Me gusta leer la buena prosa de mis colegas, disfrutar con placer y dicha esos libros que nos llevan al pasado, que nos hacen sentir la experiencia de estar allí. Como si estuviéramos allí. Libros que nos instruyen. Me gusta leerlos con la satisfacción que procura una bella y efectiva prosa, una escritura erudita con personajes creíbles y situaciones bien reales. ¿Ejemplos? ¿Queremos ejemplos?
El último libro que he disfrutado de Julián Casanova es ‘España partida en dos’ (Crítica, 2013), una síntesis atractiva y de lectura adictiva. Cuando lo empiezas, el autor te atrapa y ya sabes que no podrás desprenderte de la historia que te cuenta. ¿Por el tema inacabable de la Guerra Civil? No exactamente.
Los historiadores han de abordar sus asuntos como si sus lectores no tuvieran interés alguno en el objeto relatado: deben captarlos y retenerlos. Los historiadores han de presentar sus obras como si sus destinatarios carecieran de toda información previa. ¿Para qué? ¿Para tomarlos por ignorantes? No, por descontado: deben hacerlo así para no dar nada por supuesto o sabido. Es decir, han de explicarse.
Julián Casanova se explica bien, incluso requetebién, con solvencia y contundencia. Tiene una gran capacidad de trabajo inagotable, imparable. Sus amigos y conocidos nos preguntamos de dónde saca tanta energía. Es un fino observador, experto, estudioso. Sabe lo que es un archivo, qué hay detrás de un legajo, de un expediente. Sabe descifrar la sintaxis farragosa de las fuentes históricas. Sabe interpretar los actos humanos y, además, les saca consecuencias.
Los individuos no tienen un plan de lo que va a suceder. Carecen de saberes predictivos, pero comparan lo que les pasa con lo acaecido. ¿Con qué fin? Con el propósito de aventurarse y de acertar.
La historia no es un repertorio de simplezas, un conjunto de respuestas tranquilizadoras, sino la base, la plataforma de nuevas preguntas, un modo de interrogarnos a nosotros mismos. Contrastamos el presente con el pasado y aprendemos de la diferencia, de lo que nos diferencia.
Julián Casanova es envidiado, admirado y detestado por su forma de comunicar, de transmitir, de influir. ¿Ustedes lo han visto en acción? Se apasiona con lo que dice y escribe: nada le resulta indiferente y se entrega con frases certeras y ciertas. Los historiadores no quieren que su disciplina sea confundida con un género literario. Lo entiendo, lo entiendo, si por tal hablamos de arbitrariedad y genio, de fantasía y poesía.
La historia es la búsqueda de hechos verdaderos, sometidos al condicionante de la prueba. La historia es relato, sí, aunque también es pesquisa, averiguación: conocimiento sometido a método, a protocolo, a rutinas. Pero nuestra disciplina es comunicación, la transmisión de un dato de manera verosímil. Julián Casanova domina el arte de la retórica, que no es mera persuasión.
Los libros de Julián Casanova nos advierten y nos invierten: cambian la idea perezosa que teníamos de las cosas. Sus reflexiones sobre la Iglesia, sobre la violencia, sobre la Guerra Civil, sobre el primer franquismo no son vaguedades bien escritas, sino verdades admirablemente transcritas y transmitidas. Bien hecha, la historia es una operación detectivesca y es una narración rigurosa que convence.
Me felicito por ser colega de Julián Casanova.

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