Franco y yo
Estoy acabando un libro (Españoles, Franco ha muerto) que es aleación y mixtura: ensayo, recuerdo personal, erudición académica, monografía. Lo publica Punto de Vista Editores. Primero en versión digital y luego, más adelante, en papel.
La escritura tiembla. No es fácil combinar géneros distintos y sobre todo tonos diversos, con énfasis variados. Por supuesto no espero decir nada radicalmente nuevo que los especialistas no hayan dicho ya. Me refiero a Julián Casanova, a Paul Preston, a Borja de Riquer, a Antonio Cazorla, a Angel Viñas, etcétera.
Disfruto repasando viejas lecturas, releyendo textos muy edificantes y formadores, como los de Carme Molinero. Y disfruto releyendo a mis queridos reaccionarios: a esos obtusos o perspicaces investigadores que ensalzan a don Francisco Franco (Pío Moa). Vivo días de gran entusiasmo y vivo días de rememoración personal. Yo era un observador, un simple inspector. Ahora soy poco más.
Recuerdo aquella serie de acontecimientos que llamamos Transición: en mayúsculas. ¿Por veneración? No, por abreviar. La recuerdo como un contemporáneo, como un observador más o menos informado, es decir, como el muchacho que tiene un conocimiento limitado, un joven con diecinueve años que cursaba la carrera de Historia Contemporánea.
Sé que tengo las de perder ante quienes saben de pactos secretos, ante quienes conocen los planes de los reales o supuestos confabuladores, ante los que defienden teorías conspirativas, ante quienes mantienen diagnósticos tapados. Ante juicios expeditivos que desechan el régimen del 78 (el régimen que institucionaliza la Constitución de 1978). Pero sé que tengo las de ganar aprendiendo de quienes más saben y de quienes libran a manos llenas.
Julián Casanova y sus colaboradores acaban de inaugurar una exposición en Zaragoza. La visitaremos en breve. Para nuestro disfrute y con su compañía. ¿Es la Transición una abdicación de la izquierda? Los historiadores no se plantean así las preguntas.
La Transición, ¿nos parece poca cosa? Hay jóvenes políticos de hoy que dicen cosas tremendas sin haber estado allí y sin saber exactamente qué se libraba. Lo que digo –mi queja– me recuerda el reproche de un veterano, el que podía hacer un marine a quienes no habían vivido el infierno de Vietnam.
Me divierte y me irrita la arrogancia de la juventud… Sobre todo me irrita cuando es ignorancia, cuando alguien se atreve a juzgar con dureza lo que hicieron sus mayores. ¿Mayores? Sí, como ese Santiago Carrillo que supo tener gestos de grandeza.
Ya lo dijo el historiador marxista E. P. Thompson en su libro Agenda para una historia radical (2000). Hay que evitar la soberbia tan común del biógrafo sabelotodo y parlanchín, la jactancia de quien ha vivido después y se siente capaz de juzgar los errores y los empecinamientos de sus mayores. ¿Por qué? ¿Para salvarlos? No se trata de eso.
La de Thompson es una excelente lección que nuestros jóvenes políticos no deberían desestimar. Ya lo afirmó el propio historiador al principio de La formación de la clase obrera (1963): no deberíamos tener como único criterio de evaluación histórica el que las acciones de un hombre se justifiquen o no a la luz de lo que ha ocurrido después.
Es decir, el buen historiador es aquel que reconstruye en contexto y sabe que ese hecho, ese dato o esa conducta forman parte de una cadena de significados que son simultáneos para el biografiado.
Pues eso.