Decía Denis Diderot en su Éloge de Richardson (1761) que una novela no es necesariamente una sucesión de acontecimientos quiméricos o frívolos, mero entretenimiento. Admitía también que la lectura de historias ficticias no es forzosamente peligrosa para el gusto o las buenas costumbres. Piénsese que en el siglo XVIII, este género literario tenía serios detractores (como esbozo e indico en La imaginación histórica).
Diderot era firme partidario de la ficción. Es más, añadía: todo lo que los filósofos o los moralistas compendian en máximas, tratados o ensayos, es lo que los novelistas ponen en acción, presentan y materializan ante nuestros ojos. Eso decía el filósofo para referirse concretamente a las obras de Samuel Richardson, el gran creador inglés. Con las descripciones, con las conversaciones y con las introspecciones, los autores de ficción reproducen lo que bien pudo ser, aquello que pudo ocurrir, cosas que nos parecen verosímiles y que nos incumben e impresionan. Con las novelas, en fin, perdemos el sentido para reencontrarlo de nuevo.
En el espacio de unas cuantas horas, parafraseo a Diderot, pasé por un gran número de situaciones, por tantas que la vida más larga que pueda disfrutar difícilmente podrá ofrecerme. Capté la pasión, el interés, el amor propio en su distintas facetas, me convertí en espectador de multitud de hechos, concluye. ¿Qué más se puede pedir? “Je sentais que j’avais acquis de l’expérience”. “Sentí que había adquirido experiencia”, apostillaba Diderot en su elogio de Samuel Richardson.
Lo mismo podría decir yo tras horas y horas de lectura, tras el tiempo que he dedicado a Antonio Muñoz Molina, a Javier Marías, a Javier Cercas o a Luis Landero. O a Eduardo Mendoza, de quien escribo en el último número de Mercurio. Entre otros muchos, claro. Estos autores no me trasladan a un país remoto ni a un lugar exótico. Tampoco me refieren cuentos de hadas. Como en el caso de Samuel Richardson también en estas novelas, sus personajes están sacados de la sociedad corriente y las pasiones que describen son las que yo mismo siento, por decirlo con Diderot.
Personajes sacados de la sociedad corriente… Las novelas nos han enseñado una verdad igualmente vulgar: que las personas nos asemejamos, añadía Diderot. Nos asemejamos, sí, tanto quienes pueblan las ficciones en páginas de demografía copiosa, como quienes las disfrutan o padecen cuando leen. Compartimos sentimientos, malestares y placeres, esa búsqueda del yo, de la autonomía. Con las historias inventadas, los novelistas nos facilitan la empatía, la compasión, palabra que no sólo alude a la piedad.
Compasión, en el Setecientos, es también sentimiento compartido, identificación, participación vicaria en los hechos narrados, mostrados y vividos. Es comprensión de la subjetividad: un individuo que se afirma y se expresa con vacilación, con arrojo y con cobardías. Es experimentación: probar las emociones ajenas, salir del ensimismamiento, adentrarse en lo ignoto o incierto, constatar la corrupción ordinaria de nuestras vidas. Ya se sabe lo que con cinismo y verdad dijo Jean-Jacques Rousseau en el prefacio de Julia o la nueva Eloísa (1760), “las grandes ciudades necesitan espectáculos y los pueblos corrompidos novelas”. Los lectores corrompidos necesitamos novelas. ¿Por qué? Porque nos sentimos próximos a los personajes y a sus dudas, ya que al conocer sus cuitas sobrellevamos mejor nuestros tormentos. Con intensidad emocional y alivio.
Yo debía escribir una reseña de Las leyes de la frontera (2012), de Javier Cercas para Ojos de Papel. Yo mismo deseaba glosar Absolución (2012), de Luis Landero. Mi dinamismo inconsciente me ha llevado a comprometerme en proyectos que no he podido cumplir, cosa que me frustra. Ambas novelas son especialmente recomendables: tratan de individuos ordinarios, incluso vulgarísimos; tratan de jóvenes que huyen y que a la vez esperan remontar; tratan de varones de poco fuste o de poco fuelle, como somos algunos. La vida nos da serios varapalos y nos pone en nuestro sitio, y ese lugar es siempre decepcionante.
O no. Quizá la mejor lección que pueda extraerse de ambas historias –con versiones no siempre creíbles, quizá falaces– es la ambivalencia de nuestros logros o de nuestras derrotas, la condición exactamente ordinaria de la epopeya. Mientras redacto esto, no escribo aquello a lo que me había comprometido. Qué quieren: soy inconstante. Permítanme repetirme para acabar. Hace años, hablando de Eduardo Mendoza, decía:
“…Ustedes y yo somos bastante decepcionantes, para uno mismo y para los contemporáneos que nos rodean. El ser humano siempre es ese tipo que desmiente todas las expectativas que sobre él se vuelcan, inconstante y escaso como resulta ser. Uno se forja sueños y quimeras, elabora planes, traza proyectos, aspira a completar objetivos y, al final, ve frustrarse buena parte de las ideas fantasiosas que se había hecho acerca de sí mismo. Los demás nos contemplan y los amigos o los enemigos elaboran también una idea muy cumplida de cada uno. Los amigos creen que somos mejores de lo que en realidad podemos ser y tienen de nosotros una imagen poco exacta y nada cabal. Los enemigos también son fieles compañeros: nos detestan, nos odian, y nos toman como el blanco de sus iras convirtiéndonos en el ideal de adversario que les gustaría tener. Cada uno de nosotros, conforme crece y madura, también se hace con un concepto de sí mismo, una idea más o menos elaborada que le sirve para exigirse y para describirse. En ocasiones, nos creemos mejores o peores de lo que en realidad somos. O bien tenemos un concepto eximio, elevadísimo, de nosotros, habiéndonos modelado según un ideal efectivamente poco realista, o bien nos perseguimos tomándonos como seres más odiosos o detestables de lo que de verdad somos o merecemos ser…”
Como los personajes de las novelas. Como los secundarios de Samuel Richardson. Como los tipos que emocionaron a Denis Diderot.
