Uno. Por Drácula (1897), de Bram Stocker, siento especial simpatía: casi casi un apego inexplicable. Sin duda, el cine ha contribuido. Siempre que puedo veo la película de Tod Browning (1931) y siempre veo a Bela Lugosi y a Helen Chandler encarnando sus papeles. Escribí un artículo para Claves de razón práctica en 2002. De eso hace ya diez años (cómo pasa el tiempo). No tanto, no tanto: nada en el cómputo vampírico. Luego, debidamente rectocada, dicha reflexión (Simpatía por el vampiro) fue a parar a uno de mis libros, a Hérores alfabéticos.
No era un mero reciclaje de materiales ya publicados; era un rescate. Yo tenía una obligación y un compromiso: a Drácula había que auxiliarlo porque, por hache o por be, estaba y está a punto de ser arrollado, aplastado. ¿Por quiénes? En primer lugar, por aquellos contemporáneos suyos que lo persiguen con el fin de eliminarlo. Estamos a finales del Ochocientos y coetáneos del Conde son, entre otros, Jonathan Harker, el Profesor Van Helsing y Quincey P. Morris. ¿Coetáneos? Tal vez no sea una palabra apropiada… En segundo lugar, por quienes lo leemos y releemos: lo hacemos con el fin de experimentar algo arriesgado y lascivo, algo propiamente pecaminoso. De nuestro apego hay que salvar al Conde.
Dos. Harker es el joven burgués, próspero, prometedor, meritorio que asciende en la clase media. Nace en Exeter y empieza su vida laboral como pasante de procurador. Van Helsing es el científico experimental, sabio, erudito, sagaz, con escaso sentido práctico, pero a la postre hábil conocedor del submundo o de lo inmundo. Lo paranormal y lo inconsciente resultan, en aquellas fechas, terrenos comunes o lindantes, y el espiritismo es el entretenimiento mayor de los aburridos victorianos. ¿Y Quincey P. Morris? Es otro de esos varones con los que simpatizo, el americano contundente, poco dado a la ensoñación o a la duda, eficaz con el rifle Winchester de repetición. No me pregunten por qué me atrae. ¿Quizá porque es sencillo y expeditivo?
¿Y las mujeres? Contamos, entre otras, con Mina Murray (luego Harker), Lucy Westenra. Son jóvenes, bellas, bonitas, dispuestas a cumplir el papel para el que están reservadas, pero también muchachas audaces, a punto de abandonar las funciones para las que han sido educadas. Son mujeres victorianas, sí, cubiertas con vestidos que apenas dejar ver algún centímetro de su epidermis. Pero son chicas que aspiran a algo, algo más. Mina, por ejemplo, tiene un secreto, una meta que la llena de satisfacción o por la que se siente orgullosa: quiere ser periodista. Repito: estamos a finales del siglo XIX. La historia que Bram Stocker nos cuenta en Drácula es la de una cacería, caza mayor: la persecución de un vampiro que espera adueñarse del mundo y de las almas de sus congéneres. Eso hay que impedirlo, se dicen Harker y su cofradía.
Tres. ¿Por que siento tanto apego por Drácula? De entrada no comparto nada con él. ¿Quién es el Conde? ¿Un vampiro que arrastra durante siglos su vieja condición? ¿Un noble que sobrevive a las revoluciones tratando de adaptarse al orden victoriano del mundo? Adaptarse es un verbo incorrecto. En realidad, Drácula resulta un inadaptado. No es un aristócrata que quiera hacerse perdonar su pasado feudal. Él no se disculpa por las cacerías que emprende. No siente malestar por lo que hace y lo que hace es también caza mayor. El vampiro sobrevive eliminando a sus antiguos congéneres, sorbiendo sus fluidos, especialmente la sangre de esas mujeres que son tentación y que a él le dan vida. O mejor: los líquidos femeninos lo tonifican. Él es un varón devorador, un hombre que las seduce con sus modales arcaicos y refinados, con su acecho emocional. Las violenta, sí… Si las muerde, el bocado las envenena, las perturba, sacando de ellas su parte libidinosa, la furia sexual. ¿A cambio de qué? ¿De placeres carnales, de frote, de excitación permanente? Parece un futuro prometedor. Pero la condición del vampiro es una agonía inacabable: un estertor y un coma; una sucesión de convulsiones y aletargamientos. Y es agonía en el sentido de ansia, de deseo vehemente, y también en el sentido de angustia física y psíquica: Drácula siempre tiene mal cuerpo.
