
Al carecer de alma nota el cierre, la escasez y la sequedad de su experiencia, el roce áspero, amenazante, de los otros. Al no disponer de arma ignora qué hacer con ese espíritu que no posee. ¿Quizá quitarle la vida? ¿Qué vida?
Fernando S. tuvo un hermano mayor que murió al nacer. El parto tuvo lugar dos años antes de que Fernando S. viniera al mundo. En casa, todos admiraron al mayor, a aquel hijo único muerto, también llamado Fernando S., como el padre. Admiraban lo grande que podía haber sido, esas expectativas.
Tenía los huesos fuertes y se le veía despierto. ¿Despierto? Los padres miraban y aún miran con recelo y desconfianza al menor, a ese otro Fernando S. que ahora crece, envejece, se consume y se decepciona: consume y decepciona.
El hijo menor leyó a Borges, pero no sanó. El escritor habla de sí mismo, del desdoblamiento, de los espejos. «Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges», declama Fernando S. De nada sirvió.
Fernando S. consultó con algunos terapeutas, pero no mejoró. El hijo menor quería asesinar a ese otro Fernando S. que no conoció, a ese bebé muerto al que todavía envidia y del que todos hablan con admiración. Tenía los huesos fuertes y se le veía despierto, sí.
Pero Fernando S. carece de arma, de alma y de cuerpo al que apiolar. Vive encerrado, en arresto domiciliario, por un crimen que no cometió y del que no se librará.
Un día, por indicación de su padre, acude al cementerio. «Hemos puesto lápida nueva, de mármol blanco. Se lo merecía», le dice. Mármol blanco, como corresponde al alma inmaculada de un recién nacido. ¿Recién nacido?
Fernando S. nació muerto, cavila el hijo pequeño. No tuvo vida extrauterina, se dice con rencor. Y allí, frente a la lápida de mármol blanco, Fernando S. lee su propio nombre. La limpia, la asea y se dice: Soy hombre muerto.
Sr. Serna: me emociona enormemente su post.
Un abrazo.
Muchas gracias. Ya sabe usted que esto es una fantasía…
Hermoso y perturbador relato, don Justo. Esa visión de la lápida es tremenda. Su historia me lleva a reflexionar sobre la importancia de los nombres y sobre la inestabilidad de nuestra propia identidad, de nuestro propio ser. Permítame copiar unas reflexiones de José Luis Pardo:
«Sería lo mismo decir que el hombre es el animal a quien esencialmente le corresponde la posibilidad de caer (…) El hombre no se sostiene en la quietud sino en la ebriedad, se tiene porque camina, porque reposa en su propio movimiento de decadencia, en su inquietud y en su flexibilidad. Cuando el hombre cae, no lo hace, como suele decirse, porque haya «perdido el equilibrio» sino, más bien al contrario, porque ha perdido el desequilibrio y se ha convertido, al desplomarse sobre la tierra, en un ser perfectamente equilibrado, en una naturaleza idéntica».
Somos puro desequilibrio, pura inestabilidad, mutación y cambio. Pero José Luis Pardo sigue:
«A través, pues, de mis inclinaciones, de mis alegrías y desdichas –no importan cuáles senan-, me siento vivir, experimento la vida como precisamente vivida por mí… Sólo los mortales que se saben serlo (que saborean el gusto de la muerte al gozar de la vida y a quienes, por tanto, ese gusto mortal no les amarga la vida) tienen inclinaciones. Los inmortales (o quienes se creen tales) no tienen límites ni, por ende, inclinaciones: su conducta es siempre recta, no se tambalean porque su vida no hace frontera con la muerte, porque no tienen que dar rodeos para esquivarla, porque ellos son nadie, no tienen gustos ni disgustos propiamente dichos, a ellos, en el fondo, todo les da igual (…) Cuando yohaya caído ya no tendré inclinación alguna, retornaré a la quietud horizontal. pero mientras tanto, mientras caigo, me sostengo, siempre en el límite del desequilibrio, me tengo a mí mismo».
Yo creo que, aunque sacado de contexto, esencialmente Pardo da en el clavo.
Avanzamos retorcidos en nuesta propia inestabilidad, siempre amenazando con desplomarnos: es la única forma de gozar la vida. No es poco, ¿eh?
Un abrazo