la perfección. Por ejemplo, la música de Alexandre Desplat, en la que percibimos cuerda, piano o percusión es sobre todo eso: percusión, una angustia creciente hasta oír una explosión de timbales. No hay un címbalo, pero esperamos de un momento a otro el aviso final.
Cuando empieza el film y cuando acaba, justo en los dos momentos en que aparecen los títulos de crédito, oímos su banda sonora. Entretanto no hay música alguna, sólo un diálogo que no se interrumpe en toda la película. Porque éste es un film en el que la palabra no es impureza o bla-bla-bla, como lamentaba Hitchcock. Es, por el contrario, la mejor expresión de cine puro… Qué gran paradoja, una de esas que sólo sabe solucionar un director solvente como Polanski.
¿Quiénes son sus protagonistas? Dos parejas, dos matrimonios americanos encarnados por Kate Winslet (Nancy Cowan), Christoph Waltz (Alan Cowan), Jodie Foster (Penélope Longstreet), John C. Reilly (Michael Longstreet). Hablan y hablan sin parar a partir de un episodio que a los cuatro involucra. Por supuesto no diré cuál es, aunque eso no sea lo relevante del film. A pesar de ser algo doloroso, el motivo que reúne a los matrimonios es un macguffin, por decirlo con Hitch.
En realidad, lo importante es la relación que progresa, la relación que mantienen ambas parejas. Hay un crescendo sin desmayo. Y hay una exhición de estados de ánimo que se presenta en la pantalla de modo realmente inteligente. Periódicamente, Polanski emplea un gran angular, un objetivo fotográfico que distorsiona la imagen, el plano: en algunos momentos, como si de un ojo de pez se tratara, cosa que le da un aspecto realmente chistoso, caricaturesco.
Los Cowan y los Longstreet tienen todo que perdonarse y tienen todo que reprocharse. Son corteses y son neoyorquinos: un abogado, una broker, un comerciante de objetos domésticos y una escritora que se gana la vida como librera. Hablan, se examinan, se retan, se consienten, se insultan. Forman alianzas cambiantes y y viven en estado de guerra. A poco que se descuiden pierden la fina capa de civilización que les cubre, que nos cubre.
La pieza de la que procede esta película es de la dramaturga Yasmina Reza. Estamos, pues, ante teatro: aquello que tanto temía el Hitchcok cineasta. En teoría asistimos a teatro filmado. Salvo unos exteriores que coinciden con el principio y el final (precisamente cuando se oye la banda sonora), el resto del film es rodado en interiores: un apartamento neoyorquino en el que vemos a esos cuatro personajes que entran y salen de un salón de clase media, el corredor, el baño, la entrada y el descansillo.
Y a algunos tipos más: un vecino chismoso que curiosea entreabriendo la puerta de su residencia para averiguar qué sucede en casa de los Longstreet; la madre anciana de Michael Longstreet y un letrado, en este caso socio de Alan Cowan, dedicado a defender a una empresa farmacéutica. In absentia, o apenas entrevistos, están también los hijos de ambos matrimonios envueltos y unidos en un affaire, Ethan y Zachary, este último encarnado por Elvis Polanski. Pero hay también varios objetos materiales o seres animados que cumplen funciones emocionales, propiamente emocionales: un hamster abandonado, puesto de patitas en la calle, y un teléfono móvil, un Blackberry realmente resistente.
Tres. Veo una película en la que se habla mucho. Los personajes platican sin
parar. Viggo Mortensen, Michael Fassbender, Keira Knightley y Vincent Cassel peroran, conjeturan, dialogan, monologan constantemente.Están interpretando, claro. Y lo hacen al modo de personajes dramáticos: a la postre, este film procede de una obra de teatro. En la película, la clave es ésa: curarse con la palabra. Al fin y al cabo, con esta historia estamos asistiendo al nacimiento del psicoanálisis. O, mejor dicho, asistimos a la expansión internacional del freudismo: con Mortensen encarnando a
Sigmund Freud.
