¿Qué es lo que ha sucedido en esta Comunidad, la Valenciana, me refiero? La suma de acontecimientos te deja estupefacto. Un día sí, otro también, casos y cosas de vergüenza han ocurrido bajo mandato Popular. Con el apoyo electoral de ciudadanos satisfechos. Decididamente somos un caso aparte, patológico. O no tanto.
En Madrid da miedo levantar alfombras, colchones o abrir armarios empotrados. Hay áticos de lujo oriental y ha habido una cohorte de facinerosos dispuestos a privatizar aquello en lo que se podían lucrar.
En Barcelona no hay catifas ni sacos, no hay bolsas de plástico ni cajas-fuerte que puedan tapar o contener la sisa nacional, el dinero patriótico. Regreso a Valencia.
Te encuentras con un forastero —un colega de Zamora, pongamos por caso—, te hace preguntas y te abochornas. Antes, este compañero celebraba lo bonita que estaba Valencia. «Qué listos sois». Esto quedará y, además, con ese resplandor, con ese blanco nuclear que Santiago Calatrava le da a sus hierros y metales preciosos.
Ahora, por el contrario, en la voz de mi colega de Zamora hay un tono de reproche un timbre de resquemor. “Pero, hombre, no te acobardes», dice retándome. «Respóndeme. Si tú has escrito un libro sobre la corrupción en Valencia… ¿No se titulaba ‘La carcasa valenciana’?”, me recuerda. “¿O era ‘La traca valenciana’?»
Ojalá lo hubiera titulado parafraseando a Ramón De España: ‘El manicomio valenciano’. En Foca no me lo habrían permitido, como no permiten ahora darle un vuelco al volumen.
«Chico, no me acuerdo ahora, pero sé que era muy fallero», me dice el colega de Zamora. «Como de estallidos, detonaciones o cosas así. Era un libro sobre la estampida de la cosa, ¿no? ¿Ahora qué pasa, que ya no regáis las plantas?”.
Yo le desmiento: que no se titula así el libro, que lo único fallero que tiene es la cubierta con la ilustración de dos ninots, un grafismo sarcástico semejante al de Ramon de España.
“Bueno, pues como sea: ‘El sainete valenciano’ o ‘La farsa valenciana’. Como quieras, pero algo tendrás que decirme”, añade. “Yo que sé: una reflexión de conjunto. Venga: hazme un resumen”, concluye expeditivamente.
Yo le respondo casi balbuceando, como si uno mismo fuera corresponsable de todo lo que nos sucede, como si los votos mayoritarios al Partido Popular de tantos y tantos conciudadanos fueran la culpa colectiva que facilitó o exculpó los latrocinios. Me siento vacío.
“Pues sí, pues todo lo que tú quieras. Muchos habréis escrito contra los desmanes, pero ellos siguen ahí. Menudo fracaso”, me insiste con puya. “Venga, dame una visión de conjunto. Yo que sé: un retrato general, de grupo. ¿Qué puñetas ha pasado aquí?”
«¿Aquí? ¿Y qué me dices de Barcelona? El amigo De España se expresa con contundencia, con sana maledicencia, sobre la Cataluña fantástica». Me siento ridículo.
Para explicarme le largo un discurso académico. ¿Podemos hacer una antropología de la sociedad valenciana, de sus partidos, de sus instituciones? ¿Podemos hacerlo de Cataluña?
Sí. En principio, esta ciencia social estudia la rareza, lo diferente, lo distante: todo eso, claro, desde el punto de vista del observador que mira el comportamiento de salvajes, de primitivos…
¿Por qué obran como obran estos nativos? Para los antropólogos británicos, por ejemplo, los mediterráneos siempre hemos sido algo pintorescos, con tipismos. ¿Ejemplos?
El favor o el regalo políticos y la cooptación, que son materia de antropología propiamente salvaje. Nos gusta el clientelismo. ¿Y qué es? Pese a lo que pueda parecer no es una relación de interdependencia económica. Yo soy cliente cuando abono una cantidad por un bien. Pero el clientelismo es otra cosa.
Es pago político y es servicio personal; es patrimonialización de las instituciones: lo que tienes me lo debes, por tanto lo que yo te doy —un favor que te hago, vaya— tú me lo devuelves en especie o en espíritu.
Es decir, me entregas tu sufragio o tu alma, porque el clientelismo es eso: el sufragio de las almas cautivas. Yo te protejo o te beneficio como patrono que cubre tus espaldas, pues respondo personalmente de aquello a lo que tienes derecho institucionalmente. Pero eso a lo que tienes derecho ha sido secuestrado. Por ello, yo soy tu guardián y tu garantía.
“¿Me entiendes, eh, me entiendes?”, le pregunto irritado al colega zamorano. “Bueno, bueno, tampoco es para ponerse así. Mira que sois estrepitosos los mediterráneos. Siempre estáis a punto de explotar”. Lo miro y bostezo. Él asiente.
Para curarme o para confirma mi desdicha, he leído y releído ‘El manicomio catalán’, de mi compadre De España.Aparte del dolor y del sarcasmo, de la ironía y, casi casi, la apoplejía, ambos libros son distintos.
Comparten, sí, unas cubiertas amarillas que no pueden ser buenas para el entendimiento. Te pones amarillo de rabia cuando comentas lo catalán o lo valenciano y te pasa lo previsible. Pero, qué quieren, me siento acompañado.