¿Qué es un burgués? Vayámonos al siglo XIX. Describámoslo idealmente, como le gustaría ser pintado. Hagámoslo sacándole incluso algún defecto.
Un burgués es un individuo con posibles, un varón con capitales y propiedades, dueño de sus bienes y recursos, capaz también de incrementarlos. Es un hombre que hereda y preserva su patrimonio, recibido de sus mayores o conquistado en una sola generación.
Es un hijo respetuoso del linaje: alguien que acata el apellido y la tradición; alguien que cuida de su familia, también patrimonio privativo; alguien que obra con prudencia y recato; alguien que profesa una moral desapasionada, justo lo que se precisa para conciliar afecto e interés.
Es un individuo, en fin, que reserva su intimidad y que actúa públicamente con decoro, actitud cautelosa. Es allí, en lo público, a la vista de otros, en donde luce con urbanidad y moderado lujo, sin disipación y con gasto contenido, satisfaciendo sus apetitos. Es allí, en lo público, a la vista de todos, en donde también luce a su esposa.
¿Quién es? Es una mujer dócil, fácilmente irritable aunque débil, aquejada siempre de un leve dolor o inestabilidad, dado su refinamiento. La dama es posesión, una propiedad, un ser sumiso y sumido, exactamente uno de los enseres domésticos. Por alguna razón inexplicable padece frecuentes desarreglos nerviosos, hasta dolencias incurables: alguna neurastenia o incluso algún abatimiento. Justamente por ello, el buen burgués, el varón celoso, ha de vigilar para que la dama no caiga víctima de las pasiones destructivas, de los afectos extremos, del adulterio. Del adulterio.
En la Librería Gaia, en su Club de Lectura, ha vuelto Emma Bovary, hemos hablado de ella. Hemos hablado de la gran novela de Gustave Flaubert: Madame Bovary (1857). Probablemente, es el mejor relato del adulterio femenino, el mejor compendio de la pasión romántica, ahora releído en versión de Mauro Armiño para Siruela.
Reparemos. Con el paso de los años, el varón burgués se abandona a la indiferencia o a la infidelidad, y la esposa, insatisfecha o decepcionada, inicia una carrera de impudicia que le reportará desánimo, dolor y muerte. Muchos sabemos qué es el adulterio en el siglo XIX gracias a una ficción, gracias a Madame Bovary. O por haber leído la novela, o por haber disfrutado de aquella maravillosa apostilla que le dedicara Mario Vargas Llosa, titulada La orgía perpetua: o por ambas cosas a la vez.
Muchos ya sabemos de sus personajes, tipos corrientes de otro tiempo, mediocres o vulgares, pero convertidos por obra de Flaubert en caracteres perdurables, exactamente duraderos. De las personas reales averiguamos en vida poco o mucho, dependiendo de la reserva, del secreto, de la intimidad; de los personajes literarios sabemos lo que hay que saber, lo suficiente, los pocos datos con que el escritor los traza y los completa. Cuando la obra nos conmueve, entonces su efigie perdura y cada relectura nos revela atisbos que ignorábamos o significados en que no habíamos reparado.
El aprecio y la piedad por Emma Bovary también se da en muchos de nosotros, una predilección que nos ayudó descubrir Mario Vargas Llosa y que aún continúa a pesar de que el drama personal de aquella dama ya no es de nuestro tiempo, a pesar de que los avatares de una mujer de provincias ya no son los nuestros… O quizá sí. Tal vez, la obsesión por ser feliz a partir de las expectativas que nos hemos marcado y la desazón o la frustración inevitables siguen siendo hechos modernos, todavía característicos de nuestros días. Humanos.
Charles Bovary es un médico de provincias que contrae nupcias con Emma Rouault, una dama del campo, la hija de un hacendado egoísta y algo renuente. A pesar de esos orígenes (o tal vez por ellos), Emma es una joven soñadora pronto decepcionada de su marido (“–¡Ay, Señor! ¿Para qué me habré casado?”, se dice expresamente), un marido que carece de apostura, distinción o ingenio; Emma es, en fin, una joven que habiéndose dejado llevar por la fantasía de las novelitas románticas, no encuentra el amor perfecto, el varón apasionado que ambicionaba poseer.