Hablar alivia, afloja la presión, deja escapar lo que interiormente bulle. Hablar da orden a lo que es caótico y silencioso, preverbal o prerracional. Pero hablar también puede ser una forma de tapar. A veces charlamos para que las palabras cubran lo que por pudor debería ocultarse o callarse. Con frecuencia buscamos el significado de cosas cuyo sentido no está a nuestro alcance, un sentido que no puede revelarse racionalmente.
Sobre esas cosas deberíamos callar, como sostuvo Ludwig Wittgenstein en un celebre aforismo de su Tractatus (1921). No es raro que Wittgenstein viera con prevención a Freud: puede que sus teorías psíquicas sean un alivio, admite el filósofo; pero lo que no son es conocimiento. Al interior, al inconsciente, no se llega. Y además eso que bulle internamente carece de significado accesible, en el caso de que significado sea la palabra justa.
Desde entonces, desde comienzos del siglo XX, el psicoanálisis ha sido objeto de críticas feroces hasta llegar a la enésima revelación o la penúltima debelación: por ejemplo, la que con grandilocuencia y aspavientos lleva a cabo Michel Onfray en Freud. El crepúsculo de un ídolo (2011). De esa obra escribí una reseña para Ojos de Papel.
Pero regresemos a la película de Viggo-Freud. ¿Cuál es su título? Un método
peligroso (2011). Está dirigida por David Cronenberg. Su rótulo original no es tan simple: A Dangerous Method es una adaptación de Christopher Hampton de su propia obra de teatro The Talking Cure(2002), basada a su vez en A Most Dangerous Method, un ensayo de John Kerr traducido al castellano como La historia secreta del psicoanálisis (1993).
En sí misma, la vicisitud de este título ya es suficientemente significativa. De un método muy peligroso a un método sólo peligroso, pasando por la curación por la palabra: una terapia que se basa en la asociación libre, en la libre expresión del paciente, en la libre expansión y concatenación de lo dicho o verbalizado. La palabra como síntoma, como vía de ingreso a lo oculto o no revelado. ¿Peligroso? ¿Por qué y para quién?
La película nos mostraría la historia secreta del psicoanálisis: la que transcurre entre Zúrich y Viena a comienzos del Novecientos, la que protagonizan Sabina Spielrein, Carl Jung y Sigmund Freud. Éste último acaba de publicar La interpretación de los sueños (1900) y por esas fechas se funda la Asociación Psicoanalítica Internacional (1910). Son «años de vértigo», por emplear la expresión de Philipp Blom en un volumen prometedor que yo no he leído pero del que Alejandro Lillo hizo una reseña precisa para Ojos de Papel. Es también el momento del viaje de Freud, Jung y Sandor Ferenczi a Nueva York.
En la película de Cronenberg, el psiquiatra Carl Jung está en los inicios de su carrera. Vive en el hospital Burghölzli con su esposa embarazada: siempre embarazada. Jung aplica el tratamiento de Freud a una joven Sabina Spielrein. Ese método consiste en la «curación por la palabra”, especialmente pensado para pacientes cultos y neuróticos. La palabra desinhibe y destapa, como decía. Puede revelar una infancia de humillaciones y violencias.
Jung y Freud mantendrán una relación epistolar y tendrán a Sabina como centro de sus especulaciones. Al mismo tiempo, Freud y Jung se verán como refuerzos mutuos: en esas fechas, el psicoanálisis depende de Freud, pero quizá tenga en Jung su heredero y continuador. Habrá celos, rivalidades, envidias y sobre todo habrá una relación paterno-filial que sólo puede acabar en separación. ¿No hablaba Freud de matar al padre figuradamente como ruptura simbólica?
La película es academicista, correcta, basada en informaciones muy sabidas y hasta tópicas. Al menos muchas de ellas se pueden comprobar en las biografías de Freud. En el film, la fotografía no ayuda a darle el tono sombrío que la historia merecía. ¿Y la música?
Qué curioso: he olvidado cuál es su banda sonora y ni siquiera recuerdo si hay un fondo musical que dé énfasis o refuerce, que oriente la interpretación y el discurrir de los hechos. Podría averiguarlo fácilmente, pero no quiero cubrir esta laguna porque dicho olvido es todo un síntoma, por diagnosticarlo a la manera de Freud.