Eso, todo eso, es lo que creemos, lo que nos hacen creer: lo que Jonathan Harker dice como narrador y organizador de los materiales del relato. La novela está concebida como una sucesión de documentos, extractos de diarios, etcétera, que Harker dispone para nosotros. Pero el buen señor nos confiesa algo, hacia el final, que nos hace dudar de su palabra. Dice:
«He sacado los documentos de la caja de caudales donde permanecieron hasta nuestro regreso. Nos impresionó el hecho de que en todo ese material de que se compone la terrible historia, apenas haya un documento auténtico. Sólo está formado por un conjunto de cuartillas mecanografiadas (…). Difícilmente, por tanto, podríamos exigirle a nadie que los aceptase como prueba irrefutable de una historia tan fantástica».
Esta acotación la hace Jonathan. Y esta observación la escribe, claro, Bram Stoker. De Harker, yo no me fiaría mucho: ¿por qué hemos aceptarle una historia tan terrible de seres que duran una eternidad y que chupan la sangre humana? ¿No será acaso el delirio de un varón aturdido por excitaciones sexuales, por la lectura de sucesos, por los libros de vampirismo, por leyendas que han pertubardo sus entendederas? Los historiadores pedimos documentos originales, pruebas irrefutables. Harker sólo puede aportarnos copias que estaban encerradas en una caja fuerte. ¿Y cuál es el crédito que todo eso merece? ¿Su palabra? En fin… Pero a Bram Stoker se lo aceptamos todo: le aceptamos esta historia increíble de vampiros que leo y releo y que sigue mereciendo atención.
Hace cien años que murió Stoker. En la última sesión del del Máster de Historia Cultural que impartimos Anaclet Pons y yo mismo en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, Drácula apareció y reapareció, sobrevolaba. Aparte de otros personajes literarios que nos rondan desde hace siglos o de caracteres recién inventados, el Conde tuvo especial protagonismo en la clase.
La historia cultural rastrea y examina objetos y artefactos, materiales o inmateriales, productos que nacen en un contexto y que tienen efectos (y también defectos). En la última semana, a Drácula se le ha tratado en prensa: Gregorio Belinchón le ha dedicado un artículo muy sentido. Y También Boris Izaguirre, sí. De la novela y del autor se han dicho cosas buenas y críticas: que no escribía admirablemente bien, que había cierta tosquedad o descuido en el personaje. Paparruchas, paparruchas.
Si alguien me pidiera consejo para reconstruir fantasiosamente el siglo XIX, si alguien quisiera adentrarse en la época victoriana y me solicitara guía, yo le recomendaría Drácula. Pero a la vez le advertiría. Ya es demasiado tarde: el Conde está aquí y Alejandro Lillo ya está tratándolo. Con él, sí, tiene tratos. Y a un tratamiento lo somete. El resultado será un informe pericial y terapéutico de primer orden.
Ándense con cuidado.
Blog de JS en El País:
Drácula dirigiéndose a los protagonistas masculinos de la novela:
“Las mujeres que amáis son ya mías, y a través de ellas, lo seréis también vosotros y otros muchos… seréis mis criaturas y cumpliréis mis órdenes, y cuando quiera alimentos seréis mi chacales”.
No sé yo, don Justo, quién va a tratar a quién, si un servidor al vampiro o el vampiro a un servidor. Lo cierto es que sí, que junto con el Titanic también falleció el señor Stoker y que, cien años después de su muerte, parece de justicia acordarse de él y de la más universal de sus creaciones. De hecho, la Feria del Libro de Guadalajara ha elegido Drácula para homenajearla realizando una lectura colectiva de la novela.
Por cierto que su capítulo de «Héroes alfabéticos» sobre Drácula es fundamental, de lectura enexcusable para los interesados en el asunto.
Muchas gracias, sr. Lillo. Pero no: lo que digo de Drácula es la mínima expresión.
Precisamente hoy es un buen día para leer a Stoker.
Lo bien cierto es que en la televisión nos han achicharrado con el centenario del hundimiento del Titánic -que en el fondo marino descanse, y nos deje descansar- pero nada se ha dicho de Drácula ni de Bram Stoker. Menos mal que les tengo a ustedes para recordármelo, si es que alguna vez lo olvido. Saludos.
1. Acabo de leer, don Justo, su artículo “Drácula ante la Academia” (sí, ya sé que voy con retraso, pero se me ha amontonado la faena estos días) y pensaba comentarle algo al respecto. La ocasion ciertamente lo merece: el aniversario (este año ya hace 100) de la muerte de Stoker, cumplido el 20 de abril, siempre pasa algo desapercibido por el oscarizado hundimiento del Titanic que tuvo lugar cinco días antes. Y seguro que dentro de unos días (el 30 de este mes) también alguien recordará la efemérides del centenario del primer gran reparto de tierras zapatista en plena Revolución. Pero del padre literario de Drácula poco se dice.
