David Bowie. La naturaleza del icono

imageEl ser humano está adocenado, aplastado por lugares comunes: por tópicos que lo reafirman, que lo constatan. Le permiten llevar una existencia cómoda e irrevocable. Pero ese ser se hunde en la repetición y la mediocridad.

Eso piensa David Jones, Bowie bien pronto, por contagio juvenil, ajeno al gregarismo de la sociedad de masas, a la que pertenece, admira y repudia… Reside en una Inglaterra apegada a las tradiciones, bajo un moralismo ambiental. Aún en los años sesenta.

Vivir bajo esquemas previsibles nos alivia y nos endereza falsamente. Eso es: la falsilla nos impide torcernos, pero es una rectitud equívoca, con molde. Y David Jones, ya Bowie, que ignora de qué está hecho, quiere romper moldes. 1969…

El hombre se deja mecer y llevar por la conveniencia, por aquello que lo acomoda, por aquello que lo corrobora. Somos predecibles. Fulanito hará esto; menganito hará lo otro. Está todo copiado y reflejado.

Aunque Bowie sabía que no hay nada bueno o nada nuevo bajo el sol, aún aguardaba la sorpresa. De la aleación de poesía, música, teatro y coreografía podía remendarse lo ya dicho y hecho.
La vida se va empobreciendo, se va tornando más depauperada y desastrosa, pura miseria y alienación. Lo contemporáneo constata lo viejo, lo primitivo. El instinto se impone.

Y así, frente a la presión y el dolor, el hombre confía en la lucha por la existencia, finalmente aceptado como deplorable corroboración de lo que nos pasa.

Y así, el ocio se tolera gracias a la alienación, mientras lo sublime se seca (el arte, la música y la literatura). 

El pensamiento corto, sin espesor, sin cuerpo. Es curioso, se dice Bowie: contamos con numerosos medios que dilatan la expresión y que multiplican los soportes, pero en plena modernidad tecnológica hemos ido a parar a la escritura seca e inerte, más o menos chispeante, más o menos instructiva. Edificante, nada más.

Acumulamos datos que nos sobrepasan y enjuiciamos con pocas referencias. No tenemos una razón olímpica y nos valemos de una mente precaria, siempre limitada y hasta amenazada. Y nos expresamos o eso intentamos: quiero decir, expresamos lo que queremos decir y a la vez expresamos nuestro yo, la identidad fracturada y desconocida que precisa ser dicha. Aunque sea malamente.

Estamos como al principio de los tiempos: necesitados de decir, de cantar, de danzar, de observar y de anticipar, de sopesar; y de decirlo brevemente porque el tiempo apremia y porque el soporte –el propio cuerpo– no aguanta.

Lo que no se dice y se piensa tiene gran valor: lo pierde justo cuando se anota o se compone. A ese resultado decepcionante pero operativo es al que llegamos: nos hemos pronunciado. ¿Y luego? Luego nos morimos: nos quedamos sin soporte, sin cuerpo.

Nada nuevo. Durante décadas, Bowie luchó consigo mismo, en ocasiones se sometió a una tensión insoportable, con máscaras diversas… ¿Con qué resultados? ¿Un genio, un loco? No entiendo bien esos calificativos: si era un genio y sobresalía locamente, entonces no era un tipo ordinario.

Pero destacar por la demencia, que él tanto temía, no le da a uno un puesto en el canon del arte o del comercialismo. ¿Entonces? Tenía algo que lo distinguía. Sin lugar a dudas, a Bowie no se le domesticaba y su individualismo, su antigregarismo, su aristocratismo, su histrionismo son tónicos o tóxicos.

A este artista hay que tomarlo en pequeñas dosis para que no se nos atragante. Y para que no nos aturda con sus cambios. Defendió el cuerpo, la jovialidad, el bienestar, la vida: frente a la historia, el pasado, la gloria de los antecesores, las deudas sociales. A la vez se infligió todo tipo de daños hasta casi hundirse en la enfermedad y en la locura.

Habló tempranamente del hombre de las estrellas, del superhombre, una figura fuerte que puede ser tomada como un líder carismático o como el individuo que no necesita nación.
Bowie quiso ser un tipo absolutamente libre y contradictorio: sus incongruencias, sus acomodos de hombre de negocios nos aturden. Sus aciertos nos abruman. ¿Qué aciertos?

Los aciertos posibles de Bowie son sus radicalidades. Su manierismo. Dijo muchas cosas, algunas ciertamente contradictorias y algunas que hoy nos asombran.

En el mismo cuerpo y en la misma mente, la expresión de un pensamiento podía ser iluminador o simplemente adocenado. En cualquier caso, él se propuso no caminar a favor de la corriente, sino en contra del curso previsible de las cosas.

Él no quiso ser hijo de su tiempo, predecible e intercambiable: él quiso ir contra su tiempo, aunque luego lo imitaran. Al menos, cuando era un joven de treinta y tantos, cuarenta y tantos. Etcétera. Por eso se declaró intempestivo y jovial frente al orden, tan severo, tan gregario.

Criticará y violentará la moral, el pasado al que perteneceríamos y que nos ataría irreparablemente a los antecesores. No hay losa de la que no podamos desprendernos, ni identidad que nos fuerce. ¿Por qué?

Porque no hay sentido que no dependa del artista, no hay una colectividad a la que sacrificarnos o que nos redima de nosotros mismos. En cada acto nos definimos y nos salvamos o nos hundimos, designamos la acción, nos reafirmamos frente a la rutina y los automatismos. 

Por supuesto, de sus ideas, de sus canciones y de sus enormidades pueden derivarse consecuencias tóxicas; pero, como antes decía, tomado en pequeños sorbos, Bowie tonifica, oxigena, singulariza y hace sentir que uno es algo: que lo que llaman vicios son virtudes, que nuestras renuncias son nuestros dolores, que la vida es autodeterminación y autogobierno… individuales.

¿Lo demás? Lo demás son gregarismos. ¿Repudio de la debilidad? Sí, si por tal se entiende una vida de resignación. Quiere ser un contemporáneo incómodo, alguien que nos hace apearnos de los tópicos, de las ideas recibidas.

El riesgo que Bowie corría era recaer en un histrionismo improductivo, sólo útil para ‘épater le bourgeois’, para escandalizar brevemente. Por eso hay que disfrutarlo enteramente: para sorprendernos enteramente. De principio a fin.

imageDavid Bowie ha visto lo peor. En su canciones diagnostica lo patológico del ser humano, retrata a sus contemporáneos. Teme, sí, esa locura, esa demencia que anida en su familia materna.

Él no se ha librado de sus lugares comunes. Él no se ha quitado de sus tópicos, que también repite: en algún momento, un breve e irresponsable nazismo estetizante.

Pero David se rehace, se compone, se recompone y echa fuera lo que le ciñe o le constriñe. Echa fuera lo que él no constata y examina. Es uno de los grandes. ¿Acaso por su creación? Sin duda, sus canciones pueden escucharse y leerse hoy con placer: el placer de la aventura, el placer del descubrimiento, incluso con torpezas.

Pero lo mejor es su manera de mirar, de mezclar, de trabar relación entre cosas que no parecían tenerla. Lo mejor es ese cuerpo que moldeó, vistió y retrató como reflejo invertido.

2 comentarios

  1. Enorme reflexión sobre este artista, a veces incomprendido pero siempre controvertido. Touché!!

  2. Muchas gracias. Espero completar pronto mi ensayo sobre su figura y obra en mi libro para la Editorial Sílex.

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