Qué curioso: este film está ambientado en la época del cine mudo, pero quizá sea el más impuro de los que aquí estoy glosando, por decirlo al modo de Hitchcock.
Cuatro. Empecemos por lo sabido, muy sabido. El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935) es una película documental. Y es un film de propaganda nazi. Fue dirigido por Leni Riefenstahl con guión de la propia Riefenstahl y Walter Ruttmann. Lo que
la directora registra es una concentración política: el Sexto Congreso del Partido Nacionalsocialista, celebrado en Núremberg el 5 de septiembre de 1934. La película empieza con Adolf Hitler acercándose a la ciudad alemana en avión, del que desciende para pasear en coche descubierto por las calles principales de la urbe. Mientras tanto recibe el saludo uniforme de la masa allí congregada. Más tarde veremos distintas concentraciones de organizaciones nazis que homenajean al líder. También avistaremos innumerables desfiles de uniformados, gentes del partido que rinden tributo de sumisión y exaltación al Führer. La película incluirá algunas intervenciones de los dirigentes, los discursos que dirigen a los allí reunidos y a Alemania. El parlamento final corresponderá a Adolf Hitler.
Cinematográficamente, la película es muy apreciada por la técnica que empleó Leni Riefenstahl. Entre otros alardes, la música como fondo emocional, la fotografía aérea, las cámaras en movimiento, los teleobjetivos que alteran la perspectiva, la multiplicación de cámaras para registrar el mismo hecho desde distintas perspectivas. Política y moralmente, el film es repudiable: es el arte cinematográfico al servicio de la propaganda nazi. Afirma la exaltación del liderazgo único y providencial y confirma la sumisión de los individuos, de los grupos, de las asociaciones, de las comunidades al partido y por tanto a la nación. La película está rodada en blanco y negro y carece de diálogos. Estamos ya en 1934 y, por tanto, estamos en plena época del cine sonoro. Sin embargo, las palabras que se oyen son gritos colectivos o discursos, propiamente monólogos. No hay conversaciones como las de la vida real. La voz humana sólo cuenta cuando es la masa la que corea o canta; o cuando son los líderes lo que se expresan en un ejercicio de autoridad verbal. No hay diálogo posible.
La película se vale de cuadros de texto o títulos iniciales –como en una película muda– para datar los hechos que vamos a ver, para informar de la circunstancia. Es una especie de prólogo. Sobre una pared o muro vemos impresionadas varias leyendas informativas con tipografía germánica. Se van sucediendo en un fundido encadenado y con música de fondo: “El Documento del congreso nacional del partido de 1934”; “Elaborado por encargo del Führer”; “Creado para la pantalla por Leni Riefenstahl”. Fundido a negro. Después nuevas leyendas: «El día 5 de septiembre de 1934”; “20 años después del estallido de la Guerra Mundial”; “16 años después del comienzo del sufrimiento alemán”; “19 meses después del comienzo del renacimiento de Alemania”; “Adolf Hitler acudió de nuevo a Núremberg en avión para pasar revista a sus fieles seguidores”. Fundido encadenado.
Después de esos títulos, los primeros minutos del film con imágenes nos muestran un viaje. El film comienza propiamente en las nubes. A partir de este momento, diversos planos-secuencia –que se van sucediendo con fundidos de dichas nubes– nos permiten ver el cielo. Efectivamente: el cámara está en el cielo. Va en un avión y por eso distinguimos una hélice, un ala, una parte del fuselaje y esas nubes que el aparato atraviesa camino de Núremberg. En principio no vemos a nadie, sólo el firmamento alemán: un mar de nubes sobre el que avanza suavemente la aeronave. De repente, al aproximarse a Núremberg, ese cielo encapotado se despeja. Atisbamos las grandes construcciones de la ciudad, que aparecen conforme las nubes quedan atrás.