Iba yo, ya le digo, a hablarle de ese libro tan importante para mí que leí, creo, demasiado pronto, pero hoy es Sant Jordi, el día de la fiesta del libro, y en mi biblioteca, esto es un no parar: venga descorche de champaña, venga confetis y serpentinas y mucha música. Pero además de este caos librario, mis queridos volúmenes que tratan de asuntos vampíricos están de doble celebración (a ellos el pésame y el luto por don Abraham les ha durado poco): Un 23 de abril de 1982 (ya hace 30 años) les traje, adquirido por 100 pesetas, de aquellas añoradas pesetas, la estupenda novela de Raymond Rudorff “Los archivos de Drácula”, por cierto éste es el único que guarda algo la compostura ante su idolatrado “Drácula” del maestro Bram Stoker que aún anda un poco mohino. Los demás libros, se van reuniendo a su bola, desordenados siempre por afinidades electivas. Vamos, lo lógico en este tipo de saraos: “El vampiro” de Polidori, siempre tan desdeñoso él, ha invitado, sin contar con nadie, al guión de Gonzalo Suárez “Remando al viento” y se van hacia un rincón. El ilustrado “Les històries naturals” de Joan Perucho se va acercando haciéndose el encontradizo, atraido por el olor de “El perfume” de Patrick Süskind. La decana “Carmilla” del irlandés Joseph Sheridan Le Fanu aparece con su medio novia, la expresionista “Mandrágora” (malvada ella, sí, pero algo fuera de lugar) de Hanns Heinz Ewers, a la que no para de leerle párrafos y más párrafos de “Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo” de Bram (otro Bram) Dijkstra. También estoy viendo a su tocaya “Carmilla. Nuestra Señora de los vampiros” cómic de Roy Thomas, Isaac M. de Rivero y Rafael Fonteriz, divertidísima y empeñada en enseñar a bailar al solitario “Soy leyenda” de Richard Matheson, mientras no para de reír su capítulo, don Justo, dedicado a los vampiros de “Héroes alfabéticos”. Y cerca mío pasean, beben y se recitan poemas “Lo que sé de los vampiros” de Francesc Casavella, cogido del brazo de su amigo “De vampiros y otros asuntos amorosos” de Alfons Cervera (el mío) mientras llegan a sus últimas líneas: ‘así nacieron las historias falsas de las gentes mientras ellos, la mujer siempre hermosa y las alas dse terciopelo negro, seguían amándose con locura cuando la medianoche llamaba suavemente en las ventanas del jardín.’ Sé de buena tinta que estos dos disfrutan, como yo, de las viñetas del “Drácula” de Fernando Fernández que no ha podido venir a la fiesta porque anda escaneándose alguna que otra página. Y también sé que los primeros en retirarse a la tranquilidad de sus estantes, como siempre muy serios y dignos ellos, serán “El gran libro de los vampiros. Tratado de upirología ” de A. Gordon y el “Conde Drácula. Historia y leyenda de Vlad el empalador” de Ralf-Peter Märtin, mientras desatados ellos, pinchan las canciones más modernas para que se acerquen los otros libros donde también hay algún que otro chupa-sangre, el joven artículo de Jesús de La Peña “Una aproximación iconográfica del cine de vampiros” y el todavía más joven cómic “Drácula” de John Reppion, Leah Moore y Cotton Worley , de brillante porvenir, dicen.
Así que ya ve usted. Aunque quisiera contarle hoy algo coherente sobre Bram Stoker, o sobre lo que fuera, me sería imposible con esta literaria juerga. Basta con que le diga que yo también tengo verdadera simpatía por la criatura de la noche por excelencia. No sé, tal vez leí demasiado pronto el “Drácula” de Stoker y no me ahorré, y de eso me alegro porque mucho me enseñaron, las pesadillas subsiguientes. Pero en el momento que dejé de necesitar la cabeza de ajos bajo la almohada (Matheson me enseñó luego que la cruz de poco sirve si el vampiro no comparte cristiana confesión), en el momento que dejé de temer a la oscuridad, siempre me consideré miembro simpatizante de The Dracula Society, y si no he formalizado en todos estos años mi pertenencia a ese club londinense es porque la mayoría de sus actos tienen lugar en el Reino Unido y tampoco es plan pagar la cuota para nada.
Se me olvidaba decir que de todas formas a mi hijo le voy a presentar antes que al Conde clásico, a “Drácula, Dracul, Vlad? Bah…” El cómic-parodia del genial Alberto Breccia.
Me despido como siempre con un abrazo. Yo también ‘Credo quia impossibile’.
Permítame discrepar, señor Justo. Lo que dice en el capítulo de «Héroes alfabéticos» es esencial, y por eso mismo resulta un capítulo de obligada lectura para los interesados y los amantes de Drácula. Además, apunta usted perfectamente la mayoría de las claves de la novela. Y para colmo, nos regala a los lectores varias reflexiones de calado. Me reafirmo: ese texto es fundamental.
http://blogs.elpais.com/el-correo-del-zar/2012/04/dr%C3%A1cula-y-el-titanic.html