Alejandro Lillo ha realizado un trabajo académico, un trabajo de máster, realmente impresionante. En los próximos días será presentado y juzgado en la Universitat de València. ¿Su título? ‘Miedo y deseo. El caso de Drácula, de Bram Stoker’. Tengo el honor de habérselo dirigido. Impresionante. Me descubro.
Pues sí, don Justo, las novelas proporcionan experiencia: vivir y sentir otras vidas, ayudan a reflexionar lo que seríamos si estuviéramos en otras circunstancias, en otros lugares, bajo otras condiciones. Nos ayudan, en definitiva, a ponernos en el lugar del Otro.
Desde luego, el nuevo número de Mercurio se presenta interesante. Y menudas firmas. Pere Gimferrer, Lorenzo Silva, Javier Marías, Llatzer Moix, Carme Riera… ahí hay muchos quilates. Felicidades, señor Serna, vaya cartel. Su artículo, además, está muy bien, desvela el principal uso que hace Mendoza de la historia, de esa herencia pretérita que él integra, trasnformada, en nuestro presente. Como usted dice, «lo que a nuestros antepasados preocupaba no es muy diferente de lo que todavía nos angustia. ¿O acaso creemos, por ejemplo, que las disquisiciones sobre el teatro de Carlos Prullàs en Una comedia ligera (1996) son inquietudes desfasadas?». Mendoza, claro, también lo sabe. Por eso escribe.
Gracias por su último comentario. No sé bien qué decirle. Que espero que el trabajo guste, estar a la altura de lo que se me exige.
Don Justo, acabo de leer en el periódico que no sé cuántas personalidades apoyan a Esquerra Republicana. ¿Personalidades? Qué uso tan abusivo del término, seguramente para tratar de oscurecer a las verdaderas: usted, Vargas Llosa, Múnoz Molina y los otros doscientos y pico sí son vardaderas personalidades. (Y el entrañable Fernando Savater también, aunque creo que no firmó). Un abrazo
El elogio que Diderot dedica a Richardson es en realidad un elogio de la novela como género. En el siglo XVIII se trataba de una escritura sospechosa de todos los males, que atentaba contra la moral, contra el poder y, contra la verdad. Si la historia que se cuenta no ha ocurrido, si es inventada, no interesa y no merece la pena leerse. La novela era un género desprestigiado frente a la historia, que gozaba de gran prestigio y reconocimiento desde la Antigüedad. Diderot, quien se adelantó a su tiempo, trató de explicar a sus contemporáneos que lo realmente valioso era la ficción en sí misma. El novelista es un mago que de la nada es capaz de hacer pasar por ciertas anécdotas inventadas, gracias a una técnica verosimil. Su Religiosa (su mistificación) demostró que una historia inventada, una gran mentira era capaz de transmitir un sentimiento real al lector. Richardson y su Pamela era un buen ejemplo para demostrar su teoría, aunque el lector de la época soñaba con conocer realmente a la Heloisa de Rousseau o a la Pamela de Richardson, enviaban cartas a los autores para saber más de ellas. El lector de la época era capaz de comprender el golpe genial que Diderot propinaba para prestigiar este tipo de escritura, como novelista y como crítico y teórico literario, pero al menos reconocería que el sentimiento que transmite este tipo de escritura es tan real y auténtico como el cuadro de costumbres que presenta. Aqui termina el elogio que yo quiero dedicar al maestro Diderot, padre de la novela moderna y el mago más apasionante y divertido que he conocido.
Mercedes.
Corrección al texto anterior: *El lector de la época «no»
era capaz todavía de comprender la tesis de Diderot. (aunque se comprende por el contexto, corrijo)
El valor pedagógico que este siglo concede a la escritura propiciará que la novela de Richardson brinde a la novela una fórmula magistral que neutralice muchos de sus males, » la novela lejos de ser mero entretenimiento o lectura peligrosa para las jóvenes, se convierte en un cuadro de costumbres a imitar, o de costumbres a evitar (en el caso de novelas libertinas que atentan contra la moral). Así se consigue conciliar el gran dilema moral-verosimilitud que sufre este género. (vease G. May) Cervantes como Diderot creían en el valor pedagógico y ejemplar de la ficción. Tal y como rezaba Horacio, instruir deleitando es mucho más útil y agradable que leer pesados tratados de moral.
Mercedes. En efecto, el elogio a Richardson es el elogio a la novela. No sé si se capta por qué exhumo a Diderot. En los últimos tiempos parece ser de buen tono arremeter contra el género: por ser ficción, por su extensión. Etcétera.