Antes de descender, el avión desde el que se filman esas imágenes va a hacer un recorrido aéreo, una especie de paseo a vista de pájaro. Distinguimos calles, monumentos, edificios engalanados con esvásticas. También a algunas personas. De pronto, ese avión que sobrevuela la ciudad lo vemos enteramente y desde el exterior gracias a un plano general. El aparato es un bimotor. Descubrimos con ello algo muy simple: que hemos estado observando lo ocurrido hasta ahora con una cámara subjetiva, con otro objetivo alojado en el segundo avión. Inmediatamente después, lo que vemos es la sombra del primer aparato. El bimotor avanza sobre Núremberg. Sobre esta urbe proyecta su sombra. Conforme va descendiendo vamos divisando claramente la marcha de masas que desfilan en formación. Se dirigen hacia algún punto de la ciudad. Desde el principio hay banda sonora.
¿Qué música es la que se oye? Entre otras piezas, la banda sonora corresponde a Herbert Windt. Pero, además, escucharemos fragmentos de Los Maestros Cantores de Núremberg (1868), de Richard Wagner: breves fragmentos de una ópera en la que el compositor ambienta la historia a mediados del siglo XVI. Es una exaltación del pasado alemán, del mundo artesanal y burgués: de la clase media y los oficios, los gremios, las cofradías. Escucharemos igualmente El ocaso de los dioses (1876), también de Wagner, otra recreación en este caso mítica de la Alemania heroica. Y escucharemos, al menos un par de veces, la Horst Wessel Lied (1929), el himno del Partido Nacionalsocialista. Esa pieza es una celebración de la bandera, de la bandera en alto. También de la compañía en formación, de las tropas del partido, de los mártires que han causado los rojos. La calle está libre para que los camaradas desfilen con paso decidido y silencioso, llenos de esperanza, portando la esvástica, pendón que es visto por miles de personas. O por millones de personas, según dice la letra del himno.
Algo semejante es lo que vemos en la película: multitudes uniformadas que esperan y saludan la llegada de su Führer. Y el líder aterriza en Núremberg, siendo aclamado. La muchedumbre lo recibe con entusiasmo. El Führer marcha en vehículo descubierto seguido por un larguísimo convoy, entre los aplausos y las aclamaciones de los ciudadanos, miles de ciudadanos. Saludado, brazo en alto, por multitudes que se agolpan a su paso. Adultos y jóvenes en primeros planos que muestran su contento: incluso muchos niños rubísimos, a los que las madres llevan en brazos para recibir al Führer. Los pequeños y Hitler representan la esperanza de Alemania, según se nos muestra en el film. Junto a la música, la banda de este film es el ruido ambiental, los gritos, los saludos y los cánticos enfervorizados de las multitudes. Durante buena parte de su desarrollo asistimos a una película muda a la que se le han añadido el sonido o los himnos.
La ciudad entera –como símbolo de esa Alemania joven– parece estar dedicada a un único menester: preparar el Congreso del Partido Nazi. ¿Qué vemos en el resto del film? El colofón, el clímax, será el mitin con el discurso de Hitler. Pero previamente asistiremos a la antesala de los actos: por ejemplo, a un mitin nocturno, la vigilia del pueblo; o al amanecer ciudadano, el despertar simbólico de Alemania. Y asistiremos también al desarrollo de otras actividades llevadas a cabo por distintas asociaciones a lo largo de los días que preceden al Congreso: entre otras, el Servicio de Trabajo del Reich, las Juventudes Hitlerianas, u oficiales y caballería de la Wehrmacht.
Son actos viriles y actos femeninos, de entrega y sumisión, con banderas y estandartes. Son marchas y antorchas, concentraciones y demostraciones, formaciones y exaltaciones: todo concebido para que los presentes se afirmen como una multitud orgánica, como una comunidad que encarna a Alemania y se subordina a su líder; todo encaminado hacia el gran mitin final, con los grandes jerarcas y su Führer, que hablará, gesticulará y representará un gran drama. Es una ceremonia y es un rito, tiene algo de oficio religioso. ¿Qué dice y cómo parlamenta? ¿Qué sentido le da a las palabras? Eso, las palabras, es lo que nos falta cuando glosamos esta película: la imagen –tan elaborada– parece imponerse sin glosa…




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