Uno. Me entero por la Llibreria Ramon Llull de que a finales de agosto de 1962 murió el poeta Leopoldo Panero. Lo sabía, pero lo había olvidado.
Prácticamente nadie recuerda ya a Leopoldo Panero, una evanescencia. Y prácticamente nadie recuerda ya su poesía, unos logros expresivos que no se reeditan con éxito. Fue un señorito del régimen franquista, alguien dado a los excesos y al fascismo verboso. Tenía una gran habilidad lírica y sus hijos heredaron esa capacidad y sus demencias: demencia es también fantasía.
Panero era de Astorga, en León, y fue el gran amigo de Luis Rosales. O al revés: Rosales fue el gran amigo de Panero, un tipo entrometido que siempre estaba platicando y tomando copas con Panero, según nos cuenta Felicidad Blanch. Felicidad Blanch tiene un papel decisivo en la vida de Panero: aparte de ser su esposa y madre de sus díscolos hijos, ella fue una mujer sutil y un ser evitable, vaya.
Dos. Para mí, El desencanto’ (1976), de Jaime Chávarri, fue una conmoción. Yo tenía dieciséis o diecisiete años cuando la vi por primera vez en el momento de su estreno en Valencia. Era un cine de Arte y Ensayo de mucho postín. Creo que era el Xerea. Me acompañaba un amigo que amaba a Jean-Paul Sartre y a John Denver a la vez, es decir, el padre del existencialismo y el padre del ‘country’ más comercial. Me convenció: yo también acabé amando a Sartre y a Denver. Éramos así.
Ambos procedíamos de familias bien instaladas en el régimen: de eso que se llamaba el ‘franquismo sociológico’. Bien instaladas no quiere decir riqueza, recursos o poder. Quiere decir: la tranquilidad o la protección que el régimen daba a los funcionarios y trabajadores que no protestaban…
Tres. La película de Jaime Chávarri, El desencanto, nos cambió la vida: no nos hicimos antrifranquistas imaginarios –que ya lo éramos–, pero nos perturbó moral e intelectualmente. Ambos salíamos de la adolescencia, de esa época de espinillas, sexo frustrado y desacierto. Nuestras familias nos parecían exageradamente pedestres, vulgarísimas… Nosotros leíamos a Jorge Luis Borges, a Sartre (ya digo). De repente, al contemplar El desencanto descubríamos a un grupo de poetas apellidados igual, los Panero, absolutamente desencantados: a los veintipocos años nada menos.
Estaban de vuelta de todo. Y adoptaban una pose intelectual y chic que yo no me podía permitir. Y tenían una madre atractiva, inteligente, con el pelo blanco. Una perla y un veneno. Yo tenía una madre normal, me decía.
Cuatro. Los hermanos Panero nos parecían tan cosmopolitas, tan gloriosamente pedantes, tan acabados… Con un padre, Leopoldo Panero, absolutamente franquista, autoritario y alcohólico. Era todo tan freudiano. Nuestra vida –al menos, la mía– mudó tras ver esa película. Podía vivir en la fantasía inalcanzable… Menos mal que fuimos sensatos, vulgares y mediocres: no imitamos el malditismo ni entramos en una fase de autodestrucción. Éramos sólo pequeñoburgueses.
Es increíble la modernidad del film de Chávarri. Sólo tiene un lastre: su pésimo sonido. No quise ver la película de Ricardo Franco muchos años después, aquella en la que volvían los Panero: en este caso con ese gran cineasta que fue Franco. No quise ver la decrepitud absoluta.
Ya me tocarán: la película y la decrepitud.

Deja un comentario