Uno. «El burgués se retrata. Con actitud cariñosa instruye al hijo señalando lo más alto. ¿Acaso la cúspide del éxito? ¿Quizá el cielo?
El padre viste de oscuro, con sobriedad indumentaria, como es preceptivo entre las buenas familias del Ochocientos; el niño, de blanco, con un vestidito de mucho vuelo y fantasía, como es normal entre los vástagos de otro tiempo. El progenitor le enseña a jugar sus bazas.
Estamos en Valencia, en un terrado; estamos en algún momento del largo siglo XIX, esa centuria que llega hasta la primera década del XX. La fotografía recoge un instante de la vida doméstica, una estampa afectiva, con dos generaciones de una misma dinastía de comerciantes, industriales y propietarios. Adoptan una pose familiar y visten para la ocasión.¿Cómo era la jornada de aquellos burgueses? ¿Cómo había sido la vida de sus antepasados?
Este libro desvela parte de esos secretos privativos y rastrea los vestigios que quedan en la sociedad valenciana. Valiéndose de una documentación copiosa, los autores de este volumen narran el orden burgués de la ciudad, el origen de sus fortunas, los logros del comercio y de la industria, las relaciones personales, los negocios, los triunfos que obtenían, el mundo de ayer».
Dos. Las palabras que preceden son un texto de contracubierta y glosan una fotografía de principios del siglo XX perteneciente al álbum personal de Tomás Trenor. La instantánea ilustra el nuevo volumen que Anaclet Pons y yo hemos publicado, en este caso en una colección que dirige Joan Romero para la Editorial Tirant Lo Blanch.
El libro está escrito para familiarizarnos con el pasado, con una realidad desaparecida. Está pensado como una vía de acceso. Queremos adentrarnos en un mundo que ya no es el nuestro. Y lo hacemos a partir de los vestigios que aún sobreviven, a partir de los restos materiales que hay en el presente.
No es un volumen para valencianos, sino para todos aquellos que quieran descubrir una sociedad remota de la que quedan documentos y monumentos. No está escrito para especialistas, sino para todo tipo de lectores: que cualquiera de nosotros pueda imaginar qué era ser burgués, cuál era el orden de la ciudad, cómo vivían las gentes distinguidas y propietarias, cómo se defendían de la enfermedad o de la muerte, cómo concebían la vida, qué veían y de qué se protegían.
Tres. Reproduciré ahora, en el punto cuarto de este post, los primeros párrafos de Los triunfos del burgués. Qué quieren que les diga: hemos quedado moderadamente contentos y, por supuesto, les recomiendo su lectura. No por nada. Sólo por esto: nosotros, los autores, lo pasamos de muerte. Eso, la muerte, está muy presente en el arranque de este volumen. La páginas que reproduzco, la 9 y parte de la 10, es un preparativo, una suave introducción que se prolongará algo más. Describimos el sentido, la extrañeza, la ventaja de tratar con muertos. Es una operación rara, pero finalmente muy provechosa y aleccionadora. Es una manera de dejar de ser uno mismo, de abandonar esos personajes previsibles que somos los contemporáneos. Echando un vistazo a los antiguos, a los antepasados, descubres cosas peculiares, conductas e ideas que no son las nuestras, que nos sacan de quicio o de nuestras casillas. Eso está bien: nos las tenemos que ver con gentes que de entrada no siempre entendemos o con vida inerte que nos fuerza a pensar. Lo dicho: nos las tenemos que ver con muertos
Cuatro. 1. Con este volumen queremos mostrar un mundo o, mejor, un pedazo del mundo burgués, de esa forma de vida y de civilización que triunfa en la Europa del Ochocientos: la sociedad valenciana del siglo XIX. Queremos presentar a personajes reales, a individuos que residieron, que comerciaron, que prosperaron en esas tierras y en aquel tiempo. No es teatro ni ficción novelesca. Es investigación histórica y síntesis de conocimientos documentados: una operación que nos permite examinar a gente ya desaparecida, a nuestros antecesores.
Podríamos decirlo parafraseando a Stephen Greenblatt: lo primero fue nuestro deseo de hablar con los muertos. “Este deseo es un móvil habitual, no siempre confesado”, insistía Greenblatt.
“Nunca creí que los muertos pudieran oírme, y sabía muy bien que no podían hablar, pero estaba seguro de que podría recrear una conversación con ellos. Ni siquiera renuncié a este deseo cuando comprendí que por más que me esforzara en escuchar lo único que alcanzaría a oír sería mi propia voz. Pero mi propia voz es la de los muertos, ya que han dejado huellas textuales que se oyen en las voces de los vivos”.
«La mayoría de esas huellas tienen escasa resonancia´´, admitía Greenblatt, aunque todas contengan «algún fragmento de vida perdida´´. Es ese fragmento, en efecto, lo que nos proponemos recrear de aquel mundo burgués europeo y valenciano. Son sus caminos, sus puertos, sus ferrocarriles, sus comercios, sus calles, sus paseos, sus vivos y sus muertos los que se asoman a estas páginas. Pero no los rescatamos para instrucción de nuestros convecinos, ni para solaz de los naturales. O al menos no sólo con esa intención. En realidad, narramos la vida de gente remota, de burgueses muertos en un siglo que no es el nuestro y en unas ciudades que tampoco son exactamente las que ahora habitamos. De ellos nos separa el pasado. Esos mismos individuos y ciudades, con sus costumbres y sus formas de relación, no son las nuestras, pues sus actos no son equivalentes a los que hoy emprendemos. Hablamos de un tiempo alejado: un pasado extraño y distante que, en principio, no nos concierne. Por eso, hemos de recuperar y recrear esa vida, esas vidas, lo que tienen de concreto y lo que tienen de general, de manera eficaz, con sentido y con un relato convincente.
Nos dirigimos a lectores variados que no necesariamente tienen interés en estas materias ni conocimiento de esta época. Este volumen no convoca sólo a los valencianos, sino a todos aquellos que quieran curiosear en el mundo burgués del que procedemos. El pasado no es exactamente el espejo en el que hallar nuestra imagen nítida y evidente. ¿O sí? De serlo, entonces ese espejo sólo reflejaría algo borroso, fracturado, una superficie en la que con suerte podríamos distinguir ciertas figuras, algunos perfiles apenas intuidos que deberíamos reconstruir. ¿A quiénes corresponden esos reflejos? Tienen algo de nosotros, sin duda, pero esas imágenes no son nuestro calco: son un juego de espejos cuyo resultado desconocemos…

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