Uno. Momentum catastrophicum. Así, con esta fórmula, titula
Pío Baroja una de sus conferencias luego publicada por
Caro Raggio y recientemente reeditada. Data de 1918 y es un examen sarcástico y dolido de la España de entonces, el examen de un anarquista sentimental y racional, de un individualista pertinaz.Siempre me ha interesado Baroja y es un gusto que comparto con muchos e importantes lectores. Con
Eduardo Mendoza, que escribió una biografía muy socarrona del vasco. O con
Francisco Fuster, que escribió una tesis doctoral muy valiosa sobre
El árbol de la ciencia (1911).
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Dos. Baroja deplora los nacionalismos, la política de escaso vuelo, la sociedad inerme y paralizada, la España sucia. Y todas esas críticas y derogaciones las expresa rotundamente, sin atemperarlas. Como admite en otras páginas, a él le piden hacer el ogro. ¿Por qué razón? Por la fama de escritor áspero y sincero que tiene. Es un ogro, pues. Aunque no le consta al propio Baroja haberse comido a un niño crudo. Eso apostilla.Su deseo era convertir España en un país verdaderamente constitucional y jurídicamente europeo, sin casticismos clericales, sin ventajistas o logreros de la política. Un país con derechos individuales reconocidos y respetados. Con gentes cultas y deferentes. Sin fanáticos.
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Tres. Pero su sueño vasco, local y universal a la vez, era pensar en una futura República del Bidasoa. Nada menos… No era partidario del nacionalismo, ya digo, y era celosamente contrario a toda separación. Qué se le va a hacer…
Pero, puestos a soñar con independencias, su quimera es muy aseada, nada historicista y nada utópica: él podía pensarse en «un pequeño país limpio, agradable, sin moscas, sin frailes y sin carabineros». Sin trepas, sin logreros, sin sectarios, sin fanáticos.
¿Imaginan? Podría tener el tamaño de Gibraltar, pero no es Gibraltar. Podría tener el tamaño de Andorra, pero no es Andorra, según Baroja advierte.
En realidad, el tamaño no importa. Únicamente necesitamos un país limpio, agradable, sin moscas, sin frailes y sin carabineros. Sin trepas, sin logreros, sin sectarios, sin fanáticos.
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Fotografía: Santos Yubero, 1941
Lo que sé de Mainer, al que usted dedica el post, me llega sobre todo por nuestro común amigo, Paco Fuster. Fíjese, recién termino de releer El árbol de la ciencia. La primera vez fue hace treinta años , una edición que nos compró mi padre en la librería Sintagma de Fernando el Católico (¿la recuerda?) y a la que le faltaban páginas. Siempre me impactó el tío Iturrioz. Sus conversaciones en un ático de Madrid parecen teóricas, pero además de contener conocimientos de filosofía admirables para la España de aquel tiempo, están cargadas de pesadumbre y de un escepticismo muy amargo respecto a la posibilidad de dejar de ser ese país de moscas y carabineros.
Con esa prosa enérgica, tan poco rebuscada, tan enemiga de cualquier retoricismo hueco y distanciado, Baroja nos presenta en un recorrido por varios lugares muy distantes entre sí la tragedia de un hombre incapaz de sentir indiferencia ante una realidad donde el dolor y la miseria moral parecen tener el don que los creyentes atribuyen a Dios, el de la ubicuidad. Ahora sé que Iturrioz se equivocaba en muchas cosas, que Hurtado tiene razón cuando insiste desesperadamente en salvar la posibilidad de una opción moral que le dé sentido a la vida. Se topará con todos los enemigos naturales que la piel de toro opone desde siempre a la Razón. Y está todo: el idiotismo rural, la repugnante omnipresencia de nuestro poder fáctico por excelencia -la Iglesia-, la esclavitud de las mujeres, el cinismo más mezquino, el gonadismo de las guerras, la venalidad de los políticos, la incapacidad de los españoles para encontrar el punto de cohesión que haga posible la política, el atraso, la amargura, la resignación.
Hurtado no es inocente, su trato es hosco, el de un ogro como el que decía ser su autor; su personalidad de va volviendo la de un amargado con el tiempo, como la de aquellos que han visto las peores cosas de la condición humana y su recuerdo les persigue para siempre. Hay algo de altivo y exhibicionista en esa explosión de desprecio hacia la gente. Pero es que es sobre todo ésta la que no es inocente. Los españoles no son solo víctimas de una oligarquía feroz, lo son porque nunca han querido ser libres.
La vigencia de Baroja me parece irrefutable, pidamos un esfuerzo más a los héroes que dan clases de Literatura en los institutos y se empeñan, una y otra vez, en que sus alumnos lean Santhi Andia, Zalacaín y, sobre todo, El árbol de la ciencia.
Instructivo comentario.
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Us recomane la lectura d’aquest autor, Justo Serna. Val la pena.
Sr. Montesinos, como tantas veces me quito el sombrero. Y no es una expresión metafórica. Vaya hondura y amargura de comentario. Hondura, claro, por la profundidad de sus palabras. Amargura, también, por el dolor que usted comparte con este ogro llamado Baroja. Hago mías sus palabras. Sin añadidos ni glosas. Qué barbaridad.
Sr. L’Apuntador, moltes gràcies.
Gracias al Sr Apuntador, y gracias a usted señor Serna, he vuelto a Baroja en un momento acaso inconveniente para mí, pero no para la colectividad, Baroja captura hace un siglo la sustancia de los males que, como usted sabe -no hay más que leer La farsa valenciana, tienen innegable actualidad. Pobre ogro.