Es el suyo un delirio propiamente, un ideal alimentado a los quince años por los excesos pasionales de libros extremados, de novelas:
«Se hablaba en ellas de amores, de galanes, amadas, damas perseguidas desmayándose en pabellones solitarios, postillones a los que matan en todas las postas, caballos reventados en cada página, bosques sombríos, cuitas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barcas a la luz de la luna, ruiseñores en las arboledas, señores valientes como leones, tiernos como corderos, virtuosos sin tacha, siempre bien vestidos, que lloran como urnas. Y así durante seis meses, con quince años, Emma se manchó en ese pongo de los viejos gabinetes de lectura. Más tarde, con Walter Scott se apasionó por los sucesos históricos, soñó con arcones, salas de guardia y trovadores. Habría querido vivir en alguna vieja mansión, como aquellas castellanas de largo corpiño que, bajo el trébol de las ojivas, pasaban los días de codos sobre el alféizar y la barbilla en la mano, esperando ver aparecer por el fondo de la campiña a un caballero de blanco penacho galopando sobre un negro corcel…»
Un delirio, ya digo, si por tal entendemos una confusión o mezcla tóxica de lo real y lo fantaseado. El delirante se adentra en una ficción sin saber cómo regresar. De hecho, ni siquiera sabe que aún está en una ficción. Tal vez, la vida ordinaria ayude. Pero no, el delirio aumenta: lejos de apagarse esa pasión romántica, esa ceguera del espíritu y de la carne, el matrimonio anodino de los Bovary, la mezquindad de la existencia doméstica, la lectura emocional, el piano arrebatado de la dama, etcétera, acentuarán su desazón, henchida de turbios apetitos, de rabia incontenible, de desprecio mundano, pero también de inercia, de pudor: de miedo a la ruina.
Charles la quiere de verdad, pero es varón mediocre, trivial…, y es justamente tras ese doloroso descubrimiento cuando la esposa alimenta “sueños de adulterio”, sueños de adulterio que la llevan por un camino de “pasión, éxtasis, delirio”, por un camino de perdición, incluso de perdición material. Se dejará cortejar, seducir por donjuanes libidinosos y cobardes, el más importante de los cuales será Rodolphe…
¿Cuál es la consumación? Como no podía ser de otro modo, el final de Emma es el suicidio. El adulterio se paga, parecen decirnos los varones que escriben, entre ellos Gustave Flaubert, pero sobre todo se paga muy caro el amor que se expresa con pasión y con libertad: un amor sin firma, sin contrato, sin notario, con una furia carnal que lleva a la ruina económica.
Tales son la carga y la represión a que están obligadas las mujeres en la Europa del Ochocientos. Deben seducir y a la vez contenerse, deben ser envidiadas y recatadas, deben ser objeto de adulación y a la vez morigerarse. Es tal la moral ceñida a la que deben someterse y a un tiempo la fantasía con la que esperan evadirse…, que algunas tropiezan y caen en un pozo de degradación.sin salvación, ni segunda oportunidad.
Ya lo había dicho Mary Wollstonecraft en su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), ella… tan grave, tan circunspecta: la reducción de las mujeres a objetos de amor y a instrumentos de seducción las lleva a la calamidad, pues se perpetúan en una eterna minoría de edad, irresponsables, carentes del atributo racional, sólo entregadas al cultivo de la belleza o al ejercicio de otras gracias fascinantes. Las esposas están privadas del ideal ilustrado: de la autonomía (ya que son incapaces de valerse por sí mismas) y de la virtud (una cualidad superior a la elegancia).
Añade Mary Wollstonecraft: no son educadas en el discernimiento, sino en el saber instintivo, dependiente, subordinado al hombre. Como en los soldados, que son sometidos a una instrucción que es doma, el resultado es la creación de seres de obediencia ciega, seres esclavos de sus maridos, cuyo amor pretenden obtener o mantener empleando el arte de agradar o la coquetería. Inútilmente.
En todo caso, el amor se enfría… y al apasionamiento suceden el hastío y la decencia insulsa. Con ello se pierde lo único que verdaderamente se posee: la honra antes que la ruina. Es entonces cuando esas mujeres dan comienzo a su carrera desordenada, licenciosa. ¿Con qué objeto? Con el propósito de alcanzar ese amor que aprendieron erróneamente en su juventud de doncellas, esa pasión con la que fantasearon.
Es por ello por lo que abandonan el ideal de la reputación entregándose a una furia libidinosa: justamente por haberse entregado a maridos decepcionantes. Por eso, según diagnosticaba o vaticinaba Mary Wollstonecraft a finales del Setecientos, lo que sigue y concluye es un adulterio inevitable y fatalidad material: de fatales consecuencias, sí. De oprobio y muerte.